Sólo promesas, la “nueva era” en mina de Cananea
Con apoyo del gobierno, la empresa de Larrea ejerce férreo control en la zona. Marginan a los “enhuelgados”.
Arturo Cano, enviado
Publicado: 10/06/2013 07:55
Publicado: 10/06/2013 07:55
Cananea, Son. Una
“nueva era” anunciaron el gobierno de Felipe Calderón y el Grupo
México, del empresario Germán Larrea, después de que la Policía
Federal (PF) tomó la mina de cobre más grande del país. El primer
paso fue eliminar el histórico nombre de Minera de Cananea: la mina
fue rebautizada como Buenavista del Cobre.
“Al parecer cualquier
cosa que diga Cananea le duele al Grupo México, quiere que se
olvide, que se borre la historia”, comenta Victoriano Carrillo, un
minero que nunca pierde la sonrisa, encargado de gestionar la
atención médica para sus compañeros, luego que la empresa cerrara
el hospital que, por contrato, debía atender a los trabajadores y
sus familias.
La “nueva era” de
Cananea fue un rosario de promesas: una carretera de cuatro carriles,
un hospital, calles pavimentadas, becas y créditos, un futuro
luminoso. Tres años después, finalizado el gobierno de las
promesas, apenas hay unos cuantos kilómetros de asfalto, un
esqueleto que algún día será hospital, aunque ya no a cargo de la
empresa de Germán Larrea sino del gobierno, y un montón de
galerones donde se hacinan los nuevos trabajadores, muchos de ellos
“gente del sur” y libres ya –en su mayoría– del “pecado”
de ser sindicalizados. Pese a que buena parte de los casi 5 mil
empleados de Cananea son de fuera, ni los gobiernos federal ni
estatal y mucho menos la compañía han emprendido un programa de
construcción de viviendas.
Eso sí, hay dos nuevos
supermercados y dos casinos que no existían cuando la PF acabó, a
golpe de gas lacrimógeno, con la huelga de la sección 65 del
sindicato nacional minero, en junio de 2010.
La primera imagen de
Cananea no es de bonanza, sino de “seguridad”. Al llegar desde
Imuris, dan la bienvenida dos camiones y una camioneta del Servicio
de Protección Federal (SPF), dependiente de la Secretaría de
Gobernación. Ya han descendido, y se disponen a la formación, los
granaderos que abandonaron los uniformes con las siglas de la Policía
Federal (PF) con el cambio de gobierno.
A lo lejos aparecen dos
camiones amarillos, de los que transportan a los escolares en Estados
Unidos (la frontera está apenas a 20 kilómetros). No hay casas a la
vista, porque desde la incursión policiaca se bloquearon los accesos
ubicados dentro de la población.
Los autobuses pasan
frente a los 20 granaderos que ya empuñan sus escudos, aunque hace
mucho los sindicalistas no avientan una piedra.
Sobre una loma y junto a
una capilla, otros elementos, AR-15 en ristre, custodian la salida.
La escena se repite en otro de los accesos a la mina y lo mismo
ocurre en cada cambio de turno.
“Protección Federal”,
se lee en los vehículos y los uniformes. “Ahí está la seguridad
privada de Larrea”, señalan, con ironía, los mineros de la
sección 65.
“No entendemos por qué
el gobierno federal pone todo al servicio de una empresa privada,
cuando se supone que la policía debe ser para proteger a toda la
población”, añade el minero Clemente Félix Lara.
“Deja a Napoleón y
te arreglo todo”: Lozano
Sergio Tolano, secretario
general de la 65, recuerda que la llamada lo sorprendió, pero hoy
ríe al recordarla.
“Te está hablando el
ministro del Trabajo del Estado mexicano. Si dejas a Napoleón te voy
a solucionar todo el problema de Cananea”, dijo la voz del otro
lado.
Era Javier Lozano,
secretario del Trabajo de Felipe Calderón, ex priísta, ideólogo
panista y hoy senador de la República. Faltaban unos meses para la
toma de la mina por la Policía Federal, y Tolano pidió a Lozano
enviar la solicitud por escrito, pero no dirigida a él, sino al
secretario nacional del gremio, Napoleón Gómez Urrutia.
“No voy a mandar nada.
¿Crees que todos los días le hablo al secretario de una sección?”,
cortó el atildado funcionario.
Tolano apenas rebasa los
40 años, pero en los últimos tres se ha comido una década. De
oficio soldador, entró a trabajar a la Minera de Cananea hace 24
años y recorrió todos los escalones laborales y sindicales. Fue
electo secretario general un mes antes del inicio de la huelga.
De Tolano y otros mineros
que siguen de “guardia” sorprende sobre todo una cosa: su lealtad
al sindicato nacional y a Napoleón Gómez Urrutia.
Ni siquiera el espinoso
asunto del fideicomiso de 55 millones de dólares (cinco por ciento
del valor de venta de la mina en 1989), base de la acusación de los
gobiernos panistas contra Gómez Urrutia, es un tema que provoque
fisuras.
–El cinco por ciento se
nos entregó a muchos, y a los que no, fue porque llegó la
Procuraduría General de la República y nos congeló las cuentas,
incluyendo otras de la sección. En 1990 a mí me entregaron 80 mil
pesos –dice Tolano, y da por cerrado el tema.
La lealtad, según los
dirigentes de la 65, tiene bases muy firmes. Si rechazaron una y otra
vez la oferta de soluciones condicionadas a “dejar a Napoleón”,
fue no sólo porque Gómez Urrutia es el heredero del líder
histórico del gremio –su padre, del mismo nombre, lo encabezó
durante 40 años– sino también por razones que Tolano resume en
frases como las siguientes:
“Con Elías Moreno (el
dirigente reconocido por el gobierno panista durante algún tiempo)
perdimos el bono de productividad.
“A Fernando Gómez Mont
lo vi primero como apoderado legal de la empresa y luego como
funcionario del gobierno. Ahí está el problema: ¿Dónde terminaba
el Grupo México y dónde comenzaba la Secretaría de Gobernación?”.
Los enhuelgados
A las afueras de la sede
de la sección 65 todos los días hay decenas de hombres rudos, los
mineros que hacen sus “guardias”. Tras las presentaciones, rodean
a los visitantes. Los mineros que permanecen fieles a la 65 reciben
cada semana mil cien pesos, un apoyo que les entrega el sindicato
nacional pero que casi todos llaman “la ayuda del licenciado
Napoleón”. Es más de lo que ganarían en una maquiladora, pero
mucho menos de lo que estaban “acostumbrados” a recibir en la
mina.
Una de las consecuencias,
no por obvia menos dolorosa, es que los divorcios se multiplicaron.
“Las historias de sus matrimonios en muchos casos no son felices.
En Cananea rompieron el tejido social”, resalta Leopoldo Santos,
investigador de El Colegio de Sonora.
Se pregunta qué han
hecho para vivir y los mineros responden uno tras otro:
–¿Trabajar?
¿Sobrevivir? De lo que sea.
–Pero no nos dan nada
porque dicen que estamos enhuelgados.
–Yo trabajo en una
fundidora que le surte a la mina.
–Si tienes un apellido
que te identifique con el sindicato nomás no te dan trabajo.
–De barrendero, de
jardinero, de pintor, lavando carros, de lo que sea.
–El de la gasolinera
que pasamos es minero.
–Y ese taxista,
también.
–A los mayores de 50 no
nos dan jale en ninguna parte.
–Lo primero que nos
preguntan es dónde trabajamos antes. Si decimos que en la mina,
viene otra pregunta: “¿Ya te liquidaste?” Y si decimos que no,
pues nunca nos llaman.
La esperanza nunca es
vana, dice el clásico, pero en Cananea, tras siete años de huelga y
tres de la toma de la mina por la policía federal, la esperanza pasa
delante de las narices de los mineros a diario: cientos de vehículos
de las compañías contratistas entran y salen a toda hora.
La catarata de pequeñas
historias llega, inevitablemente, al tema de la seguridad en la mina:
–Nadie habla de los que
fallecen aquí por las fallas de seguridad en la mina.
–Se los llevan a otro
lado, los ocultan, no quieren que se sepa.
–Sólo sabemos de los
que son de aquí, porque no pueden ocultar a los muertitos o los
heridos cuando son de Cananea.
–Ahí está el caso de
Luis Martínez, que se electrocutó.
–Y Francisco Campas.
–Y Abel Aguilar.
La lista de Bambino
Los autobuses amarillos
llevan a los nuevos empleados a sus “hogares”: viejas bodegas o
barracas de lámina donde se hacinan en literas o se echan sobre
colchonetas, a la manera de los jornaleros en los campos de jitomate
de Sinaloa. La diferencia es que aquí no hay familias, son
únicamente hombres solos.
Algunas de esas
“viviendas” son propiedad, cuentan lugareños, de la familia del
alcalde Francisco Tarazón, un hombre joven a quien apodan Bambino.
Hace tres años, la
oficina que ocupa el alcalde era custodiada por granaderos enviados
por su compañero de partido, el gobernador Guillermo Padrés. En
estos días, en la plaza frente a la presidencia municipal sólo se
cubren del sol un par de desocupados y un bolero.
De cara a las primeras
preguntas, Bambino agradece que la “mentalidad” del Grupo México
haya cambiado con el conflicto, pues antes era “un poco más
cerrado en cuanto a los apoyos o nada más respaldaba a ciertos
sectores, hoy se abrió”.
Entonces comienza el
recuento de los beneficios: “Nos va a apoyar con el relleno
sanitario de la ciudad, con pavimentación; nos respalda con los
juegos de un parque infantil, con la rehabilitación del aeropuerto,
con una laguna de oxidación…”
Se pide al alcalde que
diga cuáles obras de su lista ya están entregadas o en curso.
Menciona dos: la cerca de la unidad deportiva y los módulos de
juegos en el parque DIF. “Pues hasta ahí”, subraya.
Las demás son
“proyectos” que él ha entregado y cuya ejecución dependerá de
la voluntad generosa de Germán Larrea.
Aunque no corresponde a
su ámbito de competencia, el alcalde menciona también el hospital
que, asegura, quedará concluido en febrero del año próximo. El
costo de la obra será de 142 millones de pesos, a tercios que ponen
la empresa y los gobiernos federal y estatal.
Pero ya no será un
nosocomio exclusivo para los mineros de Cananea y sus familias, como
el cerrado por Grupo México en mayo de 2008, sino un hospital
regional del sistema de salud del gobierno de Sonora (aunque el rey
de las promesas Lozano aseguró que sería del IMSS). Dicho en otras
palabras, Grupo México ya no correrá con los gastos médicos de sus
empleados, como establecía el contrato colectivo de trabajo (y dado
que ahora la gran mayoría no son empleados suyos sino de empresas
outsourcing, la minera tampoco pagará cuotas al Seguro
Social).
Hasta ahora, el hospital
es un esqueleto de metal a las afueras de la población. Al lado,
mucho más avanzada, está la obra de un “complejo recreativo”,
que según el alcalde tendrá salas de cine, tiendas y un boliche.
En tanto, el antiguo
hospital, El Ronquillo, es una clínica del seguro popular, que
cierra temprano y donde el mobiliario y los insumos son más que
raquíticos.
-Ya están construyendo
el hospital –se le recuerda a uno de los mineros.
–Uno de 30 camas, es lo
que teníamos en El Ronquillo. ¿Y luego sin medicamentos? De forma
injusta nos quitaron todo. La responsabilidad fue de Lozano. Fue
ilegal, una arbitrariedad –responde Ernesto Molina Álvarez, minero
retirado y dueño de un taller eléctrico donde alguna vez hubo cinco
empleados aunque hoy, a falta de clientela, el propietario atiende
solo.
Molina Álvarez recuerda
que al privatizarse la mina se hizo el compromiso de que los mineros
serían incorporados al régimen del Seguro Social y que, mientras
tanto, la empresa mantendría el servicio médico bajo su
responsabilidad. “Nunca se hizo, y ahora ni tenemos hospital ni
tenemos pensión del IMSS”.
A Molina y el resto de
los retirados les pegó más fuerte el cierre del hospital. “Grupo
México tiene un problema con los cananenses: quiere rematarnos”.
El gobierno de Sonora,
entonces encabezado por Eduardo Bours, ofreció a los trabajadores
los servicios de salud estatales. Eso sí, de entrada les dijeron que
ni soñaran con los medicamentos de marca que solían recibir.
Los primeros afectados
fueron 10 mineros retirados que recibían hemodiálisis. Luego
siguieron los enfermos de reumatismo.
“Hemos perdido una
cantidad horrorosa de compañeros, de esposas de mineros, porque nos
han cortado medicamentos indispensables”, recuerda Molina. Ni qué
hablar del resto de las promesas que el gobierno federal y la empresa
hicieron recién ocupada la mina por la policía: “En el show que
hicieron Javier Lozano y la empresa se comprometieron a muchas cosas,
pero nada”.
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