Adiós al neoliberalismo (Artículo)

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El neoliberalismo mexicano sufrió una derrota decisiva el 1 de julio de 2018, con la victoria de AMLO (...) La nueva dirección del Estado mexicano debe poner el interés de la mayoría por encima del de las empresas, escribe Carlos Herrera de la Fuente.
(Foto: Saúl López / Cuartoscuro)
Por Carlos Herrera de la Fuente[1]
Uno de los mitos centrales de la ideología neoliberal es aquél que sostiene que el Estado no debe intervenir en la economía para que ésta funcione adecuadamente. El Estado interventor, reza el mito neoliberal, es el mayor obstáculo para un desarrollo “libre” de las fuerzas del mercado y, por lo tanto, de un desenvolvimiento equilibrado de la economía y la sociedad en su conjunto. Este mito, sin embargo –como todo mito–, adolece de dos falencias centrales: ni existe, en ninguna circunstancia, una “libertad” económica en el capitalismo contemporáneo ni el Estado ha dejado de intervenir decididamente en las economías neoliberales.
La economía contemporánea tiene como agentes centrales de su funcionamiento normalizado a monopolios o cuasimonopolios que acaparan la totalidad de sectores de la producción, distribución y consumo, y que, por lo tanto, impiden una libre competencia a nivel global (la cual, en los hechos, nunca ha existido históricamente). Por otro lado, el funcionamiento del neoliberalismo sólo se ha podido instaurar gracias a Estados de corte autoritario, que, como la dictadura chilena de Pinochet, el gobierno conservador de Margaret Thatcher y el régimen antidemocrático del priismo salinista, pudieron imponer, a base de una represión sangrienta contra opositores al sistema, una serie de reformes antipopulares que, en el fondo, sólo beneficiaba a las élites económicas, de corte monopólico.
El neoliberalismo mexicano, que el 1 de julio de 2018, con la victoria de Andrés Manuel López Obrador, sufrió una derrota decisiva, contó desde el comienzo con un apoyo fundamental del Estado, quien, en todo momento, actuó para beneficiar a la élite empresarial del país. Los primeros perjudicados, por supuesto, fueron la clase obrera y los sectores populares. Con el llamado Pacto de estabilidad y crecimiento económico (1988), el gobierno de Miguel de la Madrid encontró una fórmula para reprimir el crecimiento salarial y ajustarlo a las necesidades de los patrones en su desesperada búsqueda por incrementar sus ganancias.
Más tarde, durante el gobierno ilegítimo de Salinas de Gortari, el Estado interventor neoliberal (como debería ser conocido) actuó descaradamente con la finalidad de entregar a los grupos de la élite económica, a través de privatizaciones, empresas estatales, tierras y recursos naturales, para que fueran ellos los que se beneficiaran del “achicamiento del Estado”. Para ello fue necesario desplegar toda una serie de acciones jurídico-políticas que derivaron, finalmente, en la reforma al artículo 27 constitucional, gracias a la cual se posibilitó la enajenación de los ejidos, la formación de latifundios y el acaparamiento desvergonzado de recursos de la nación. Junto a ello, a través de una política de desinversión y abandono, el Estado se encargó desvalorizar las empresas paraestatales y las tierras y recursos que poseía con la finalidad de venderlos al sector privado a precios auténticamente risibles, haciéndole un doble favor a la clase empresarial, tanto nacional como extranjera. Este fenómeno, propio de los regímenes neoliberales, ha sido nombrado por el geógrafo y economista canadiense, David Harvey, “acumulación por desposesión”.
Mientras más avanzaba la imposición del neoliberalismo en México y su política de despojo y privatizaciones, no sin provocar una seria oposición de los grupos perjudicados (como sucedió en 1988, con la campaña cardenista, a la cual sólo se pudo vencer por medio de un fraude mayúsculo, o posteriormente, con el levantamiento zapatista de 1994), más decididamente se iba convirtiendo el Estado mexicano en un agente al servicio de los grupos empresariales, a los cuales no les interesaba promover un desarrollo nacional integral, con cadenas industriales regionales y un mercado interno sólido, sino ajustarlo a su lógica de enriquecimiento vinculada a la economía global, especialmente a la estadounidense, que representaba el mercado más atractivo, por su cercanía y su importancia, para hacer negocios.
El TLCAN fue la forma en la que el Estado interventor neoliberal intentó crear una red externa que asegurara a la élite nacional, en formación y crecimiento, un acceso directo a las mercancías norteamericanas, así como la posibilidad de colocar las propias en dicha economía. Y si bien se logró dar dinamismo a determinadas empresas (principalmente agroexportadoras, de bienes intermedios y manufactureras), lo cierto es que ello se hizo a un altísimo costo que implicó la destrucción del campo mexicano (productor masivo de desempleados, migrantes y narcotraficantes), la desestructuración de las cadenas industriales y el mercado interno, y la absoluta dependencia de la economía estadounidense.
En su afán por defender y consolidar a la élite económica nacional, representada por 50 o 70 familias concentradoras de la mayor parte de la riqueza del país, así como de asegurar la inversión extranjera, el Estado interventor neoliberal se ocupó sistemáticamente de exentar a las empresas de impuestos, modificar la ley a su beneficio, regalarles tierras y recursos, rescatarlas cuando estuvieran en quiebra y reprimir violentamente a los movimientos sociales y políticos que se opusieran a la existencia perjudicial de ésta o aquella empresa, o de ésta o aquella inversión. Los casos más sonados de rescates económicos por parte del Estado fueron el Fobaproa, que asumió, con recursos de todos los mexicanos, las deudas multimillonarias de una banca irresponsable, que más tarde sería entregada, prácticamente en su totalidad, a grupos financieros extranjeros, y el rescate carretero, llevado a cabo porque las empresas implicadas (principalmente, Ica, Tribasa y Grupo Mexicano de Desarrollo) no fueron capaces de asumir los costos de tamaña inversión ni de esperar, pacientemente, la generación de ganancias (que, en proyectos de dicha envergadura, tardan en surgir).
El Estado mexicano y su “democracia” se convirtieron, así, tal como lo expresó en una ocasión Vicente Fox, un poder “de los empresarios, por los empresarios y para los empresarios”, tanto nacionales como extranjeros. Sin la intervención decidida del Estado en todos sus niveles (políticos, económicos, jurídicos, etc.), el neoliberalismo no hubiera podido instaurarse en México, ya que se hubiera encontrado con una muralla de obstáculos institucionales y con la decidida oposición de la mayoría del pueblo mexicano, al que se perjudicó finalmente.
Con el triunfo de López Obrador y Morena este 1 de julio, se abre por primera vez en décadas la posibilidad de cambiar el rumbo del funcionamiento del Estado y de distinguir con claridad entre los intereses de éste, representante de la totalidad de los mexicanos, y los de la oligarquía (porque, incluso entre los empresarios hay muchísimos grupos excluidos por el favoritismo a determinadas empresas dominantes o monopólicas).
No se trata, entonces, como no se cansan de repetir los ideólogos neoliberales, de reinstaurar un Estado interventor de corte autoritario, sino de cambiar el sentido del funcionamiento del Estado (sumamente interventor en el neoliberalismo): de ser un agente al servicio de la oligarquía nacional y extranjera a ser un auténtico representante de la totalidad de los mexicanos, que, por lo tanto, contribuya a disminuir las enormes desigualdades existentes y combata decididamente la concentración de poder económico y político en pocas manos.
Paradójicamente, este tipo de Estado tendería a dejar a las élites económicas a su libre arbitrio, y promovería una mayor “libertad de competencia” al disminuir su intervención en la economía para favorecer a los grupos oligárquicos. Éste es, por ejemplo, el sentido del debate sobre el nuevo aeropuerto: si son las élites empresariales las que se van a beneficiar de la construcción de dicho espacio, que sean ellas las que se arriesguen a invertir para obtener jugosas ganancias. Y si el proyecto fracasa…, pues que sean ellas las que asuman los costos de ese fracaso, no el Estado.
La nueva dirección del Estado mexicano debe poner el interés de la mayoría por encima del de las empresas. Debe funcionar para promover la equidad económica y alentar las oportunidades y aspiraciones de todos los integrantes de la sociedad mexicana, no sólo de unos cuantos. De lograrlo, estaremos realmente frente a un cambio histórico que no ha tenido nunca lugar en México. Seremos no sólo testigos del fin de una época aciaga y nefasta para el país, sino incluso de la posibilidad de construir una sociedad más justa y equitativa que proyecte, hacia el futuro, en la radicalización de ese mismo principio, el cese de la violencia, la explotación y el dominio de unos sobre otros.
[1] Carlos Herrera de la Fuente (México, D. F., 1978) es filósofo, ensayista y poeta. Licenciado en economía y maestro de filosofía por la UNAM; doctor en filosofía por la Universidad de Heidelberg, Alemania. Es autor de los poemarios Vislumbres de un sueño (2011) y Presencia en fuga (2013), así como de los ensayos Ser y donación. Recuperación y crítica del pensamiento de Martin Heidegger (2015) y El espacio ausente. La ruta de los desaparecidos (2017). Es profesor de la materia Teoría Crítica en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha colaborado en las secciones culturales de distintos periódicos y revistas nacionales.

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