Militares estuvieron en una clínica privada de Iguala luego del ataque a normalistas
Protesta en la ciudad de Chilpancingo por la desaparición de los 43 normalistas de AyotzinapaFoto Reuters
Arturo Cano
Enviado
Periódico La Jornada
Martes 20 de enero de 2015, p. 4
Martes 20 de enero de 2015, p. 4
Iguala, Gro.
‘‘Cuando me dijeron que los militares venían, lo primero que me vino a
la mente fue Tlatlaya, así que les dije a los muchachos que corrieran a
esconderse. La mayoría corrió al segundo piso. Yo me escondí en un baño
que estaba al fondo; ahí me puse en cuclillas. Entonces comencé a
escuchar los gritos de los militares.’’Habla un profesor miembro de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (Ceteg) que sobrevivió al segundo ataque que sufrieron los normalistas de Ayotzinapa los días 26 y 27 de septiembre del año pasado.
Los balazos, recuerda, ‘‘deben haber durado apenas tres minutos’’. En medio del desconcierto vio a un muchacho herido y, con ayuda de otros jóvenes, lo tomó en brazos. Corrieron hacia el centro de la ciudad y se detuvieron a tres calles, porque se toparon con una clínica privada llamada Cristina. Tocaron. Les abrieron dos enfermeras que enseguida desaparecieron.
El profesor, a quien llamaremos José Luis, había llegado entrada la noche al sitio donde los policías municipales de Iguala dispararon contra los estudiantes de Ayotzinapa y es uno de los sobrevivientes de la segunda balacera, que se atribuye a sicarios del cártel Guerreros Unidos.
El maestro hizo varias llamadas desesperadas, la mayoría a algunos compañeros suyos. Logró que le enviaran un taxi, pero el chofer, al ver al herido, no los quiso llevar.
Se comunicó entonces con otro profesor que se había encargado de llevar al hospital a la maestra Fátima Bahena Peña, quien en la balacera recibió impactos en el tórax y en el pie derecho. El otro mentor le aseguró que iban al sitio, pero lo volvió a llamar poco después: ‘‘Nos vamos a seguir derecho, porque ya van los militares para allá’’, le dijo la agitada voz en el teléfono.
El pasado viernes, en el programa radiofónico Atando cabos, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, dijo que en el expediente del caso figuran las declaraciones de 26 elementos del 27 batallón de infantería, quienes acudieron al llamado de personal de la clínica, ‘‘porque refieren que hay personas armadas’’.
El titular de la SG explicó: ‘‘Cuando llega el Ejército a este lugar –y hay fotos, yo las vi–, debe haber unos 20 jóvenes en cuclillas, sentados en el piso, o un poco más. Entonces revisan el sanatorio. Y esto dicho por el propio director de la clínica. Entonces, ellos preguntan a los jóvenes en qué les ayudan, qué necesitan, y los jóvenes les dicen que se vayan, que no los requieren”.
Osorio Chong también aseguró que la ‘‘mayor de las acusaciones’’ que los jóvenes hicieron contra los militares fue ‘‘que los trataron mal en pedirles sus datos’’ y ‘‘que no les permitieron hacer llamadas’’ telefónicas.
‘‘Digan sus nombres verdaderos porque si no, no los van a hallar’’
El profesor José Luis, presente ese día en la
balacera y en la clínica, tiene otra versión. En cuanto entraron a la
clínica, los militares ordenaron a los muchachos, a gritos, que bajaran,
y los concentraron a todos, sin dejar de encañonarlos, en una suerte de
recepción cerca de la entrada.
‘‘Allá afuera hay dos muertos, y para mí que son de ustedes’’, dijo
el oficial a cargo. Los militares ordenaron a los muchachos levantarse
la camiseta, dejar carteras y celulares en una mesa de centro y, luego,
alzar los brazos.
‘‘Dos muchachos bajaron cargando en vilo al herido y lo
sentaron en un sillón. No podía hablar; nos escribía en el teléfono que
no podía respirar.’’
El herido era el normalista Édgar Andrés Vargas, originario de San Francisco del Mar, Oaxaca, a quien una bala le destrozó el maxilar superior y la base de la nariz. El oficial a cargo, cuyo rango José Luis no identificó, tomó la palabra:
–Lo que hicieron ustedes es un delito, se metieron a una propiedad privada, así que voy a llamar a la policía municipal para que se los lleve detenidos –les dijo.
–Oiga, oficial –intervino José Luis–, ¿cómo va a llamar a la policía municipal si ellos mismos fueron los que les dispararon a los muchachos?
–¿Cómo que fueron ellos?
–Sí, fueron ellos.
A esas horas, los cuerpos de dos normalistas yacían a tres cuadras de distancia, bajo la lluvia, sin que ninguna autoridad se apersonara.
En la clínica estaban 26 estudiantes, José Luis, y una docena de militares ‘‘que llegaron en dos camionetas’’. Una vez que los estudiantes dejaron sus pertenencias en la mesa, los soldados los interrogaron.
‘‘Digan sus nombres; no quiero mentiras, porque si no, no los van a encontrar’’, dijo el oficial.
–Yo vine a apoyarlos, porque les dispararon.
Desde el principio, José Luis suplicó al militar que pidiera una ambulancia para el muchacho herido.
‘‘Que ya la pedí, ¿qué no entiendes?’’, fue la respuesta a la tercera petición.
Todo el episodio, refiere el maestro, duró una media hora. En algún momento, el oficial salió y habló con sus subalternos a la entrada de la clínica. Cuando regresó, les dijo: ‘‘Aquí los vamos a dejar; la zona ya está asegurada, no les va a pasar nada’’.
Entonces, los militares condujeron a los normalistas a un pasillo, mientras dejaban a José Luis en la recepción.
‘‘Algunos se pusieron en cuclillas y otros se quedaron de pie. El oficial se puso a regañarlos: ‘¿Para eso los mandan sus papás a la escuela, para eso gastan?’’’
Cuando los militares salieron, llegó al lugar el dueño de la clínica, el médico Ricardo Herrera. ‘‘Tenemos un herido, por favor, véalo’’, dijo José Luis. ‘‘Sí, ya sé, allá afuera hay dos muertos, sin nadie que los atienda’’, dijo el galeno.
Tampoco él lo hizo: ‘‘El médico se acercó a mirarlo, vio la herida como a 30 centímetros de distancia y sólo dijo: ‘Híjole, cuate, sí te dieron duro, vas a necesitar cirugía’’’.
Alrededor de las 3:15 de la madrugada, José Luis consiguió otro taxi. Le pidió al normalista Omar García que sostuviera a su compañero con una playera en la boca, se subiera a la parte trasera del automóvil y no hablara. Consiguió, con engaños, que los llevaran al hospital: ‘‘Nos peleamos en un bar y a mi amigo le dieron con una botella en la boca’’.
Naturalmente, la ambulancia prometida por el oficial del Ejército nunca llegó.
Fuente
El herido era el normalista Édgar Andrés Vargas, originario de San Francisco del Mar, Oaxaca, a quien una bala le destrozó el maxilar superior y la base de la nariz. El oficial a cargo, cuyo rango José Luis no identificó, tomó la palabra:
–Lo que hicieron ustedes es un delito, se metieron a una propiedad privada, así que voy a llamar a la policía municipal para que se los lleve detenidos –les dijo.
–Oiga, oficial –intervino José Luis–, ¿cómo va a llamar a la policía municipal si ellos mismos fueron los que les dispararon a los muchachos?
–¿Cómo que fueron ellos?
–Sí, fueron ellos.
A esas horas, los cuerpos de dos normalistas yacían a tres cuadras de distancia, bajo la lluvia, sin que ninguna autoridad se apersonara.
En la clínica estaban 26 estudiantes, José Luis, y una docena de militares ‘‘que llegaron en dos camionetas’’. Una vez que los estudiantes dejaron sus pertenencias en la mesa, los soldados los interrogaron.
‘‘Digan sus nombres; no quiero mentiras, porque si no, no los van a encontrar’’, dijo el oficial.
‘‘¿Y eso les enseña a sus alumnos?’’
Cuando llegó su turno, José Luis dijo que es maestro.
–¿Y esto es lo que les enseña a sus alumnos?–Yo vine a apoyarlos, porque les dispararon.
Desde el principio, José Luis suplicó al militar que pidiera una ambulancia para el muchacho herido.
‘‘Que ya la pedí, ¿qué no entiendes?’’, fue la respuesta a la tercera petición.
Todo el episodio, refiere el maestro, duró una media hora. En algún momento, el oficial salió y habló con sus subalternos a la entrada de la clínica. Cuando regresó, les dijo: ‘‘Aquí los vamos a dejar; la zona ya está asegurada, no les va a pasar nada’’.
Entonces, los militares condujeron a los normalistas a un pasillo, mientras dejaban a José Luis en la recepción.
‘‘Algunos se pusieron en cuclillas y otros se quedaron de pie. El oficial se puso a regañarlos: ‘¿Para eso los mandan sus papás a la escuela, para eso gastan?’’’
Cuando los militares salieron, llegó al lugar el dueño de la clínica, el médico Ricardo Herrera. ‘‘Tenemos un herido, por favor, véalo’’, dijo José Luis. ‘‘Sí, ya sé, allá afuera hay dos muertos, sin nadie que los atienda’’, dijo el galeno.
Tampoco él lo hizo: ‘‘El médico se acercó a mirarlo, vio la herida como a 30 centímetros de distancia y sólo dijo: ‘Híjole, cuate, sí te dieron duro, vas a necesitar cirugía’’’.
Alrededor de las 3:15 de la madrugada, José Luis consiguió otro taxi. Le pidió al normalista Omar García que sostuviera a su compañero con una playera en la boca, se subiera a la parte trasera del automóvil y no hablara. Consiguió, con engaños, que los llevaran al hospital: ‘‘Nos peleamos en un bar y a mi amigo le dieron con una botella en la boca’’.
Naturalmente, la ambulancia prometida por el oficial del Ejército nunca llegó.
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