Contrarreforma petrolera y riesgos multiplicados

La fracción parlamentaria del Partido Acción Nacional (PAN) en el Senado de la República presentó ayer una iniciativa de reformas a los artículos 27 y 28 de la Constitución, así como a la ley reglamentaria del primero de esos numerales, a efecto de que los particulares puedan participar en actividades de petroquímica básica, almacenamiento y distribución de los productos derivados de crudo, hasta ahora restringidas, por ley, al Estado.

Esta nueva intentona privatizadora revive, en lo general, el sentido y los argumentos de la que pretendió avanzar el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, en abril de 2008: entonces, como ahora, se presentó un diagnóstico desastroso del estado de Petróleos Mexicanos (Pemex), se insistió en la necesidad de incrementar la producción y eficiencia de la paraestatal, se intentó chantajear a la población con la supuesta "necesidad" de recortar gasto de programas sociales para reforzar a Pemex y se sostuvo, a continuación, que la solución viable era el traslado a manos privadas de algunos segmentos de mayor valor agregado de la industria nacional de los hidrocarburos.

No ha de pasarse por alto que las prácticas que se pretenden formalizar en la propuesta panista se dan ya en buena medida por la vía de los hechos, y que para ello la autoridades del ramo se han valido de subterfugios diversos: desde la reducción deliberada de la capacidad petroquímica de Pemex para beneficio de operadores particulares hasta la apertura a la iniciativa privada –aun sin reforma de por medio– de las tareas de almacenamiento, transporte, distribución y control de ductos de Pemex, a partir de leyes secundarias y reglamentos. Otro tanto podría decirse de las actividades de extracción y exploración, las cuales, de acuerdo con los promotores de la iniciativa, seguirán bajo tutela exclusiva del Estado, pero cuya apertura a operadores particulares está contemplada bajo los recientemente otorgados "contratos integrales de servicios", instrumentos que, a decir de diversos especialistas, condicionan además la renta petrolera.

Los elementos de juicio disponibles dan cuenta, en suma, de una industria petrolera nacional que ha venido operando en una sostenida ilegalidad, pero ello no justifica que los legisladores del blanquiazul busquen otorgar ahora –mediante la reforma comentada– cobertura legal a tales prácticas: antes bien, éstas deben ser corregidas y sancionadas conforme a derecho, y para ello se requiere de leyes en las que predomine el espíritu de defensa de la riqueza nacional y el interés común.

Es obligado recordar, por lo demás, que desde 2008 la sociedad mexicana manifestó con claridad su rechazo a la privatización petrolera, demostró una amplia capacidad de movilización para impedir la entrega de Pemex a particulares y rebatió suficientemente los criterios y argumentos mediante los cuales el grupo en el poder vuelve ahora a la carga en sus afanes privatizadores.

Una diferencia sustancial entre el contexto actual y el de ese entonces es que la Presidencia de la República –y, por extensión, el partido en el poder– acusan hoy por hoy una debilidad política mucho mayor que en 2008 y que sus posibilidades de imponer el designio privatizador son, por consiguiente, mucho más acotadas.

A lo que puede verse, la única forma en que pudiera prosperar la iniciativa referida es como resultado de una negociación –necesariamente opaca y de espaldas a la sociedad– entre los integrantes del binomio partidista que controla el Congreso: tal escenario plantearía un golpe demoledor a la de por sí cuestionada credibilidad del Legislativo, y el régimen actual correría el riesgo de revivir la división social que su empeño privatizador provocó en 2008, con el agravante de que el deterioro gubernamental e institucional es más pronunciado hoy que hace tres años, y de que ello multiplica el riesgo indeseable de una discordia nacional de gran calado.

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