Pasta de Conchos: impunidad y capitalismo salvaje

Adolfo Sánchez Rebolledo
 
Periódico La Jornada
Opinión 
 
Hace siete años ocurrió la explosión en Pasta de Conchos, la mina en la que murieron 65 trabajadores, muchos de los cuales nunca fueron rescatados para consuelo de sus familiares. Según un artículo publicado en estas páginas por el dirigente del sindicato minero, aún quedan 62 cuerpos enterrados en el lugar donde los sorprendió el desastre, sin esperanzas de ser recuperados. ¿Qué ocurrió? Que la empresa, apoyada por las autoridades competentes, decidió en su momento suspender la búsqueda de los trabajadores –aun sin saber si quedaba alguno vivo–, argumentando razones técnicas o de seguridad. Y cerró el caso. Tiempo después, cuando ya se creía olvidada la historia de Pasta de Conchos, fuimos testigos asombrados del alucinante rescate de los mineros chilenos gracias a la combinación de la tecnología, la voluntad de vida de las propias víctimas y el esfuerzo sin excusas de las autoridades. A diferencia de lo ocurrido aquí, allí el país entero se sumó a la hazaña y la solidaridad les llegó del mundo entero. El recuerdo de Pasta de Conchos hizo inevitable la comparación entre los dos accidentes y sus respectivos desenlaces. Obviamente, se puso en evidencia la actitud de las autoridades. La diferencia entre unas y otras –chilenas y mexicanas– no estaba, por cierto, en la orientación clasista de los gobiernos, digamos, ya que ambos provenían de la derecha histórica, sino en algo que de tan elemental se olvida y que al final hizo la diferencia: el respeto a la propia legalidad (Piñera-Chile) y la primacía de la vida humana; la resignación de la ley ante los intereses manifiestos de un grupo de poder económico, en este caso la Minera México y el desprecio por los trabajadores (Fox-Calderón). Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, según Napoleón Gómez Urrutia el homicidio industrial que se cometió allí sigue sin investigación y sin castigo para los responsables. Una vergüenza histórica que el sindicato denunció en muchas ocasiones y que no debe continuar más, porque daña la imagen de México y revela un sistema de protección ilegal y absurdo que denigra al sistema de justicia mexicano. Y tiene razón. Lamentablemente, la empresa actúa con toda impunidad, sabedora de que ocupa un lugar privilegiado en la visión que domina la política económica desde hace décadas. La subestimación del trabajo como fuerza productiva calificada es un rasgo de ese falso desarrollismo sustentado en la expoliación de los recursos naturales y la sobrexplotación laboral. El problema de fondo es que si no se produce un cambio de rumbo en los medios y fines alentados para fomentar la economía nacional, en el mejoramiento de la situación laboral, en la capacitacion y en los acuerdos para la productividad, México seguirá expuesto a reditar estas tragedias, puesto que las relaciones sociales seguirán gobernadas por la ley del más fuerte, es decir, por aquellos favorecidos que a cambio de inversiones frescas pueden pasar por el ojo de la aguja gracias a su poder material, así como por las influencias que de ello se derivan que los convierten en privilegiados con derechos a salvo. Y superar eso ya se ve más difícil si, en contrapartida, no se organiza la fuerza colectiva de los trabajadores con el respaldo de la sociedad civil y las fuerzas democráticas y, por consiguiente, sin la adopción hegemónica de una política democrática orquestada en y por el Estado. Sin embargo, ya hemos visto cómo en las circunstancias concretas se desestiman los planteamientos del mejor sindicalismo para hacerle concesiones a un empresariado que poco tiene de emprendedor y sí bastante de fruta crecida en el invernadero oficial, tantas veces dispuesto a salvar de su intolerable ineficacia a los grandes nombres y familias que capitanean fortunas inmensas y abusan a cambio de la mediocridad general de la economía y en nombre de la competencia, el mercado y la libertad individual.
 
Ahora que se habla sin cesar de los pactos y las reformas que el país necesita habría que poner en relieve la urgencia de impedir que se eternizaran como algo natural estas formas de capitalismo salvaje, a las que me referí hace siete años, caracterizadas “por las leoninas explotaciones privadas de riquezas públicas; salarios minúsculos e indiferencia criminal hacia las condiciones de trabajo; contubernio estratégico entre los charros, los patrones y el gobierno para aumentar la productividad”. Nada ha cambiado para mejor, como lo denuncian los mineros. La reforma laboral aprobada protege al capital, aunque éste sea insaciable y todo le parezca poco. Pero no iremos muy lejos mientras no se articule una política coherente dirigida a redistribuir mejor la riqueza, teniendo como eje la búsqueda de un orden más equitativo, menos brutal y polarizado que el que ahora existe. De no hacerlo pronto y con perspectiva de futuro los pactos firmados pueden quedarse en las buenas intenciones.

Habrá quien diga que esas son ideas anacrónicas que no se corresponden con la necesidad de convertir a México en un país moderno, capitalista de pleno derecho, donde no quepan ya los prejuicios nacionales, por ejemplo, los contenidos en el artículo 27 constitucional. Pero la experiencia de las últimas décadas comprueba que la riqueza del país no depende sólo de los negocios en marcha de los grandes capitales sino de las condiciones de vida de sus ciudadanos. Y ese es el gran pendiente. A este respecto habría que recordarle a los quisquillosos miembros de los clubes empresariales que le rinden culto el ángel de las privatizaciones lo que decía en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, el presidente Roosevelt: hemos llegado, escribe, a la comprensión más clara de que la verdadera libertad individual no puede existir sin seguridad e independencia económicas. Los hombres necesitados no son libres. Las personas que tienen hambre, las personas que no tienen trabajo, son la materia prima de la que están hechas las dictaduras. Pero ya entonces, el autor de la II Carta de Derechos también temía la reac­ción derechista que sobrevino al restablecerse la paz.

Al cumplirse un aniversario más de la tragedia de Pasta de Conchos es evidente que México no saldrá de la profunda crisis que lo envuelve si lo que ocurre entre los que menos tienen, como reza el eufemismo, es pura palabrería o apuesta para blanquear la fachada democrática con el consenso pasivo de los votos. Honor a los mineros que desde el fondo de la tierra nos recuerdan qué somos y dónde estamos.

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