Las guerras que vienen

lunes 19 de marzo de 2012

Manuel E. Yepe (especial para ARGENPRESS.info)

Los bochornosos y tristes desenlaces que para las fuerzas armadas de los Estados Unidos de América han tenido las guerras libradas por ese país luego del final de la segunda guerra mundial, debían haber conducido a la única superpotencia del mundo actual a buscar caminos de paz para intentar mantener su hegemonía global en el terreno de la economía y la política, como líder del capitalismo mundial. Así lo indicaría la lógica más simple.

Pero el asunto no es tan lógico, ni tan simple. Sencillamente porque, si bien las inocultables debacles en el terreno militar han llevado a la nación estadounidense -como entidad sociopolítica- a una situación de crisis económica por efecto de su astronómica deuda interna y externa incompatible con si liderazgo mundial, contradictoriamente, las guerras repercuten opulentamente en el complejo militar industrial y demás corporaciones que comúnmente se identifican como el poder real estadounidense.

Por increíble que parezca, siguiendo un patrón fundamentalista neoliberal capitalista, los resultados de las guerras imperialistas de Estados Unidos aportan resultados inversamente proporcionales al gobierno central (la nación y la ciudadanía) y a los consorcios que rigen la nación sin haber sido electos y representan apenas un uno por ciento de la ciudadanía.

Las mayores conflagraciones recientes, las de Vietnam, Irak y ahora Afganistán, han concluido con las fuerzas militares de Estados Unidos abandonando esos países agredidos “con el rabo entre las piernas” y el sabor amargo de haber sufrido muchos miles de bajas propias, mientras que los grandes consorcios se llenan los bolsillos como abastecedores de material bélico, combustibles, agua potable y vituallas a las fuerzas atacantes y, en la medida que la situación lo permita, a los atacados.

No es que hayan faltado los esfuerzos por hallar fórmulas para limitar o disimular las bajas propias. El uso de un número cada vez mayor de minorías e inmigrantes en los combates –promovidos o aceptados deliberadamente para ese fin- ha dado algún resultado, pero insuficiente.

La utilización de tecnologías que alejan a los militares propios del peligro de entrar en combates cuerpo a cuerpo así como los cohetes y bombas “inteligentes”, condujeron a los actuales drones o aviones no tripulados que se suponen capaces de infligir golpes y otras atrocidades impunemente a los defensores del país agredido.

Para diligencias de inteligencia, sabotaje, apoyo táctico u otra actividad que imprescindiblemente requiera presencia en el terreno, se generalizó el uso de mercenarios, eufemísticamente designados como contratistas. Mas recientemente, se está hablando de la utilización de “contratistas” extranjeros para evitar que ciudadanos estadounidenses asuman riesgos actuando como contratistas y sean capturados sin la protección de los tratados internacionales de trato a los prisioneros de guerra.

Una vez consumada la ocupación de un país, o una parte de ésta, comienza para las corporaciones el muy remunerativo negocio de abastecer a un mercado cautivo, sin competencia que acerque los precios al valor de las mercancías.

Luego vendrá (si llega) el fabuloso negocio de la reconstrucción de las ciudades en ruinas, casi sin infraestructura y con los servicios públicos mas elementales destruidos. Un cuadro dantesco para el gobierno local que tendrá que asumirla por las decenas de miles de civiles muertos, pero maravilloso escenario de oportunidades para las corporaciones llegadas en hombros de los ocupantes.

El gobierno invisible se ocupará de controlar que los medios fundamentales de información (mainstream media) cubran las espaldas de la Casa Blanca a fin de habilitarla para las nuevas guerras por venir. La prensa, la televisión, los libros, las películas, hablarán de retiradas estratégicas y no de humillantes derrotas de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Tal fue el caso en Vietnam y en Irak, y nadie duda que lo será en el corto plazo en Afganistán.

De cualquier manera, tendremos que acostumbrarnos a la idea de que las derrotas estadounidenses en las guerras que promueve Washington, no serán suficientes para lograr que el imperio deje de imponer a la humanidad, una tras otra, guerras devastadoras en cualquiera de los muchos oscuros rincones del Tercer Mundo de que hablaba George W. Bush.

Será necesaria una toma de conciencia del problema por la opinión pública mundial. En primer lugar la estadounidense, que ya ha comenzado a mostrar capacidad para identificar al verdadero criminal: ¡El famoso 1%!.

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