La trampa de la seguridad privada
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“Nos regalan miedo para vendernos seguridad”, es la consigna en pancartas de América Latina. Y es que en toda la región se instaura un modelo de seguridad basado en la desconfianza entre los seres humanos y en el que sólo el dinero garantiza la protección de las familias. Así, se desechan políticas públicas que permitan el encuentro amigable, la interculturalidad y el cumplimiento de los derechos humanos
En
países de Latinoamérica y el Caribe, con diferencias sociales y
culturales abundantes, con discriminación y brechas abismales entre
ricos y pobres, la industria de la seguridad (que prolifera en el mundo,
en especial luego del estallido de las Torres Gemelas en Nueva York en
2001) tiene asegurado su negocio en la protección de las viviendas, sin
que nadie se atreva a cuestionarlo. Esta industria traspasa ideologías y
creencias.
En
lugar de trazarse políticas públicas que permitan el encuentro
amigable, la interculturalidad, el cumplimiento de los derechos humanos,
de los servicios básicos para la población en su conjunto y en equidad
de condiciones, se avalan los principios de la industria de la
seguridad, basados exclusivamente en el interés monetario. Si no se
cuenta con dinero para adquirir alarmas, cercas eléctricas, cámaras, o
no se puede pagar a guardias privados, las empresas de seguridad no
moverán ni un dedo para proteger a nadie.
Esto
es un indicador de la desintegración gradual en las relaciones humanas y
sociales. En el esquema de empresas privadas dedicadas a brindar
“seguridad”, se pone énfasis en la realidad –no menos cruel– de la
violencia y la delincuencia y se apunta, no a terminar con esos males
sino a hacerles frente mediante servicios y tecnologías accesibles solo a
un grupo de población pudiente. El resto de las personas quedan
desamparadas porque los distintos estados no logran, con sus políticas
públicas, garantizar al ciento por ciento la seguridad ciudadana en
general ni de las viviendas en particular.
Por
su parte, el creciente consumismo hace que la posesión de bienes
materiales requiera de una mayor necesidad de asegurarlos. Al ser
“privado” el consumismo, también quienes lo resguardan pertenecen al
ámbito de lo privado. El Estado solo podrá asegurar hasta un límite,
desde estamentos como las policías nacionales y
locales. Por tanto, la “ausencia de peligro o riesgo” y la “sensación
de total confianza” frente a algo o alguien, que implica la palabra
seguridad –conforme con el diccionario–, dependerán, en la lógica
consumista, de lo que ofrecen las empresas de seguridad y vigilancia.
Como corolario: si el Estado no cuida los bienes, deberán hacerlo las
empresas privadas.
El miedo y también el individualismo, propios de los sistemas económicos
inequitativos, son elementos que amparan a tales empresas, las cuales
responden a un imaginario donde el otro y los otros son peligrosos, y
estas empresas son las garantes de la tranquilidad y seguridad de los
usuarios.
Mientras las maneras de
concebir la vivienda se acercan más al modelo de las grandes ciudades
del primer mundo, más necesaria se torna la contratación de los
diferentes servicios privados. De igual manera, mientras más
individualismo se genere en el vecindario o barrio, más muros, cercas
eléctricas, cámaras y alarmas se encuentran.
El
proyecto de seguridad privada no compagina con la idea de organización
comunitaria ni de sociedades con sentidos de convivencia y solidaridad,
donde sí se requiere del otro, del vecino, para garantizar la confianza
en el entorno y la seguridad. Lo privado se sostiene en la sospecha del
otro, quien por diferente y extraño resultará “peligroso”. Así, en las
distintas ciudades es posible encontrar, en un mismo sector, viviendas
tipo mansión, resguardadas como si fuesen cárceles, que contrastan con
casas más sencillas.
Por su parte, el
creciente consumismo hace que la posesión de bienes materiales requiera
de una mayor necesidad de asegurarlos. Al ser “privado” el consumismo,
también quienes lo resguardan pertenecen al ámbito de lo privado. El
Estado solo podrá asegurar hasta un límite, desde estamentos como las
policías nacionales y locales. Por tanto, la “ausencia de peligro o
riesgo” y la “sensación de total confianza” frente a algo o alguien, que
implica la palabra seguridad –conforme con el diccionario–, dependerán,
en la lógica consumista, de lo que ofrecen las empresas de seguridad y
vigilancia. Como corolario: si el Estado no cuida los bienes, deberán
hacerlo las empresas privadas.
El
miedo y también el individualismo, propios de los sistemas económicos
inequitativos, son elementos que amparan a tales empresas, las cuales
responden a un imaginario donde el otro y los otros son peligrosos, y
estas empresas son las garantes de la tranquilidad y seguridad de los
usuarios.
Lo curioso es que, aun
cuando los guardias y los dueños de las empresas de seguridad sean
prácticamente “unos desconocidos”, son los depositarios de la seguridad
de la vivienda. Se prefiere confiar en lo que ofrece la empresa y no en
el apoyo que pudiera brindar un vecino o vecina en caso de emergencia.
En un gran número de países, a esto se agrega un dato que raya en lo
irónico: los guardias, por ejemplo, que hacen servicio de vigilancia en
edificios, departamentos, urbanizaciones, complejos, viviendas en
general, provienen de clases sociales bajas, barrios periféricos o más
“pobres” y discriminados en diferentes niveles.
Contar
con todos los avances tecnológicos en seguridad en una vivienda
responde por una parte al problema real de la violencia y delincuencia,
pero de otro lado también tiene relación con el mantener un estatus
privilegiado dentro de la sociedad. Al menos, privilegiado en cuanto al
poder adquisitivo, porque si se lo ve desde el lado filosófico, más
privilegio es una sociedad con sentido comunitario, que se apoya y se
solidariza. Y si bien la seguridad
es imprescindible en todo sentido, en Latinoamérica deviene un elemento
más que evidencia la discriminación, la injusticia, la explotación.
Las
políticas sociales deberían por tanto apuntar al diálogo social, a la
convivencia armónica y pacífica entre vecinos, en lugar de dejar que el
miedo al otro y a los otros prime. Tales políticas no deberían dirigirse
tan sólo a preservar a la población de peligros o riesgos sino, sobre
todo, a resolver los grados de desconfianza hacia otro ser humano,
creados por las inequidades existentes, que además son un factor que
incide en el despunte de la delincuencia y la violencia.
A
las empresas de seguridad no les interesa que esto se resuelva; por el
contrario, van a enfatizar y sobredimensionar los temas de peligro y
riesgo, a través de publicidad en medios y redes sociales. Con ello, la
sociedad se contagia con la idea del miedo. Un miedo ligado al
individualismo de las clases sociales más pudientes que se ve reflejado
en la contratación de sistemas de seguridad privados, individualistas.
Pero
este tipo de seguridad es una trampa, ya que divide en lugar de unir. A
la larga, muchas personas y familias se vuelven esclavas de las
empresas de seguridad, del miedo, del individualismo, de lo privado, con
lo cual, los principios de convivencia comunitaria y solidaria tienden a
perderse, por igual la salud mental, emocional, espiritual.
María Eugenia Paz y Miño*/Prensa Latina
*Escritora y antropóloga ecuatoriana
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: SOCIAL]
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