Horror y números

miércoles 24 de noviembre de 2010

Jaime Richart (especial para ARGENPRESS.info)

¿Tiene alguien noticias de una guerra en la historia que no haya sido una matanza, una carnicería o un genocidio? Llamamos guerra muchas veces a lo que no es. Una asimetría feroz, una desproporción atroz entre las fuerzas de dos contendientes no permite llamar guerra a un aplastamiento. Y sin embargo los medios, que hoy día lo diseccionan todo hasta extremos ridículos, no tienen empacho en simplificar el lenguaje mediático para llamar guerra a lo que es barbarie.

Pero independientemente de esto, las palabras dicen muy poco cuando se trata de sustantivar el horror de una guerra, y mucho más específicamente una invasión armada a la que sigue la ocupación y obliga entonces a llamar “conquista” al hecho. Pues no otra cosa son las invasiones y posterior ocupación de Afganistán e Irak a cargo del imperio estadounidense, basadas cínica y cruelmente en una sarta de mentiras. Invasión, ocupación, guerra asimétrica y conquista del Oriente Medio asiático, como fue la presencia y potencia de hispanos y anglosajones en América a raíz de su descubrimiento…

Desde el preciso momento en que, tanto en Afganistán como Irak, comenzaron los bombardeos unas veces selectivos con drones, y otros indiscriminados, el horror no hizo más que empezar, pues una vez puesta la bota del yanqui en suelo afgano e iraquí, el horror inicial transmutó en paroxismo, y si no, en una palabra que no existe para medir la vesania, la carnicería, el sadismo y la barbarie hechos verbo. Porque ninguna palabra ni idea puede dar noticia cabal de lo que, en esas circunstancias, sienten una o millones de personas que están prefiriendo morir antes que presenciar el sufrimiento extremo propio o el ajeno. Por eso palidecen las cifras de los muertos en el trance de las ocupaciones de los dos países asiáticos cuando pensamos en el horror concentrado que es inmedible o inconmensurable.

Parece ser que la revista médica The Lancet ha calculado, por el procedimiento que emplean los epidemiólogos interrogando a las familias en una amplia muestra de hogares, y localizando mientras tanto a las viudas, que el número de muertos entre 2003 y enero de 2008 en Irak fueron 1.033.000.

Esto está muy bien, está muy bien “saber”, pues “saber” lo que sucede (o nos dicen que ha sucedido) es el argumento principal que suele usarse para defender la democracia después del de la libertad. Y para “saber”, el número siempre ha de estar presente para hacernos idea de la magnitud de la tragedia. Si no, parece que no podemos padecer. Para conseguir patetismo, hay que tener delante números. Y en ello se afanan algunos. Así podremos calibrar el canallismo, aunque la sensación más patética todavía sea la impotencia, la imposibilidad de hacer absolutamente nada no para remediar lo sucedido sino también para evitar lo que habrá de suceder. Ese “saber” añade mucho más dolor desgraciadamente gratuito… Poco importa cuál fuese la causa o el pretexto a estos efectos. Poco importa ya que fuese desencadenada por un “error de cálculo” tozudo y malicioso, o por la ambición latente de petróleo de unos cuantos. Por eso, los números, en esta materia, en materia de muertos, decapitados, torturados o empalados… recuerdan también a las ofertas, a los bonus y a la estadística tan íntimamente estrechados a la vida actual prácticamente desprovista de alma. Números que no lo potencian, sino que rebajan el alcance del horror durante siete años en aquel desgraciado país, cuna de la civilización, hasta situarlo al nivel del interés que reviste el número de ejemplares vendidos de un best-seller.

Pero es que además ni siquiera me conformo con las cifras de The Lancet. A mí se me antojan absolutamente insuficientes. Tengo la impresión de que no son 1.033.000 los muertos en Irak entre las fechas dadas, sino que son 3.055.207. Este número, aunque parezca cabalístico e inventado, resulta tan razonable como el otro; sencillamente porque, medida la tragedia en sufrimiento, expresa lo mismo que el otro. Sobre todo si llevo el humanismo que profeso hasta los extremos de Voltaire al decir que “la libertad de todo un pueblo no merece el derramamiento de una sola gota de sangre”. En todo caso, si no se me entiende, he de citarle de nuevo: “cuando el hombre que habla y el hombre a quien se habla no se entienden, eso es metafísica”. Porque si llega, bien está, pero si no llega, tampoco pretendo la simbiosis con todo el que me lea…

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