La mano extendida y el puño tras la espalda
Peña Nieto de gira en Tijuana.
Foto: Xinhua / Guillermo Arias
Foto: Xinhua / Guillermo Arias
El primer relato arrancó con una campaña de spots que sembraron a la conciencia colectiva de imágenes perfectas para nuestro tiempo. En especial aquel donde un atleta vestido de Peña Nieto –traje, corbata, mocasines y pelo negro–, emprende una carrera de parkour por edificios emblemáticos de la capital. México es ese atleta, nos dice en imágenes el spot: en efecto, nuestro avance no es un día de campo, requiere esfuerzo y audacia, conlleva peligros continuos, podemos caer, pero hete acá que nos hemos preparado, no atravesamos el Infierno ni estamos ciegos, lo podemos lograr y en el trance disfrutar la gloria de la emoción.
Luego, vino la toma de posesión, ordenada si se compara con la de hace seis años. Luego el discurso inaugural del presidente en Palacio Nacional. Un discurso que sorprendió por romper de tajo con la tradición priista de la retórica almidonada y sembrada de acertijos, y entró sin disculpas al lenguaje del materialismo del siglo XXI. Sin lemas, sin fugas a la filosofía, sin patrioterismos y otras cursilerías, enumeró 13 ejes de gobierno. 13 metas factibles. 13 intenciones ambiciosas. Mismas que esa semana habrían de publicarse en inserción pagada y a plana completa en The Economist.
Si este gobierno cumple con la mitad de esas intenciones, al final de su mandato podremos asegurar que la democracia mexicana se ha vuelto un atleta del parkour triunfante.
Y por fin al día siguiente, el Pacto. Un pacto entre los tres partidos grandes del país que no es sino el acuerdo de cuáles problemas deben y pueden resolverse desde el Estado y cómo. Un pacto no distinto al que es usual en Alemania cada que un nuevo Canciller toma el mando y necesita asegurar una mayoría en el Parlamento para cumplir un proyecto. Un pacto que sin embargo en nuestro país, por inédito hasta hoy, resultó deslumbrante y culminó el optimismo que toda la estrategia priista buscaba.
2. Y ahora el relato ominoso que acompañó paso a paso al primero.
Horas antes de la toma de posesión en el Congreso, en sus alrededores se paseaban unos tipos uniformados con camisetas negras y pantalones caquis. Y tubos y cadenas. Y un puño enguantado en cuero negro. Se paseaban ante los policías federales, que no los abordaban, que no se sorprendían de sus guantes de cuero negro, ni del uniforme, ni de las cadenas y tubos. Lo muestran los videos que circulan en la red. Un silencioso acuerdo reinaba entre policías y enguantados.
Mientras Peña Nieto se terciaba la banda presidencial y extendía la diestra limpia para jurar por la Patria, en las calles aledañas se había desatado el caos. La violencia. La confusión. Los policías subían a vehículos a personas que asistieron para repudiar al nuevo presidente o simplemente a pasear o, como en un caso, a bolear zapatos para hacerse de algún dinero.
Cinco horas más tarde un director de teatro con el cráneo reventado ingresaba a un cuarto de cirugía y un estudiante a un hospital, con un solo ojo, y 69 personas eran distribuidas en cárceles. Eso en la capital de la República. De las trifulcas simultáneas en otras ciudades del país carecemos de saldos.
Días después del Pacto deslumbrante, 56 de los detenidos eran liberados, por no haber cargos concretos contra ellos, y sí en muchos casos pruebas, videos en su mayoría, de que no habían transgredido la ley.
¿Y los señores del guante negro, las cadenas, los tubos, el uniforme paramilitar?
De ellos hasta ahora nada sabemos. Se desvanecieron como el humo. La autoridad no se refiere a ellos. Pero en ellos está la llave del enigma de nuestro momento histórico.
3. Se trata de dos relatos inconexos, nos pide la autoridad creer. La memoria de lo que fue el PRI del siglo pasado nos obliga sin embargo a la duda y ensombrece nuestro optimismo. Ese viejo PRI que sabía tan bien contar el relato de las dos manos. Una mano extendida en franca actitud de generosidad. La otra mano hecha puño en la espalda, para golpear si fuera necesario.
En 1968 los estudiantes quisieron aprovechar la notoriedad que daban a México las Olimpiadas para exhibir su descontento con el régimen autoritario y forzarlo a reformas. El 2 de octubre, en el mitin de la Plaza de las Tres Culturas, se diseminaron entre los estudiantes provocadores que llevaban un guante blanco en una mano. Hoy se cree que no sólo incitaron la trifulca que derivó en una matanza de estudiantes. Historiadores del hecho aseveran que también dispararon pistolas contra los inermes estudiantes.
En la ceremonia inaugural de las Olimpiadas Díaz Ordaz extendió su mano limpia al mundo mientras en las cárceles eran torturadas las víctimas de las manos enguantadas del PRI.
En 1972 el doble relato se repitió de forma más concentrada y más tramposa. El presidente Echeverría Álvarez lanzó su promesa de llevar a México al liderazgo latinoamericano mientras lanzaba entre los estudiantes que protestaban a Los Halcones, una fuerza paramilitar. Una semana después, Echeverría prometió él mismo guiar la investigación de los hechos hasta dar con los culpables, mientras los intelectuales sagrados del momento coreaban en sus columnas: “Echeverría o el fascismo”.
La mano extendida y limpia, la mano en puño enguantada tras la espalda.
4. ¿Estamos ante ese vieja estrategia de un gobierno que usa dos manos?
Hay una sola forma, una sola, sólo una, de disipar la humareda de versiones. La verdad.
No es creíble que las policías no hayan detenido a ni uno solo de esos tipos enguantados, a menos que supieran quiénes eran. No es creíble que en varias ciudades del país hubieran ocurrido trifulcas muy similares. No es creíble que a una semana de los hechos la Secretaría de Gobernación no sepa quiénes los contrataron, quiénes diseñaron su plan y quiénes les pagaron y ahora los ocultan.
Si la nebulosa se instala como respuesta, sabremos qué doble relato hemos de vivir en adelante.
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