El verdadero origen de la tragedia en Tlahuelilpan
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Autor:
Martin Esparza
El siniestro que
enlutó a Tlahuelilpan no admite juicios de valor prejuiciados ni
insensibles críticas lanzadas a la ligera, porque detrás de los índices
de pobreza y marginación que afectan al municipio más joven del estado
de Hidalgo –fundado el 28 de octubre de 1969—, están los orígenes del
porqué una región con vocación y prosperidad agrícola fue absorbida por
los proyectos energéticos del pasado siglo que, como en otras tantas
regiones del país, no reportaron un equilibrado desarrollo regional ni
un mejor nivel de vida a sus habitantes.
Con una absoluta falta de sensibilidad
humana pero también de objetividad para explicar las causas de la
necesidad de su población –el Coneval establece que la mitad de sus 19
mil residentes son pobres–, tanto en medios de comunicación como en
redes sociales se criminalizó un hecho que puso en evidencia a las
políticas públicas que no respetaron el entorno de las comunidades.
En 1935, los hombres que labraban los
terrenos de lo que fuera la Hacienda de Tlahuelilpan obtuvieron el
respaldo del gobierno de General Lázaro Cárdenas para garantizar una
ampliación de sus tierras y consolidar su comunidad. Para reconocer tan
trascendente hecho, quisieron rendir un homenaje al ejido, al campesino y
al trabajador erigiendo la obra que se conoce como la Torre del Reloj,
inaugurada el 5 de mayo de 1937.
Este monumento fue ubicado en el centro
del municipio y es uno de sus emblemas más representativos y testigo
fiel de la historia de la región, pero también es la muestra palpable
que esta región hidalguense, hoy lacerada por la tragedia, no es ni
remotamente un pueblo de malvivientes sino de gente trabajadora que
ahora se enfrenta indefensa ante los embate de hechos delictivos que le
hacen pagar un alto precio por el hecho de haber permitido que por sus
tierras de labranza se instalaran oleoductos y líneas de transmisión
eléctrica.
No fue obra de la casualidad que hace
más de 400 años los españoles se asentaran aquí y fundaran una hacienda
por la calidad de sus tierras y ricos mantos acuíferos, lo que hasta la
fecha les hacen ser de las mejores en el Valle del Mezquital. Por
décadas, en esta región se desarrolló una agricultura de calidad, en
cultivos como la alfalfa, el maíz, la cebada y la producción de
hortalizas.
Buena parte de esos productos se
distribuyen en importantes centros de abasto, pero también proveen de
forrajes a ranchos lecheros que entregan su producto a firmas como
Alpura. En los años 70s en que se expandieron las industrias petrolera y
eléctrica a gran escala por el auge de la refinería de Tula y la
Termoeléctrica de la región, las autoridades convencieron a los
pobladores de Tlahuelilpan y otros municipios como Tezontepec,
Mixquiahuala, Tlaxcoapan y Atitalaquia-Atotonilco, de permitir que por
sus zonas de labranza se instalaran ductos, líneas de transmisión y la
explotación de sus mantos acuíferos.
A cambio, se les prometió, se generarían
miles de empleos, pero a la distancia los impactos ambiental y social
son considerables, aunado a otro grave problema pues ahora llegan las
aguas residuales de la Ciudad de México para ser almacenadas en dos
principales presas: Endhó y Tlamaco. Desde hace tiempo los gobiernos
federal y estatal han prometido atender la situación pero no hay
respuesta y sí un completo abandono. La producción agrícola ha comenzado
a resentir los efectos de la contaminación y los contantes derrames de
hidrocarburos.
Otra de las promesas incumplidas fue la
Nueva Refinería de Tula, anunciada en el gobierno de Felipe Calderón,
proyecto que, supuestamente, detonaría la creación de empleos y el
desarrollo en la región. Una más de las tantas mentiras del mal llamado
“presidente del empleo”, en la que se gastaron 620 millones de pesos y
solo se levantó un muro, dejando una millonaria deuda pública al estado
por la adquisición de terrenos. Ahora todos los hidalguenses deben
pagar con sus impuestos los altos intereses del empréstito contratado.
Los pocos empleos formales los han
desaparecido de manera violenta e ilegal gobiernos como el del
autoritario Felipe Calderón, quien el 11 de octubre de 2009 emitió el
decreto de extinción de Luz y Fuerza del Centro. De forma repentina,
casi 3 mil trabajadores perdieron su empleo en la región; vecinos de
Tlahuelilpan, Mixquiahuala, Progreso de Obregón y Tetepango fueron
echados a la calle con lujo de violencia y la fuerza de las armas.
Vale concitar en este momento de
tragedia que a 5 kilómetros de Tlahuelilpan se localiza la Central
Hidroeléctrica de Juandhó. Tras el inesperado anuncio del cierre de la
empresa pública, la subestación fue tomada en las sombras de la noche
por elementos del Ejército vestidos de policías federales. Para los que
ahora cuelgan la etiqueta de “huachicoleros” a los agobiados pobladores,
es importante comentarles que con fusil en la mano las fuerzas del
Estado reprimieron a los electricistas que cumplía su turno. Cuál si se
tratara de una dictadura militar, ni siquiera se les informó el por qué
se les desalojaba. Los trabajadores que se negaron a salir de su centro
de trabajo fueron reprimidos.
Muchos comentaristas de los medios que
hoy criminalizan a sus habitantes, fueron los mismos que aplaudieron la
impositiva medida del entonces mandatario, pero nunca se tomaron la
molestia de visitar municipios que sufrieron un devastador impacto
social por el cierre de lo que al paso de los años fue su única fuente
de empleo. Los costos sociales brotaron con su pobreza y marginación de
la mano.
Es por demás lamentable que una tragedia
como la registrada en Tlahuelilpan tuviera que presentarse para que el
país volteara a ver las condiciones de abandono y pobreza en que se
encuentran miles de mexicanos por la falta de oportunidades. No puede
soslayarse, ahora se presenta la oportunidad para evaluar las
consecuencias que pueden traer a futuro varias de las concesiones
otorgadas en la reforma energética y sus megaproyectos, en comunidades
agrarias y pueblos originarios.
En la iniciativa aprobada por el
Congreso en el pasado sexenio, se autorizó el uso de sistemas de
extracción de gas por medio del sistema fracking, que emplea millones de
litros de agua y ocasiona una devastadora contaminación del subsuelo y
de los mantos acuíferos. En países como Estados Unidos tal sistema ha
sido prohibido y de manera insólita e irresponsable los diputados del
PAN y PRI le dieron luz verde, razón por la que es alentador el anuncio
del presidente Andrés Manuel López Obrador sobre su cancelación.
El nuevo gobierno ya planteó la
aplicación de programas sociales en los 91 municipios por donde corren
los ductos de Pemex, con el objetivo de que la gente no caiga en
prácticas ilegales como el robo de combustible. Y eso es loable, pero
debe acompañarse de apoyos para proyectos productivos, pues como lo
refiere la emblemática Torre del Reloj, en Tlahuelilpan, la gente
trabajadora fue engañada y después despedida por el propio gobierno.
El lamentable suceso también debe
llevarnos a cuestionar sobre la efectividad en los sistemas de seguridad
que implica el manejo de combustibles como el gas y las gasolinas; hace
35 años, el 19 de noviembre de 1984, estallaron la planta almacenadora
de gas licuado de Pemex y tanques de almacenamiento de empresas gaseras
en el poblado de San Juan Ixhuatepec, conocida como la Tragedia de San
Juanico.
Más de 500 personas humildes perdieron
la vida y su patrimonio y otras 2 mil resultaron severamente heridas,
algunas con secuelas de por vida. Se habló que las gaseras saldrían de
esa zona densamente poblada, pero ahí siguen. En los hechos del pasado
18 de enero, debemos preguntar a los funcionarios de Pemex el por qué
estando las válvulas de rebombeo a un kilómetro de Juandhó, poblado
colindante con Tlahuelilpan, no se cerraron a tiempo, pudiendo evitar la
tragedia.
Reflexionemos, pues es importante que
este doloroso hecho no sea un sacrificio en vano y nos lleve a enmendar
los errores del pasado. Al final de cuentas, todos somos Tlahuelilpan.
Martín EsparzaFuente
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