Post grados universitarios: Entre el saber y el negocio

lunes 9 de enero de 2012

Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)

“Postgrados: el mejor camino para el éxito”, “¡Triunfe en la vida: obtenga su título de post grado!”, “No hay pretextos: no dejes de invertir en ti; la educación paga, y paga con creces”…, frases como estas hoy día no nos parecen raras. Al contrario: en tanto parte de una incuestionada cotidianeidad, son una invitación a darles el mayor crédito, a valorarlas, endiosarlas incluso. La lógica actual prácticamente obliga a quienes ya tienen un diploma de estudios terciarios a cursar estudios de post grado universitario para ingresar al mercado laboral (¿triunfar en la vida?).

Pero si leemos, por ejemplo, que “Los post grados deberán fomentar el pensamiento crítico, la conciencia reflexiva, la capacidad de movilización de cuerpos teóricos para el análisis de situaciones complejas, la argumentación y capacidad de debate fundamentados [por lo que es necesaria] una docencia que supere el nivel disciplinar y la visión teórico-academicista a favor de estrategias docentes problematizadoras que motivan y desarrollan capacidades para el fortalecimiento de las virtudes indagativas” (Raúl Zepeda et alia, “Diagnóstico de necesidades de formación de recurso humano a nivel de post grado”, Guatemala, 2008), ello, sin dudas, no será lo dominante en las estrategias de promoción mercadológicas habituales. O incluso, ni siquiera se lo mencionará.

¿Estrategias de promoción mercadológicas en el ámbito de la educación? Sí, así como suena, definitivamente. Cada vez más, en forma creciente, la cosmovisión que se impone en un mundo globalizado desde la lógica del capital hace de la educación dos cosas: 1) un fetiche, y 2) un redituable negocio.

“Las palabras ‘educación’ e ‘inversión’ van de la mano, pues se trata de destinar dinero en ti para mejorar como profesional y aportar lo mejor de tus conocimientos en tu centro laboral”: invocaciones por el estilo han pasado a ser moneda corriente, no se cuestionan. El prejuicio que anida allí hace de la educación la presunta vara mágica que podrá solucionar todos los problemas del mundo. La educación, de ese modo, es considerada como pasaporte sin más para un mejoramiento en la calidad de vida, pero siempre desde la óptica individualista. Si uno se prepara, si uno “invierte en sí mismo” –y los post grados serían el punto máximo en esa “inversión”– el “éxito” estaría asegurado esperándonos a la vuelta de la esquina.

Esta tendencia, presente desde siempre en el ideario de la libre empresa, se potenció a niveles inimaginables en las pasadas décadas de capitalismo salvaje sin anestesia (eufemísticamente llamado neoliberalismo), cuando cae la opción de una sociedad no-capitalista y se esfuman, al menos temporalmente, los sueños de justicia y equidad. Desde el triunfo casi absoluto del gran capital luego de la Guerra Fría, el catecismo en juego hace del individualismo la clave del “triunfo” en la vida. En ese sentido, la educación formal sería su instrumento por excelencia.

Existe allí, por supuesto, una visceral formulación ideológica, por lo que no hay que perder nunca de vista que con educación y sólo con ella no es posible el desarrollo. Estamos ante una falacia. Por el contrario, la educación es parte de un complejo conjunto de facetas. El desarrollo de un pueblo no pasa por salidas individuales, por “salvamentos” personales. Un graduado universitario con su título de post grado bajo el brazo (maestría, doctorado, hoy día ya también post doctorado) está en mejores condiciones para afrontar el mercado de trabajo que un analfabeto, o que alguien que apenas tiene un nivel medio; pero la historia con mayúscula, la de los pueblos o de los países, no se escribe en términos individuales. Por el “éxito” individual de un (o unos cuantos) graduado(s) con diploma de post gado, infinitamente muchos más no llegan ni cerca de un aula universitaria. Si pensamos en el desarrollo, la educación, sin restarle importancia por supuesto, va de la mano simultáneamente de otros aspectos: de la salud, de un crecimiento económico equitativo, de justicia social y respeto al medio ambiente, entre otros.

¿Qué significaría entonces “salvarse” en términos individuales con un título de maestría o doctorado en un mar de pobreza? La trampa ideológica es más que evidente. Argentina, por ejemplo, es uno de los países en Latinoamérica con mayor tasa de graduados universitarios; ¿de qué le sirvió ello ante la caída estrepitosa que se dio en su situación económica a partir de los planes neoliberales de las últimas décadas? Algunos universitarios se habrán podido reacomodar; otros marcharon al extranjero (“inversión” perdida para el país, obviamente), pero a nivel general el país experimentó un dramático cambio negativo en su composición social pese al alto nivel educativo de su población (para el momento de la entrada en vigencia de los planes de achicamiento del Estado se tenía casi un cero por ciento de analfabetismo). Otro tanto sucedió en los países de Europa del Este y de la ex Unión Soviética: el alto nivel educativo de sus poblaciones no impidió la catastrófica situación que se vivió con el paso al capitalismo.

Por todo ello puede decirse que la educación, por sí misma, no es la palanca mágica que saca de la pobreza. Tiene que darse una combinación de factores: ¿es posible “salvarse” con una maestría o un doctorado en un universo de pobres sin mayores salidas? Es más que evidente que la invocación en juego no tiene el más mínimo sentido crítico ni solidario: es un ramplón mandamiento clasemediero. ¿Salvarse de qué: de no ser un “triunfador”?

Además, para decirlo en clave de “éxito” empresarial, muchos de los íconos de “triunfadores” de la libre empresa de los últimos años, sin dudas endiosados, no terminaron nunca estudios universitarios, y mucho menos post grados –independientemente que ya famosos y en el pináculo de su gloria, se les concedieran doctorados honoris causa por razones más bien políticas–. Así, los magnates –por cierto sumamente exitosos vistos desde la lógica de acumulación del capital– Aristóteles Onassis, Bill Gates, Michael Dell, Steve Jobs, Mark Zuckerberg, no exhiben ningún diploma de universidad alguna.

En adición, mirando desde la antípoda del “lucro”, también puede decirse que numerosos intelectuales y pensadores dejaron huella indeleble sin título universitario y muy lejos de los post grados: Jorge Luis Borges, Ernest Hemingway, José Saramago, Nelson Mandela, Eduardo Galeano.

Por supuesto que todo ello no es una invocación a no estudiar, o no avanzar cada vez más en el conocimiento. ¡De ningún modo! Lo que sí resulta imperioso es situarse en una posición crítica ante lo que parece ser una ola que todo lo barre y no se cuestiona. Hoy pasó a ser un lugar común la quasi imperiosa necesidad de contar con post grados para poder ingresar en el mercado laboral si ya se tiene un diploma universitario de grado. Y ahí entra en juego el segundo elemento digno de destacarse: la educación, cada vez más en sintonía con el espíritu dominante (triunfo omnímodo de la ideología neoliberal individualista) pasó a ser un jugoso negocio.

En un mundo donde todo, absolutamente todo, puede devenir un bien comercializable (el conocimiento, la salud, el deporte, las energías, la religión, el sexo), ¿por qué no habría de serlo también la educación superior, los post grados? Con el fin de la Guerra Fría la idea de un Estado benefactor, un Estado que aún dentro de la lógica de mercado cumplía con su papel de satisfactor de algunas necesidades básicas, fue extinguiéndose. Por eso pudimos llegar al endiosamiento acrítico de la libre empresa y a la increíble (¿absurda, paradójica, ininteligible?) idea de “socialismo de mercado”, tal como preconiza hoy el gigante chino.

La educación superior y las funciones ligadas a ella (la investigación pura, la producción de conocimiento de vanguardia, la élite intelectual), de relativo bien social pasó a ser mercadería pura y descarnada. Hoy día, ya como tendencia global generalizada, los post grados son su expresión más elocuente: la universidad pública depende en forma creciente de la venta de sus servicios al mercado como una mercadería más, en tanto que los presupuestos estatales para el sector de post grado brillan por su ausencia. Se podría decir que en las universidades públicas, los post grados son su obligado sector privado. En las universidades privadas eso ni siquiera se discute.

En un primer momento, sin ingenuidad incluso, podríamos estar tentados de ver este avance fabuloso de los post grados como una buena noticia que hablaría del mejoramiento sustancial en la calidad educativa de las poblaciones: a mayor porcentaje de graduados post universitarios, mejores sociedades. Pero la ecuación no necesariamente funciona así. Se esconde allí otro mito ideológico, similar al que ve en la educación pura, o en la tecnología pura, supuestas llaves maestras para el presunto desarrollo. Algo así como, por ejemplo, el internet o cualquier tecnología de punta: “si se dispone de los prodigios técnicos de avanzada, el desarrollo viene por añadidura”. En esa lógica, entonces: “a mayor cantidad de maestros o doctores, sociedades más avanzadas, con mayor investigación, con más sentido crítico”. La evidencia empírica no lo demuestra. O hasta incluso puede ir en sentido contrario.

La explosión de post grados que vemos en estos últimos años (muchos de ellos –alrededor de un 20%– en línea, acorde a las posibilidades tecnológicas actuales) ha ido privatizando buena parte de los servicios de las universidades públicas con, en muchos casos, cuestionables niveles académicos (una maestría o un doctorado, por su solo título no forzosamente implica excelencia educativa). Esa explosión de graduados de post grados podría llevar a pensar en una feliz apertura y profundización de los saberes, un espíritu indagativo cada vez más acucioso; la experiencia demuestra que en muchos casos se cursan post grados casi como una “exigencia administrativa”: el mercado manda. El espíritu crítico y la excelencia académica no están asegurados con los diplomas.

Estamos, en todo caso, ante la privatización neoliberal que encontró allí un interesante nicho de mercado, inexplotado hasta la fecha. La casi obligatoriedad de post grados para cualquier profesional joven no implica un seguro mejoramiento en la investigación científico-técnica de un país ni en la calidad de los servicios que llega a las grandes masas de población. Y para todos aquellos que, con el esfuerzo del caso, logran terminar de pagar y graduarse en un post grado, no es cierto que con su recién obtenido título tengan asegurado un “futuro venturoso” por delante.

Valgan aquí las demoledoras palabras del mexicano Fernando Buen Abad Domínguez (en “El Capitalismo, su «Educación» y sus «Educadores»”): “La maquinaria “educativa” financiada por la burguesía, en todos sus niveles y extensiones, (y con excepciones honrosas) es una maquinaria de guerra ideológica empeñada en sistematizar, en las aulas, los modos y los medios para amaestrar personas, para inocular la ideología de la clase dominante disfrazada con “prestigio científico” y para hacer tragar a los pueblos la “dignidad culterana” de las más vergonzosas teorías pseudocientíficas, y los más bochornosos exorcismos al capitalismo. Diariamente un ejército de “educadores” serviles infesta los espacios “académicos” (públicos o privados) para hacer creer a los “estudiantes”, gracias a un salario mayormente mediocre, que el “saber”, autorizado por las oligarquías y sus instituciones, es la verdad revelada que los conducirá a un futuro de “bienestar” a cambio de entregar su cerebro con docilidad y servilismo. Espejismos del cuentapropismo académico parasitario y decadente. Y lo avalan con títulos de pre-grado, grado, post-grado… el fetichismo de los títulos académicos”.

Sin ningún lugar a dudas: bienvenido todo esfuerzo investigativo, toda profundización del conocimiento, cualquier espíritu de superación intelectual. Pero cuidado con las ilusiones y los espejitos de colores. La universidad tiene una misión histórica que cumplir, y no es precisamente la de “vender títulos-pasaporte al éxito”: la universidad, los universitarios, los científicos e intelectuales están llamados a ser la conciencia crítica de las sociedades. Si eso lo hemos olvidado en estos años de ultraliberalismo, no está de más recordarlo.

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