Defender derechos humanos, una "profesión de alto riesgo"

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En octubre pasado la Caravana de madres de migrantes centroamericanos visitó la Basílica de Guadalupe durante su recorrido por MéxicoFoto Cristina Rodríguez
Fernando Camacho Servín
 
Periódico La Jornada
Domingo 30 de diciembre de 2012, p. 2 

En México ser defensor de derechos humanos es una profesión de alto riesgo. Así lo comprueban los estudios de organizaciones mexicanas e internacionales que ponen en evidencia la situación de extrema vulnerabilidad sufrida por este sector, que junto con el de los periodistas está expuesto a las agresiones y amenazas tanto de las autoridades como de los grupos delincuenciales, sobre todo a partir del inicio de la guerra contra el crimen organizado.
Aunque hay algunos casos paradigmáticos de la violencia sufrida por los activistas, entre ellos el de Marisela Escobedo Ortiz, ejecutada en diciembre de 2010 frente al palacio de gobierno de Chihuahua, o los seis integrantes de la familia Reyes Salazar, asesinados en esa misma entidad, la espiral de agresiones es mucho más amplia y abarca prácticamente todo el país.
De acuerdo con el segundo informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la situación de este sector en el continente, en México fueron asesinados 61 activistas entre 2006 y 2010, y desaparecidos otros cuatro, en acciones realizadas no sólo por grupos criminales, sino también por agentes de seguridad del Estado.
Por su parte, un estudio de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos reveló que entre 2006 y 2009 hubo 128 agresiones contra promotores de las garantías individuales.
Sin embargo, estudios de colectivos independientes arrojan cifras mucho mayores. Un informe de la asociación civil Acción Urgente para Defensores de los Derechos Humanos calculó que tan sólo en 2011 se registraron 209 ataques contra activistas, lo que representa un aumento de 418 por ciento con respecto a los 50 de 2010 (La Jornada, 27/06/12).
Si hay violencia, ni modo
La vida de Blanca Velázquez se transformó para siempre en el momento en que decidió cambiar los viveros de nochebuena y cactus por la defensa de los obreros que cosen ropa o ensamblan autopartes en las maquilas del estado de Puebla.
Ingeniera agrónoma de profesión, Velázquez llegó al activismo de derechos humanos a fuerza de ver todos los días cómo los trabajadores de la empresa donde ella trabajaba, sobre todo las mujeres, eran víctimas de jornadas excesivas, discriminación y otros abusos por parte de los supervisores.
Después de incursionar en varias luchas, y ser la primera mujer en encabezar un sindicato independiente en Puebla, el 9 de mayo de 2001 fundó el Centro de Apoyo al Trabajador (CAT), organización cuyo propósito era documentar los abusos laborales en la entidad y brindarle asesoría a los obreros.
Nunca imaginé que fuera a estar al borde de la muerte o de un secuestro por eso. Empezaron a seguirnos, recibíamos cosas muy extrañas en el correo, teníamos visitas inesperadas y amenazas por teléfono, recordó Velázquez en entrevista con La Jornada.
El acoso contra el CAT fue subiendo de tono –a pesar de que las autoridades estatales ya habían sido advertidas al respecto–, hasta que en abril de 2010 interceptaron y golpearon a tres de sus activistas; en diciembre de ese mismo año saquearon sus oficinas, y los amenazaron de muerte a través del propio correo del colectivo, luego de hackearlo.
A las amenazas anónimas se sumaron las públicas: en 2011, Leobardo Soto, líder de la Confederación de Trabajadores de México en Puebla, llamó a frenar al CAT en el estado, y si hay violencia, ni modo. Por su parte, Luis Espinosa Rueda, presidente de la Cámara Nacional de la Industria de Transformación, afirmó que Blanca Velázquez era un peligro para Puebla y un factor de desestabilización.
Aunque la Comisión Estatal de Derechos Humanos concedió medidas cautelares en favor de los integrantes del CAT, en marzo de 2012 las retiró argumentando que no se justificaban. Dos meses después el activista Enrique Morales fue desaparecido y torturado un día completo por un grupo de hombres armados, tras lo cual la organización decidió cerrar sus puertas de manera definitiva.
Aunque afirma que la lucha ha valido la pena, Velázquez admite que el proceso la ha afectado mucho. La situación te aterra, te deja paralizada; mi vida personal, familiar y sentimental cambió. Vivir en la incertidumbre no es vivir, por eso voy a dejar el país un rato. Si quiero seguir en esto a largo plazo, tengo que salvaguardar mi vida primero.
Una estadística más
Otro activista que se vio forzado a abandonar el país -aunque pudo regresar hace unos meses– es Vidulfo Rosales, abogado del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, luego de las amenazas de muerte que sufrió por su participación en casos como el de los normalistas de Ayotzinapa, asesinados el 12 de diciembre de 2011, la oposición a la presa hidroeléctrica de La Parota o el de las indígenas Inés Fernández y Valentina Rosendo, agredidas sexualmente por elementos del Ejército Mexicano.
Empecé a recibir amenazas desde 2009, cuando fueron asesinados en Ayutla Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas (dirigentes de la Organización para el Futuro del Pueblo Mixteco). Las amenazas contra sus familiares se hicieron extensivas a sus defensores; y dos hombres fueron a buscarme a casa de mi mamá y dejaron el mensaje de que si quería vivir ya no me involucrara en ese tema, recordó en charla telefónica desde la sede de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Costa Rica.
Dos años más tarde, cuando tomó la defensa de los estudiantes de Ayotzinapa, comenzó a sufrir nuevos actos de hostigamiento, hasta que el pasado 4 de mayo recibió una amenaza de muerte en la sede de la Red Guerrerense de Organismos Civiles de Derechos Humanos. Fue esto último lo que lo orilló a salir del país por un tiempo.
Las amenazas ya eran muy graves y recurrentes, por eso decidí salir de Guerrero. Yo quisiera esta allí, pero mi situación es muy difícil. Mi rutina diaria, mi vida familiar se alteró totalmente, deploró.
Como a otros activistas, a Rosales lo mantienen de pie las pequeñas victorias que hemos tenido. Mencionaría el caso de Inés y Valentina, o el de la La Parota. Saber que estamos contribuyendo a una lucha o haciendo realidad el derecho a la vida o a la vivienda es un aliciente para seguir, por muy doloroso que sea.
Sin embargo, admite que el miedo siempre está presente, pues en México un defensor muerto es sólo un número más en las estadísticas, y eso nos hace más vulnerables. De pronto me vi sin mi proyecto de vida personal y familiar. Todo eso ha quedado ensombrecido, y no se ve para cuándo habrá esperanzas de estar mejor.

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