La ciudad de la mierda

I.

Se llama Ricardo y es bilingüe. Domina el español a la perfección aunque su lengua madre es el purépecha. Tiene 43 años y acaba de regresar de Estados Unidos. Lo regresaron, como él dice.

Se le puede encontrar en algunas calles del centro, principalmente en el andador turístico en que se ha convertido la calle de Gante o en la calle de Bolívar. Siempre está sentado en algún escalón de uno de los tantos edificios del centro tejiendo respaldos de sillas con palma.

Después de un pésimo día, con una buena dosis de frustraciones, enojos, aventones en el metro y malas noticias, mis pasos no me llevaron a casa, era aún temprano y decidí pasar a tomar un café al centro, tal vez una cerveza o tal vez dos. El Café del Centro estaba lleno, todos los parroquianos acababan de llegar, y aunque en ocasiones como ésta me prestan una silla para sentarme frente al mostrador, rechacé la oferta y caminé rumbo a Gante. Tal vez la Taberna del Lobo Estepario me recibiría gustosa… Todas las mesas al aire libre estaban ocupadas, situación extraña para un jueves a las 12 del mediodía.

Fue mientras la sutil marea de gente me acercaba a la Latino cuando me topé con Ricardo, sentado en la banqueta, tejiendo tranquilamente, viendo a la gente ir y venir. Decidí preguntar el precio de sus artesanías, a lo que contestó con una cantidad bastante baja. Imposible sobrevivir con eso, y más difícil aun cuando logra vender un par de bancos de madera y palma al día.

Su voz amable contrasta con su mirada cansada, enmarcando su conversación amena con ligeras frases aciagas y tristes. Por azares del destino, el día de hoy también le ha parecido a don Ricardo, como a mí, una mierda.

No ha vendido nada, las personas lo miran despectivamente, algunos lo evitan, otros lo compadecen, los extranjeros lo miran con curiosidad y le toman fotografías, los policías de la zona lo hostigan y lo amenazan con llevarlo al ministerio público.

Para colmo, su esposa y sus hijos se regresaron a Michoacán, lo dejaron sólo y con la difícil tarea de enviarles dinero. No ha comido en dos días y por quedarse dormido algún extraño ágilmente le robó la bolsa de dulces de amaranto que tenía para vender, con lo que su entrada extra de dinero ahora estaba en manos (o en el estómago) de un perfecto desconocido.

Es difícil atreverse a hacer más preguntas, complicado aventurarse a conocer un poco más el pasado de un extraño, en especial cuando la vida no le ha sonreído lo suficiente. Imposible preguntarle en donde pasa la noche, o cuál es su comida favorita, imposible no compadecerse… más que imposible no encabronarse con esta sociedad de mierda.

Seguramente Ricardo duerme donde le cae la noche, entre basura y periódicos viejos o en alguna pensión barata, perdida en la gris Ciudad de México. Muy probablemente su comida favorita es aquella que no está descompuesta o que no proviene de un basurero.

Tal vez hubiera sido mejor conformarse con los frijoles de la olla, la taza de café y el puñado de tortillas que solía comer cuando vivía en una comunidad indígena a 3 horas de Uruapan, Michoacán, allá en la sierra, donde el aire es limpio, la comida es sana, donde las personas lo tratan como a su igual, con una sonrisa y una palmada en el hombro, en lugar de un gesto de asco constante, como si fuera un bulto de mierda tejiendo respaldos, como lo ven aquellos que tienen lo suficiente para entrar a un McDonalds y comprar una hamburguesa, para visitar después algunas tiendas de ropa y salir con una bolsa de Zara adornando su desenfadado andar.

Aún así, Don Ricardo quiere juntar para regresar al gabacho, trabajar en un rancho y poder enviarle dinero a su familia. A pesar de que en ambos lados lo tratan como basura, prefiere jugársela e irse lejos de este país que no le ha dado nada.

- Que mierda de sociedad, ¿no cree usted, don Ricardo?, mejor acompáñeme a comer, que no me gusta comer sólo y dicen que en el Salón Corona venden unas tortas de pulpo bien sabrosas. Yo invito.

- Very well my friend. -Contesta Don Ricardo, que ahora resulta que no es bilingüe, sino políglota.

Una vez en el Salón Corona, 2 tortas de pulpo para llevar, unas coca colas de lata y un cigarro dieron final a la conversación. Lo último que alcanzó a decirme aquel artesano tarasco fue que pronto se iría de esta ciudad de mierda para irse al otro lado…

Lentamente se confundió aquel hombre con los demás transeúntes, el aroma de las tortas de pulpo se fue mezclando con el tufillo desagradable que desprenden las coladeras del centro y el recuerdo de su voz cansada se fue mezclando con el ruido de la ciudad.

La sirena de una patrulla a toda prisa, precedida por una ambulancia del ERUM, y algunas miradas curiosas colaboraron a enfocar mi atención de nuevo en las calles sucias, en los rostros cansados, incluso hartos, de aquellos que van por la vida sin más ilusión que terminar la jornada laboral, regresar a casa y ver la televisión.

Miradas muertas por todos lados, perros flacos husmeando furtivamente los puestos de hot dogs de la Alameda Central, defecando en todos lados: en las jardineras, al lado de los puestos ambulantes, cerca de los árboles, en cualquier banqueta.

Los heroicos caballos de la Policía Montada dejando rastros de excremento en el pavimento, hombres y mujeres de todas las edades pisando distraídamente aquel vestigio fecal, muchachos con uniformes escolares pidiendo hamburguesas al lado del bulto amorfo, café y maloliente, lleno de moscas… mal llamado caca.

Personal de limpieza del Gobierno de la Ciudad de México recogiendo velozmente aquellas materias fecales, como tratando de maquillar la ciudad para sus exclusivos visitantes foráneos. Uniformados, trabajando todos al unísono para que alemanes, franceses, portugueses, italianos, judíos, libaneses, y demás viajeros vean una ciudad llena de esperanza, de colores alegres, vistosos, resplandeciente y limpia, libre de toda culpa, libre de toda materia no deseada.

Paradójica esta gran urbe, en la que unos llegan para admirar sus colores, sus sabores, sus calles, y otros huyen, hastiados de aquello que celosamente se oculta para algunos, aturdidos por los olores, por los sabores y por las calles en descomposición.

II.

Resulta ocioso, pero irremediable, darse cuenta que el mayor problema no es la mierda en las banquetas, saliendo de las iglesias o de los grandes edificios, junto a los puestos de comida, a la entrada de los centros comerciales, en el pasto de jardines y alamedas, en la entrada de la casa o a la salida de la oficina.

El verdadero problema, en el fondo, es esa mierda metafísica, imperceptible, inodora e incolora que se va colando poco a poco en el entusiasmo de las personas, convirtiéndolas paulatinamente en seres enojados, hartos, resentidos, muertos de miedo por no encontrar un lugar libre de despojos, libre de mierda, enfurecidos por no saber que hacer entre tanta mala leche, con el rostro opaco de tanta falta de oportunidad.

El problema es el tamaño…vivir en una ciudad tan grande, en donde todos buscan un fin específico e individual, donde el tiempo es oro y no se detiene, donde la ley de la selva siempre está vigente y el perspicaz se chinga al que se duerme en el parque, indudablemente generará malestares estomacales a nivel masivo… La mala onda, la ojetería a la orden del día y el afán por sobrevivir un día más, indudablemente causarán indigestión, y el resultado no se hace esperar: mierda a toneladas.

La Real Academia Española señala que la mierda es el excremento humano y de algunos animales. También menciona que es grasa, suciedad o porquería que se pega a la ropa o a otra cosa.

Se le olvidó mencionar que esa porquería muchas veces tiene nombres y apellidos…y en ocasiones cargos públicos. Algunas veces, por contradictorio que parezca, esa porquería se llama hambre y sed, también se llama falta de oportunidades, algunas veces se llama discriminación o elitismo, prepotencia o corrupción, también ignorancia y desidia. Y eso a lo que se pega, en ocasiones, se llama espíritu, que a diferencia de la ropa, es más difícil de limpiar.

Mientras tanto uno sigue caminando en la ciudad, donde nadie sabe de nuestra existencia, y a la vez somos parte del mismo juego…

Nada cambiará
Con un aviso de curva
En sus caras veo el temor
Ya no hay fábulas
En la ciudad de la furia…

Fuente

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
esta cabron ehhh. Lo que le pasa a Don Ricardo no estoy lejos de pasar por ahi. Si no es que quiza ya casi llegue ahi. Maldita sociedad de mierda es una expresion fatidica pero cierta. Que viva el SME camaradas
Anónimo ha dicho que…
Debemos hacer algo para cambiar el mundo en que vivimos... que le vamos a dejar a nuestros hijos... debemos empezar por sacar al PAN del poder con este gobierno solo se ve mas miseria, desempleo, inseguridad, animo compañeros debemos estar unidos