Antifestival o reivindicar el jazz mexicano

Foto: Aristeo Pantoja

Foto: Aristeo Pantoja
MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Se llevó a cabo en el Lunario del Auditorio Nacional la primera edición del Antifestival, “un encuentro de cuatro jóvenes propuestas de música no imitativa”, en palabras de sus organizadores.
La jornada inició con la interpretación del solista de saxofón Remi Álvarez, cuyo repertorio hecho a base de improvisación, aunque económico, logró levantar en más de una ocasión las ovaciones del público.
Cuarenta minutos después sería el turno de la novel propuesta Mártin, dúo de guitarra eléctrica y batería alternados con sintetizadores y laptop, quienes a través de sampleos, texturas, y mucha reverberación lograron sumergir a los asistentes en una atmósfera mística que a ratos se debatía con convertir el lugar en una pista de baile.
Posteriormente llegó el turno de Daniel Cepeda y sus Moscas Bravas, quienes serían los encargados de regresar las tonalidades sepia a la noche de este esfuerzo generacional para reivindicar el jazz mexicano.
Guitarra eléctrica, contrabajo, saxofón alto y el líder de la agrupación en la batería, hipnotizaron durante más de 50 minutos a un Lunario repleto de fans y amigos, con progresiones ordenadas por una batería que marcaba el acompasamiento de los demás instrumentos, en melodías que hablan de cotidianidad, pubertad y las condiciones de la clase media de la Ciudad de México, más un imponente despliegue visual de por medio.
Y para finalizar, los ya engrandecidos T’orus, agrupación del sur de la Ciudad de México de jazz y rock progresivo, mezcla musical que amalgaman en el escenario con líricas de rap, explorando así las posibilidades de la improvisación vocal que el hip-hop ofrece.
Una combinación explosiva. Pero que a ratos parecía demasiado para un público que aunque terminó por cautivarse, venía de dos horas de contemplación.
Propuesta, en fin, más hecha para festivales al aire libre en la periferia que para recintos de reunión de la clase oficinista.
De cualquier modo, es de agradecerse el esfuerzo de sacar al jazz de sus locales convencionales, dotarlo de nuevos lenguajes y regresarle, al menos en el discurso, su poder contestatario, mostrándolo como una vía para saciar el encono.
Y qué mejor que de la mano de una nueva generación de artistas capitalinos que se empeña por buscar identidad en una época donde impera la homogeneización tras la realización del proyecto neoliberal, ante un sistema que quiere ver desaparecer a sus exponentes más críticos.

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