Violencia, casinos y estrategias

Editorial del Periódico La Jornada
30-08-2011

Al analizar el problema de la creciente violencia delictiva en nuestro país, el rector de la UNAM, José Narro, señaló que es necesario erradicar de la sociedad miedo, frustración y desaliento, y llamó a buscar una unidad nacional basada en la confianza y la certeza en el rumbo. En el mismo foro, organizado por la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, el juez español Baltasar Garzón se refirió a la educación como una de las formas fundamentales de enfrentar el problema de la violencia, y agregó que las acciones gubernamentales en el combate a la delincuencia deben llevarse a cabo con pleno respeto al estado de derecho y a las garantías individuales.

Por su parte, el ex alcalde de Palermo Leoluca Orlando, también presente en el encuentro, destacó que cuando las autoridades son incapaces de garantizar la seguridad de los ciudadanos, éstos recurren a las mafias, las cuales les ofrecen "una seguridad perversa", y se refirió a la pertinencia de impulsar un cambio cultural a fin de robustecer la cultura cívica.

La reunión tiene como telón de fondo las secuelas del ataque criminal contra el casino Royale, perpetrado el jueves, que dejó un saldo de 52 muertos: la captura de cinco de los presuntos responsables del atentado, anunciada por las autoridades de Nuevo León; el despliegue en Monterrey de miles de efectivos policiales y militares con decenas de vehículos, las manifestaciones de exasperación de la sociedad regiomontana y la confusión generalizada sobre la identidad de los verdaderos propietarios del establecimiento incendiado, así como sobre las irregularidades y omisiones que se tradujeron en salidas de emergencia clausuradas.

La polémica ha alcanzado el tema de los casinos en general, así como el del impulso a ese giro –que es señalado como instrumento común para lavar dinero de la delincuencia organizada– que el gobierno federal le dio el sexenio pasado.

Tanto el titular del Ejecutivo federal como Francisco Blake Mora, secretario de Gobernación, negaron que los despliegues de fuerza pública provoquen o agraven la violencia, y en términos muy similares aseguraron que la presencia masiva de soldados y policías en espacios públicos es consecuencia de la violencia que se vive en ellos.

El aserto es discutible si se toma en cuenta el elevado número de abusos contra la población civil que han sido reportados desde que la actual administración lanzó, a finales de 2006, una guerra supuestamente orientada a combatir a la criminalidad organizada, aunque diversos analistas señalaron en ese momento que se trataba más bien de una estratagema orientada a ganar popularidad y legitimidad para un gobierno que carecía de ambas.

En los años siguientes se vinculó la inclinación del gobernante en turno por las medidas de fuerza militar y policial con los amagos de autoritarismo presentes en proyectos de reformas legales, así como la cerrazón política característica del gobierno calderonista.

Es claro que numerosas personalidades –desde la solidez de lo expuesto ayer en la Cámara de Diputados hasta las ocurrencias del ex presidente Vicente Fox, quien llamó a gestionar una tregua con los delincuentes y a otorgarles amistía, como forma de parar la violencia– han realizado, en estos años, propuestas abundantes y diversas para enfrentar la inseguridad y combatir a la delincuencia con métodos más inteligentes y fructíferos que los empleados hasta ahora por las autoridades federales.

El gobierno falta a la verdad cuando se queja de que todos critican, pero nadie propone alternativas. Otra cosa es que el equipo de gobierno carezca de voluntad e interés para escuchar el gran debate nacional e internacional que se desarrolla en el momento actual en torno a las vías para hacer frente al consumo, trasiego y producción de sustancias sicotrópicas ilícitas, y que siga empleando el recurso inútil de desplazar miles de efectivos militares a las zonas en las que ocurren actos de violencia particularmente atroces.

Tales desplazamientos son seguramente espectaculares, además de caros, pero ello no implica que sean capaces de alterar en forma significativa ni duradera el enorme poder de que disfrutan los estamentos del crimen organizado en las regiones en las que se asientan y a las cuales controlan. Acaban, por norma, empeorando la situación de los ciudadanos y agregándole factores adicionales de zozobra y atropello, como bien lo saben los habitantes de Ciudad Juárez, Chihuahua. ¿Es necesario esperar a que lo constaten los regiomontanos?

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