Se agota la prosperidad de los bancos de Estados Unidos
Bajo
el capitalismo nada dura por siempre. Las crisis económicas acontecen
una y otra vez. Las contradicciones del sistema no se resuelven, sólo se
trasladan de un sector a otro, de un país a otro; se trata, pues, de
una “crisis circular”, según las palabras del marxista
británico David Harvey. El Estado desempeña un papel clave, pues a la
vez que contribuye a generar las condiciones para la acumulación
capitalista, cuando estalla la crisis su intervención permite aliviar
los daños de las empresas y los bancos.
Si
bien públicamente los empresarios por lo general abogan por la libertad
absoluta del mercado, la verdad es que cuando están en problemas,
cuando están a punto de quebrar, son los primeros en pedir ayuda a sus
respectivos gobiernos.
Así se observa
en Estados Unidos, la principal potencia capitalista del planeta. A lo
largo de la década de 1990, las innovaciones financieras sirvieron para
generar la ilusión de que las crisis económicas ya no serían tan
dramáticas como antes. Colapsos de un tamaño similar a la Gran Depresión
de 1929 parecían superados.
Bajo la
perspectiva de los inversionistas bursátiles, la intervención
gubernamental debe ser muy limitada, de lo contrario se pueden generar
distorsiones en los precios de los títulos financieros. Sin embargo, esa
percepción cambió después de la bancarrota de Lehman Brothers, ya que
si por algo los demás bancos de inversión de Wall Street no se
desplomaron se debió precisamente a la agresiva intervención estatal.
Desde
entonces, JP Morgan Chase, Goldman Sachs, Morgan Stanley, Bank of
America, entre otros, son los consentidos del gobierno de Estados
Unidos. Cómo olvidar que en pleno desastre financiero global, a finales
de septiembre de 2008, Henry Paulson, quien en ese momento estaba a
cargo del Departamento del Tesoro, exigió a los congresistas de su país
la aprobación inmediata de un paquete de rescate por un monto de 700 mil
millones de dólares.
En un principio
los parlamentarios estadunidenses se resistieron, pero finalmente, con
algunos ligeros cambios, el proyecto se aprobó. Es así como cientos de
miles de millones de dólares de los contribuyentes estadunidenses se
destinaron a la adquisición de activos hipotecarios basura (subprime) para salvar a los bancos de la insolvencia.
Luego,
ya en diciembre de ese mismo año, Ben Bernanke, entonces presidente del
Sistema de la Reserva Federal (Fed, por su acrónimo en inglés),
disminuyó la tasa de interés de los fondos federales (federal funds rate)
a un nivel cercano a cero, y meses después puso en marcha un programa
de estímulos monetarios, también conocido con el nombre de Quantitative
Easing.
Sin embargo, el mercado
laboral sigue estancado, las inversiones empresariales masivas no
aparecen por ningún lado. La deuda pública se disparó: mientras que en
2006 era de 10.6 billones de dólares, ahora está por encima de los 18
billones de dólares. La deuda de las familias aunque ha disminuido un
poco, todavía se encuentra lejos de los niveles registrados antes de
2005. Es que los bancos utilizan sus capitales más para invertir en la
bolsa de valores de Nueva York y menos para otorgar crédito a las
actividades productivas.
Ahora la
prosperidad bancaria se agota. Las ganancias de los grandes bancos de
inversión van cuesta abajo, así se revela en sus reportes corporativos
del tercer trimestre del año en curso. A excepción de Wells Fargo y Bank
of America, el grueso de los bancos estadunidenses padeció la caída de
sus dividendos. Es que ante la incertidumbre global, los agentes
bursátiles se desprendieron de sus inversiones en los mercados
cambiarios, de bonos y de materias primas (commodities).
Antes
de agosto de 2015, cuando el índice Dow Jones –que aglutina a las
mayores empresas industriales de Estados Unidos– cayó en 1 mil puntos,
los mercados financieros parecían en calma. Como el producto interno
bruto (PIB) de la economía estadunidense crecía por encima de las
expectativas, y las políticas de austeridad se impusieron en Grecia
meses atrás, los agentes de inversión estaban en paz.
Por
el contario, las últimas semanas han puesto en evidencia que esa
tranquilidad es muy quebradiza. Una de las principales preocupaciones
mundiales es China. Si bien el gigante asiático conserva
niveles de acumulación de capital superiores a los que se observan en
los países industrializados, la desaceleración de su manufactura viene
golpeando severamente a los países emergentes, en especial a los
exportadores de materias primas (commodities).
En Estados Unidos el panorama continúa siendo muy gris.
El dato de crecimiento del PIB para el periodo comprendido entre julio y
septiembre es deprimente, una expansión de apenas 1.5 por ciento en
términos anuales. Lo mismo sucede con las cifras del mercado laboral.
Nada permite concluir que la recuperación del nivel de empleo sea sólida
y, mucho menos, sostenida. Lo que sí es evidente es que el nivel de
rentabilidad general se mantiene demasiado bajo, por eso los bancos
estadunidenses han visto disminuidas sus ganancias.
Es
imposible especular en los mercados de renta variable (acciones, bienes
raíces, materias primas, etcétera) y obtener altos ingresos de por
vida. Los bancos de inversión de Estados Unidos se encuentran en un impasse, ya que si bien resultaron muy beneficiados por las políticas económicas de los años recientes, su abundancia parece acabarse.
Ante
esa situación no hay duda de que van a presionar con todas sus fuerzas
para seguir recibiendo recursos extraordinarios y tratos especiales de
parte del gobierno de Estados Unidos. Buscarán sabotear cualquier
reforma financiera que pretenda poner un alto a su exuberancia. Por esa
razón es que cambiar el estado de cosas dependerá, en última instancia,
de la capacidad de resistencia de los de abajo.
*Economista egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México
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