CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Desde hace
décadas distintos sectores han entendido y propuesto, primero
tímidamente y ahora con alarma y radicalidad, la necesidad de incorporar
a los proyectos de desarrollo sus implicaciones, costos y remediaciones
ambientales. No se trata de una moda o de un recurso para obtener
aportaciones financieras, títulos o premios, sino de una necesidad total
en un mundo en el que, constante y acumulativamente, se precariza el
entorno. Los desmentidos a las iniciales negativas sobre lo acontecido
en la capa de ozono, los gases invernadero, el calentamiento y acidez de
los mares, el derretimiento de los polos o la acumulación de basuras no
reciclables, son ya innegables. Las medidas propuestas para enfrentar
unos o todos esos problemas, se han ido señalando, algunos compromisos
se han establecido y ciertas metas delineado.
En el pasado reciente, en nuestro país se celebraron algunos
acuerdos, se emitieron diversas leyes y se realizaron varias acciones.
Por ejemplo, los protocolos internacionales más notables fueron
adoptados, se acordó transformar a limpia la producción de ciertas
energías y se generaron agencias u órganos que, a partir de cierta
especialización, buscaban regular y contender con los modos
tradicionales de hacer las cosas. Entre las intenciones y las realidades
se mantuvo un amplio vacío. Ni todas las normas se emitieron con
calidad, ni todos los órganos actuaron en consecuencia ni apartados de
los dramáticos niveles de corrupción e incapacidad que esta labor no se
merecía ni demandaba. Algo que, al menos en el discurso, era
consistente, así fuera tímida y desorganizadamente, era la genérica
aceptación del discurso que entendía que las cosas debían mirarse de una
manera distinta, en mucho, alineada a la magnitud global del problema
ecológico y a la dimensión internacional de las soluciones a tomar. En
los tiempos que corren, me temo, esta condición está cambiando o, al
menos, perdiendo relevancia.
Una de las características más fácilmente observables de la actual
administración es el carácter desarrollista de su modelo económico.
Tanto el presidente de la República como buena parte de los titulares de
los órganos administrativos que le están subordinados nos dejan ver con
frecuencia esa condición. Lo que para ellos importa es lograr
transformaciones económicas que generen desarrollo, incrementen la
riqueza y permitan una mayor y mejor distribución de los ingresos. En
ello nada habría de reprochable, siempre que los objetivos pudieran
realizarse en concordancia con otros, no pensados en los tiempos del
desarrollismo mismo, sino generados para reparar algunos de sus más
dañinos efectos. Por ejemplo, al hablarse de los grandes proyectos del
régimen, aquellos que por alguna razón le suponen sentido e identidad,
la variable medioambiental estuviera clara y rotundamente expresada y,
más importante aún, garantizada. Que al hablarse de Dos Bocas, no sólo
se señalaran, más allá de realidades, los volúmenes generables y sus
costos de producción, sino sus impactos medioambientales, las
posibilidades de prevenirlos y, más relevante, de paliarlos y
remediarlos. Que al hablarse de la cancelación de los contratos
energéticos o la postergación de instrumentos o rondas, se incorporara
la variable de los efectos que ello causará en el advenimiento de las
energías limpias. Lo preocupante con muchas de las propuestas que se
están haciendo y con muchos de los modos en que se están operando, tiene
que ver con la segmentación temática a que están sometidos. La
visibilidad de las afectaciones medioambientales del desarrollismo
actuante puede servirnos para comprender y resaltar las que, por motivos
muy semejantes, ya se están dando en otro ámbito, menos visible, más
precario e igualmente importante.
Muchos de los proyectos que quieren generarse y con independencia de
sus buenas intenciones, factibilidades y retornos, tienen que ver con
los indígenas, sus pueblos y comunidades. Respecto al Aeropuerto de
Santa Lucía, ellos han presentado ya sus demandas; en la ruta del
proyectado Tren Maya, hay quienes ya se miran como afectados; en Huesca,
ya se vieron así y ya lo expresaron; en las obras del Istmo y su
transoceanidad, seguramente habrá pronunciamientos, protestas y acciones
legales. Las mismas manifestaciones sociales y jurídicas son esperables
durante los años por venir, simplemente por el modo como las cosas se
están decidiendo y haciendo.
¿Qué hacer ante lo inminente de los reclamos de quienes, por su
condición indígena, pretenden ser tomados en cuenta en los proyectos
nacionales que pudieran llegar a afectarlos? Las respuestas posibles y
concentradas son dos. La primera y obvia, suponer que el desarrollo y
los que se piensan serán sus beneficios están por encima de
colectividades parciales, provoca que éstas, o de plano no tengan que
ser escuchadas o deban serlo sólo formalmente. Dicho de otra manera, que
así como sucede con el medioambiente, a lo indígena se le niegue
legitimación para oponerse a la marcha triunfal de lo que ya se está
haciendo a nombre y por el bien de todos. La segunda respuesta, al
parecer menos obvia, es asumir la posición que a los pueblos,
comunidades e indígenas en lo individual les reconoce el orden jurídico
nacional e internacional vigente. Como la primera posibilidad ya quedó
explicitada, veamos lo que implica la segunda.
Si bien es cierto que en la Constitución se otorga el derecho a la
consulta a los pueblos y comunidades indígenas (art. 2, B, frac. IX),
ello es sólo en relación con los planes Nacional de Desarrollo y los
estatales y municipales. La verdadera y general obligación proviene de
otras dos fuentes de derecho internacional, desde luego asumidas
soberanamente por el Estado mexicano. En primer término, el Convenio 169
de la Organización Internacional del Trabajo, relativo a los “Pueblos
Indígenas y Tribales en Países Independientes”, dispone dos cosas en su
artículo 6: una, que los gobiernos deben consultar a los pueblos
interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través
de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas
legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente; y
otra, que las consultas se efectúen de buena fe y de manera apropiada a
las circunstancias, con la finalidad de llegar a acuerdos o lograr
consentimientos acerca de las medidas propuestas. En el artículo 7 se
establece, a su vez, que los pueblos tienen el derecho de decidir sobre
sus propias prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo, en la
medida que afecte a sus vidas, creencias, instituciones y bienestar
espiritual y a las tierras que ocupan o utilizan.
En segundo lugar, la posición de los pueblos y comunidades indígenas
también se encuentra respaldada en el derecho de participación previsto
en el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Como no podría ser de otra manera, sobre el entendimiento que le ha dado
la Corte Interamericana al resolver los casos Pueblo Saramaka vs.
Surinam, Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador y Comunidad
Garífuna Triunfo de la Cruz vs. Honduras.
Adicionalmente y por las posibilidades litigiosas que previsiblemente
se abrirán en caso de que las consultas no se realicen o lo sean de un
modo indebido, conviene recordar que la Suprema Corte ha establecido
varios elementos acerca del modo como las mismas consultas indígenas
deben efectuarse: realizarse cuando esté decidiéndose acerca del plan o
proyecto de desarrollo y no cuando surja la necesidad de obtener la
aprobación de la comunidad sobre lo ya realizado y ejecutado; efectuarse
conforme a los métodos de decisión y condiciones de representación
propios de cada comunidad o pueblo interviniente; ser plenamente
informada sobre la naturaleza y consecuencias del proyecto, incluidos
los posibles riesgos ambientales, además de recabarse mediante un
consentimiento previo, libre e informado, con todo lo que ello
significa.
¿Qué implica todo lo anterior de manera real y presente? Digamos,
para tener un ejemplo concreto, respecto a la consulta indígena del Tren
Maya, dado el anuncio reciente del presidente de la República. ¿Qué
debería contener ese ejercicio para ser jurídicamente válido y
respetuoso del derecho humano a la consulta indígena? En primer lugar y
como base mínima de todo lo anterior, un proyecto acabado en todos los
aspectos concernientes: rutas, estaciones, afluentes, cargas, etc. Digo
acabado, porque no sería posible pensar en un gran plano o meras ideas,
pues ello no les daría oportunidad a los pueblos y comunidades indígenas
consultadas para dimensionar el impacto que las obras y servicios
resultantes habrían de tener sobre ellas. Con base en ese primer y
determinante requisito, habría de identificarse precisamente a las
comunidades indígenas (no agrarias) afectadas directamente. En primer
lugar, hay que resaltar que la Constitución delega el reconocimiento de
los pueblos y comunidades en las constituciones y leyes de los estados.
¿Son los reconocidos los únicos posibles afectados, o puede haber casos
de pueblos y comunidades no reconocidos, pero que reclamen
reconocimiento? En esta etapa también deben participar los órganos
especializados en materia indígena, de ahí que deba establecerse el
mecanismo para determinar a los afectados.
Una vez señalados en abstracto a tales pueblos y comunidades
indígenas, lo procedente sería identificar a sus representantes,
conforme a sus propios usos y costumbres. Este paso es especialmente
delicado, pues sería un error suponer que tales entes son un mero
traslape de las autoridades municipales, aun siendo reconocidos por las
constituciones de los estados e integrados por esos mismos usos y
costumbres, cuando en realidad y conforme a sus propias normas
comunitarias, tienen sus propias especificidades, siendo la máxima
autoridad de la comunidad la asamblea comunitaria y no el cabildo.
Adicionalmente, no hay que desconocer la posibilidad de que dentro de
las propias comunidades esto no sea pacífico, que existan conflictos
hacia adentro de la propia comunidad, lo que haría aún más difícil la
identificación de sus representantes.
Hasta este punto, las identificaciones realizadas son meros pasos
previos, instrumentales por decirlo así, a la consulta misma, si bien
determinantes de su validez jurídica y política. La materialidad
comienza en este momento. Sencillamente porque a cada una de las
representaciones comunitarias, o a las comunidades mismas cuando así sea
el proceso decisorio interno, deberán ponerse a su consideración el
proyecto ferroviario y sus efectos. Recordemos que la consulta debe ser
de buena fe, lo que implica no escamotear la información, no realizar
presiones indebidas ni tratar de obtener el resultado a como dé lugar.
Recordemos también que el ejercicio debe ser informado, lo que implica
exponer con claridad y sin trucos los distintos elementos que componen
el proyecto y, me parece que como carga para la autoridad expositora,
los efectos que para cada pueblo o comunidad pueda acarrear.
Supongamos que, hasta la etapa expositiva que llevo señalada, todo ha
ocurrido con total apego a las normas jurídicas que deben regir los
procedimientos de consulta. De haberlo sido así, se abriría la que tal
vez sea una de sus partes más importantes: aquella que tiene que ver con
la incorporación de las distintas posiciones comunitarias al proyecto
consultado, en una amplia fase de negociación, que permita la
participación efectiva. Para comprender la implicación, supongamos que
una o varias comunidades o pueblos presentan objeciones acerca del
proyecto en lo que a ellas concierne. Si bien las soluciones posibles
que de inmediato se nos presentan pueden ser acatar o no lo planteado,
las condiciones jurídicas generan una respuesta más compleja. El citado
Convenio 169 obliga al Estado mexicano a llegar a acuerdos o lograr
consentimientos acerca de las medidas propuestas. Es decir, si el
proceso de consulta no alcanza a incorporar las posiciones consideradas
necesarias por parte de los pueblos y comunidades consultados, el
proyecto se encontraría con un grave obstáculo para su implementación,
dado que la consulta no se agota en sí misma, ni su observancia es
discrecional para las autoridades del Estado, sino que su finalidad es
llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas
propuestas. Es importante subrayar que el derecho sustantivo detrás de
la consulta, conforme al artículo 7.1 del Convenio es: “Decidir sus
propias prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo, en la
medida en que éste afecte a sus vidas, creencias, instituciones y
bienestar espiritual y a las tierras que ocupan o utilizan de alguna
manera, y de controlar, en la medida de lo posible, su propio desarrollo
económico, social y cultural”.
Las consultas indígenas son, desde luego, complejas. Sin embargo, al
carecer de un procedimiento reglado, en ausencia de una ley de la
materia para lograr conciliar los intereses de los pueblos y las
comunidades indígenas, que por razones históricas han sido incorporadas a
los procesos nacionales, el tema se dificulta aún más, como es evidente
de los problemas presentados, ya que los procedimientos establecidos
internacional y nacionalmente no son suficientes para hacerles frente.
Cuando el derecho ordena que para desarrollar un proyecto deben ser
consultadas, no hay otra opción que hacerlo. Ignorar este mandato
significaría tanto como desplazar una conquista importantísima de esos
colectivos en aras de una visión centralista, paternalista o
desarrollista.
Si, como tantas veces se ha dicho, lo que importa es el bienestar de
las personas y éste, se repite con frecuencia, no sólo puede ser
material, consultar a los afectados acerca de lo que quiere hacerse con
ellos es el mejor camino para ser consecuente con lo que se afirma.
Además, por cierto, de respetar el orden jurídico en cuyo cumplimiento
todos deberíamos estar interesados. En el caso concreto, para proteger a
quienes menos tienen y a quienes han sido más lastimados social,
económica y políticamente.
@JRCossio
Este ensayo se publicó el 24 de noviembre de 2019 en la edición 2247 de la revista Proceso
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