De cómo se instauró el neoliberalismo en Bolivia

Antonio Peredo Leigue


El 29 de Agosto de 1985, hace exactamente 25 años, se promulgó el decreto supremo 21060, que todos conocen en Bolivia. Fue la pauta de un modelo que, durante 20 años, nos dejó en condiciones de tal empobrecimiento que nos declararon País Pobre Altamente Endeudado (HIPC, por sus siglas en inglés). Las reglas, incluyendo el engaño, están inscritas en ese documento cuya autoría se disputaron los dirigentes de por lo menos tres partidos tradicionales.

Para los jóvenes de hoy, el 21060 es una mención muy genérica. No conocen los detalles ni saben el efecto que causó en el pueblo. Es más: en las escuelas, en historia sigue enseñándose que, en 1985, fue elegido presidente Víctor Paz Estenssoro y su gobierno detuvo la hiperinflación que sufría el país. Lo que oculta esa versión lo conocen todos los mayores, sin excepción. Pero, por supuesto, los hay quienes son detractores del proceso de cambio y hasta se atreven a alabar el modelo que se instauró en Bolivia entre 1985 y 2005.


La historia del 21060 comienza antes de su promulgación. Comienza en los errores que cometió el movimiento popular. No supimos valorar la fragilidad de ese cauteloso retorno a la democracia que llevó adelante el gobierno de Hernán Siles Zuazo. Le exigimos que solucione todos los problemas acumulados durante la larga historia de las dictaduras militares. Lo llevamos al límite con huelgas y paros, hasta dejarlo inerte. ¿Por qué fuimos tan implacables? Es evidente que, el gobierno del presidente Siles Zuazo, se debatió desde el primer día en un conflicto interno irresoluble que impidió planificar la reinstauración de la democracia y, paralelamente, la recuperación económica. La desdolarización fue una maniobra mal preparada y peor ejecutada, de la que se aprovecharon los oportunistas palaciegos y los banqueros. A partir de ahí, los paquetes económicos fueron mazazos en la cabeza de la población. Los precios se desbocaron hasta llegar a un punto en que no era posible prever lo que ocurriría al día siguiente.


Por castigar a ese gobierno, le abonamos el terreno al neoliberalismo. La última gran movilización popular, en marzo de 1985, fue el punto culminante de la crisis. Más de diez mil mineros llegaron a La Paz, gritando: “¡Fuera Siles!”. Llegados aquí, se dieron cuenta, y nosotros junto con ellos, que Siles Zuazo no era el enemigo. Era tarde; habíamos pasado el límite y lo que vino después fue irrevocable.


El proceso electoral de 1985, fue distinto a los anteriores. La campaña estuvo orquestada en función de los intereses de la empresa privada. La Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB) convocó a los candidatos que consideró apropiados, a presentar sus programas; algo así como un examen aprobatorio. Jaime Paz y el MIR protestaron por haber quedado excluidos y lograron ser incorporados a la lista. Los tres: ADN de Hugo Banzer, MNR con Paz Estenssoro y el reclamante MIR encabezado por Jaime Paz Zamora, dijeron lo mismo: hay que imponer el reajuste estructural, que es lo mismo que decir neoliberalismo. Finalmente, las elecciones se realizaron el 14 de julio y le dieron una votación mayor nada menos que al dictador Hugo Banzer, aunque no con suficiente porcentaje para proclamarse. Un resto de decoro motivó al MIR a optar, en el Parlamento, por Paz Estenssoro y el MNR.


El pueblo espectó, y solamente espectó, toda esa comedia sin intuir que, en los siguientes meses, se convertiría en tragedia. El 6 de agosto, Víctor Paz recibió la banda presidencial, después de todo el protocolo en el hemiciclo del Congreso, donde se escuchó una sardónica frase de Gonzalo Sánchez de Lozada. Dijo algo así como que los empresarios debían levantarle un monumento al Dr. Hernán Siles Zuazo, pues durante su periodo habían tenido más ganancias que en cualquier otro tiempo anterior. Ese mismo momento, el equipo que dirigía Jeffrey Sachs y que incluía a ilustres personajes como el propio Sánchez de Lozada y Guillermo Bedregal, estaba dando los últimos toques al decreto que se constituyó en puntal del gobierno. Tres semanas y dos días después, se lanzó el decreto conocido por su número: 21060.


La inflación había llevado al peso boliviano a un valor tan bajo, que se cotizaba en 1 millón 50 mil pesos por dólar, ese agosto de 1985. El salario de un día de trabajo podía depreciarse al punto de alcanzar para comprar una o dos unidades de pan al día siguiente. El reajuste detuvo ese proceso; hubo un gran alivio en toda la población. Aún no se sabía el alto costo que iba a tener esa medida.


El DS 21060, con sus 170 capítulos, impuso normas poco menos que dictatoriales en toda la vida pública y privada del pueblo boliviano. Teóricamente, éramos libres de caminar, hablar, comer, estudiar, dedicarnos a cualquier actividad. En la práctica, había que sujetarse a instrucciones precisas. No es una exageración y posiblemente se trataba de aplicar una economía de guerra para detener una inflación tan brutal. Pero el 21060 hizo que, el Estado boliviano, pasara de una concepción paternalista a otra radicalmente opuesta: el mercado salvaje, suponiendo que en alguna parte haya un mercado que no lo sea.


Aquella disposición impuso un régimen cambiario que permitió, a los empresarios, comerciantes y negociantes, tener dólares a precios establecidos por el Banco Central a través de lo que se conoció como Bolsín. Las reservas en oro pasaron a ser de libre disponibilidad y se prepararon condiciones para el cierre de la banca estatal. La libre importación y exportación dejó al pueblo a merced de un comercio que generó deformaciones que aún hoy no pueden resolverse, como el ingreso de autos usados y ropa vieja. La relocalización fue el engaño que permitió despedir a miles de trabajadores bajo el pretexto de la racionalización; a la vez, se vulneró la ley del trabajo, permitiendo la libre contratación, el empleo eventual de mano de obra y el establecimiento de un régimen salarial reducido al mínimo. Dejó en libertad a los comerciantes la fijación de precios y el régimen de abastecimiento.


El golpe brutal fue la relocalización. Se calcula que más de cien mil trabajadores fueron despedidos. Sus indemnizaciones fueron objeto de rapiña por oficinas de préstamo que ofrecían intereses muy altos, para cerrarse, cuando los dueños fugaban, en cuatro o seis meses. El gobierno poco investigó y, en los pocos casos que lo hizo, no hubo culpables.


Pero eso no fue lo único. El desmontamiento del aparato productivo del Estado fue fulminante: quedaron disueltas la vieja Corporación Boliviana de Fomento (CBF) y la nueva Empresa Nacional de Transportes (ENTA). La Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) y Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) fueron divididas en pequeñas empresas que se entregaron a los privados. De ahí en adelante, la privatización estaba en marcha. Cierto que, por la resistencia popular, la privatización tuvo que enmascararse en lo que se llamó capitalización, pero de hecho se entregó toda la riqueza del país a la voracidad de los capitales extranjeros incluyendo, por supuesto, la seguridad social.


De esa desintegración se está recuperando Bolivia. No es fácil, pero se está haciendo. Los errores que se cometen en el proceso de cambio son nuestros, las fallas también. Lo que no podemos perder de vista es que, los partidos tradicionales, destruyeron completamente este país. Veinticinco años después que iniciaron ese proceso, podemos volver a mirar, con confianza, el futuro.
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