Callejón sin salida

Luis Hernández Navarro
Con apenas unos cuantos días de diferencia, de Sonora a Oaxaca, del movimiento sindical a la lucha indígena, quedó claro que los espacios de reivindicación político-social en el país se cierran cada vez más. En Cananea, policías y esquiroles rompieron con lujo de violencia la huelga de los mineros. En la zona triqui, paramilitares priístas y gobierno oaxaqueño impidieron la llegada de la segunda caravana humanitaria a San Juan Copala.

Ambos hechos no son casos aislados. Son un patrón recurrente de trato por parte de las autoridades federales y estatales hacia los movimientos sociales que cuestionan las formas tradiciones de control gubernamental. En lugar de negociar las demandas de los sectores subalternos, los funcionarios públicos combinan el uso faccioso de la ley, la violación de derechos humanos, la designación arbitraria de “representantes” a modo, el “monopolio legítimo” de la fuerza y la violencia ilegal para doblegar a los sectores populares inconformes.

La violencia contra los grupos inconformes con la política gubernamental se ha extendido y generalizado. Lejos de ser un hecho excepcional, se ha convertido en una constante. Participan en ella el Ejército, la Policía Federal, policías locales, paramilitares, pistoleros, esquiroles y, según diversas denuncias, narcotraficantes.

No es exagerado afirmar que en distintas regiones del país han aparecido grupos paramilitares que actúan contra los movimientos antisistémicos. Integrados por campesinos o indígenas cercanos al gobierno, utilizan armas exclusivas del Ejército, portan uniformes (generalmente negros) y gozan de absoluta impunidad. Al menos, operan en Chiapas, Guerrero, Oaxaca y Michoacán. Son responsables de muertes, desapariciones, agresiones y amenazas contra disidentes políticos. (Véase el magnífico reporte especial “Contra los pueblos indígenas, la verdadera guerra del gobierno mexicano”, publicado en Ojarasca, Número 158, junio de 2010.)

En otras regiones, caciques, empresarios y políticos poderosos han echado mano de grupos de pistoleros y esquiroles, sea para tratar de romper huelgas o para amedrentar a luchadores sociales que se oponen –por ejemplo– a la minería a cielo abierto. Un caso, entre otros muchos: el pasado 27 de noviembre de 2009 fue asesinado en Chicomuselo, Chiapas, el líder social Mariano Abarca. Entre otros, fueron señaladas como sospechosas del crimen Ciro Roblero (trabajador de la minera trasnacional canadiense Blackfire, contra la que Abarca peleaba), Luis Antonio Flores Villatoro (Gerente de de Relaciones Públicas de Blackfire).
La Policía Federal ha estado presente en múltiples y variadas represiones a lo largo de los últimos años. Ha sido utilizada para ocupar las instalaciones de Luz y Fuerza del Centro y contra los trabajadores electricistas del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME); para desalojar las protestas de los maestros democráticos de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE); para desalojar de la mina de Pasta de Conchos a los familiares de las víctimas del “homicidio industrial” provocado por la negligencia del Grupo México, y para multitud de tareas de “disuasión”.

El Ejército patrulla Ayutla de los Libres, en Guerrero, detiene e interroga a indígenas sin tener facultad legal para hacerlo, y elementos suyos han violado a mujeres en resistencia. Lo mismo sucede en otras regiones del país, como la Huasteca.

No es exagerado decir que, paralelamente a la “guerra contra los drogas”, el gobierno federal y diversos gobiernos estatales de todos los signos políticos (el Partido de la Revolución Democrática incluido) han desatado una guerra contra el movimiento popular. Una guerra de la que no se escapa nadie del conjunto del mundo subalterno, aunque está concentrada, sobre todo, contra los pueblos indios. Una guerra que sufren los jóvenes de los barrios y colonias humildes, los trabajadores sindicalizados que reivindican la democracia gremial y la defensa de la soberanía nacional, los normalistas rurales que defienden la educación pública, los ciudadanos que protestan contra los abusos militares en los territorios de operación del combate al narcotráfico, y los promotores del ecologismo de los pobres que defienden bosques y aguas.

Con las puertas de la negociación cada vez más cerradas dentro del país, muchos de estos grupos han buscado que sus quejas se traten en los organismos internacionales multilaterales de defensa de los derechos humanos. Otros han recurrido a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Sin embargo, esos organismos no pueden suplir permanentemente a los espacios legales realmente existentes para la solución de las demandas, además de que sus tiempos y competencias son limitados.

La criminalización de la protesta social y el uso recurrente de la violencia gubernamental o paragubernamental contra la disidencia popular está colocando a muchos movimientos en un verdadero callejón sin salida. Que nadie se diga sorprendido si la paciencia se agota.
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