Diez años de resistencia de un pueblo - Temacapulín se niega a morir bajo el agua de la presa el Zapotillo

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Temacapulín desde las alturas. Destacan la iglesia del siglo XVIII y construcciones de cientos de años de antigüedad, que quedarían bajo el agua si la cortina de la presa supera los 80 metros de altura que ya definió la Suprema Corte de Justicia de la NaciónFoto Arturo Campos Cedillo
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La comunidad se resiste a vender sus propiedades y no las abandona a pesar de la insistencia de las autoridades por adquirirlas y reubicar la población en otra zona del municipio de Cañadas de ObregónFoto Arturo Campos Cedillo
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Habitantes de Temacapulín llevan al menos una década de lucha para preservar el poblado histórico del avance en la construcción de la presa El Zapotillo, que puede inundar el sitio. Dos generaciones de mujeres, Abigaíl y Zenaida, se niegan a abandonar sus tierras. Alfonso volvió al pueblo a vivir su vejez 
Foto Arturo Campos Cedillo
 
Angélica Enciso L.
Enviada, Temacapulín, Jal.
Periódico La Jornada
Martes 16 de junio de 2015, p. 2

Este pueblo, con sus calles empedradas, sus casas con historias de al menos dos siglos, el templo de cantera rosa del siglo XVIII, balnearios, sus cultivos y sus tradiciones, quedaría sumergido si la Comisión Nacional del Agua (Conagua) y el gobierno estatal desacatan la orden de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de que la cortina de la presa El Zapotillo sea de 80 metros.
En la región de los Altos de Jalisco, en medio de cañadas, hay unas 200 casas que alojan a cerca de 600 habitantes, y muchos de ellos desde hace una década luchan por preservar el sitio en que nacieron. Viven en la zozobra desde que en septiembre de 2005 se publicó la licitación de la presa El Zapotillo, sobre el río Verde, y del acueducto, que comienza en esta localidad del municipio Cañadas de Obregón y llegará al vecino estado de Guanajuato.
Este desasosiego se percibe desde que la carretera desemboca en el pueblo. La bienvenida ya no es sólo la leyenda que se lee en lo alto de un cerro: Desde (el siglo) VI Temacapulín te saluda. Hay otras frases, pintadas en las paredes blancas que llevan a la plaza central: Temaca resiste, no nos vamos a rendir. Ante el acoso del gobierno por hacerse de propiedades para deshabitar el lugar, en las viviendas hay mantas que advierten: Esta casa no se vende, no se reubica, no se inunda. Respeten lo que no es suyo. Déjenos en paz.
En la plaza están el quiosco de cantera rosa, típica de la región por los numerosos bancos de esta piedra, y la delegación municipal. Un par de ancianos están sentados en una banca, platican bajo el sol de la mañana. A unos pasos está el mesón Mamá Tachita, propiedad de Alfonso Íñiguez, quien a los 22 años se fue a trabajar al ferrocarril, a la ciudad de México. Ahora tiene casi 80 años, y desde hace una década volvió con la intención de descansar aquí, pero no lo logró.
Dice que el trabajo ahora es luchar por que se mantenga el pueblo. Aquí hay tradiciones y hay vida, asegura. Caminando por las calles –vacías en la mañana porque los niños y los jóvenes se van a la escuela a la cabecera municipal o a trabajar a las granjas avícolas que están a unos kilómetros de aquí– platica la historia de las antiguas construcciones.
La basílica construida en 1759 está dedicada a la Virgen de los Remedios, pero no nos la quieren respetar. Al pasar por la calle Porfirio Díaz dice que ese era el camino real, que venía de Valle de Guadalupe y llegaba a Cañadas de Obregón. También señala una vieja casa que era de su abuelo.
Poncho, como lo conocen los lugareños, es delgado, tiene un caminar ágil y es risueño. Sube rápidamente la cuesta al antiguo panteón. Entre la maleza sólo se ve una tumba y un busto de Alfredo R. Plascencia, cura y poeta que se inspiró en el Cristo de la Peñita, que se encuentra en una cueva, a unos kilómetros de la plaza, imagen venerada por los temacapulinenses.
Desde lo alto del cementerio, que dejó de operar a principios del siglo pasado, se ven el pueblo y los cerros que lo rodean. La vista confirma que las casas, iglesia, árboles, todo quedaría inundado: es parte de las 4 mil 800 hectáreas que la presa ocuparía si la cortina se eleva 105 metros, 25 más de lo que establece el proyecto original.
Las tierras, fértiles, son de riego y temporal. Se siembra chile de árbol, maíz, frijol, calabaza y alfalfa, que se usa principalmente para el ganado. Es una región lechera, avícola y ganadera. En el poblado y sus alrededores hay ojos de agua termal; por eso hay varios balnearios, y decenas de visitantes acuden los fines de semana. En enero y septiembre son las ferias y fiestas tradicionales.
Para estas festividades, para mantener la defensa legal de la comunidad ante la presa y para hacer obras públicas, apoyan monetariamente los clubes de hijos ausentes que se encuentran en Guadalajara y Monterrey, quienes se dedican a la producción de paletas con la marca Michoacana, cuyo emblema es la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, aunque la mayoría reside en California.
Aunque los habitantes son unas centenas, hay más de 3 mil hijos ausentes, como se llama aquí a quienes se van a trabajar fuera del pueblo. José García es uno de ellos. Vive en San Bernardino, California, desde hace 33 años, pero ahora con sus papeles de residente legal viene varias veces durante el año a su casa. Siento el arraigo, pertenezco a este lugar: me fui con un dolor que no me deja alejar del pueblo.
Ese mismo arraigo tiene Zenaida Sánchez, quien a sus 93 años cada mañana se baña en las albercas de aguas termales que su esposo construyó con los ingresos que obtuvo en su trabajo en Estados Unidos. Ella recuerda que su marido colocó cada piedra del pequeño balneario y sus hijos tienen prohibido mover alguna.
Abigaíl Agredano es hija de Zenaida y presidenta del Comité Salvemos Temacapulín, Acasico y Palmarejo, otras dos pequeñas comunidades de unos 200 pobladores que también están en riesgo de desaparecer con la operación del embalse. Ambas están sentadas en un sillón en su domicilio, donde el frío cala. Relatan su vida y su lucha en el pueblo.
Las autoridades nos insisten en la reubicación a una meseta donde hay casas desechables que se están cayendo, ni patio tendríamos. Tampoco hay agua ni espacio para cultivar. Habría viviendas, pero no medios de vida. Aquí han venido a comprar casas para desalojar a la gente, pero muchos, hasta los que han vendido, se resisten a abandonar este lugar, señala Abigail.
Zenaida viste un suéter amarillo y falda café. Aún recuerda cuando, a cambio de un buey y mil pesos, su esposo obtuvo las tierras para hacer las albercas. Platica que mucha gente ha gozado de esas aguas calientes; los clientes no faltan.
En cada esquina hay una llave de agua fría que viene del manantial Colomos, que los pobladores utilizan para beber. Aquí este recurso no escasea. Además basta poseer tierra para tener de qué vivir. Juanita Alvarado, viuda desde hace cuatro años, dice que ella cosechó 50 kilogramos de maíz que intercambió por otros productos y eso es suficiente para el año.
También se resiste a abandonar su vivienda. “Llevamos 10 años en lucha; si no lo hubiéramos hecho, ya nos habrían comido. Esto ya hubiera desaparecido”, y expresa su fe en una estampa que lleva en la bolsa de su mandil: la imagen del Cristo de la Peñita.
Recuerda que el ahora gobernador, Aristóteles Sandoval, cuando era candidato envió un mensaje de Twitter en el que apoyaba a la comunidad. El texto decía: No vamos a inundar Temacapulín. Pero no ha cumplido, se lamenta.
En el poblado, uno de los defensores más activos es el padre Gabriel Espinosa, cuyos ancestros y él mismo nacieron aquí. Sentado en la plaza cívica, da su versión de la historia. Señala que muchos les dicen que es momento de sacarle los ojos a Conagua. Pidan lo que quieran; si quieren el templo en otro lado, se los van a llevar piedra sobre piedra. Agrega que también les dicen que la presa es un mal necesario, pero se pregunta: ¿Dónde vamos a encontrar otro pueblo de casas coloniales, calles empedradas, que transporta a otra época, donde hay tranquilidad y una vida que se palpa cada día? 

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