Después de la docena trágica…
El libro La agenda pendiente. Los desafíos de Enrique Peña Nieto.
Foto: Germán Canseco.
Foto: Germán Canseco.
En los albores del nuevo sexenio, en México se puso de moda el optimismo. Funcionarios públicos, políticos de todas las tendencias, empresarios medianos, chicos y grandes, hombres de iglesia, periodistas de arriba y de a pie, no todos, sí muchos, se tropiezan entre sí para ser los primeros en afirmar, reafirmar y confirmar que México ya es otro, que una enorme luz de esperanza ilumina el horizonte nacional. En estos tiempos está de moda estar a la moda; es decir, avizorar que México encuentra por fin el camino a la solución de todos sus problemas por obra y gracia de lo que se ha dado en llamar el nuevo PRI.
Encabezados por el grupo de poder cuyo rostro visible es Enrique Peña Nieto, los priistas regresaron a Los Pinos. Son los mismos pero no son los mismos. Aprendieron la lección de la derrota. Con los viejos expertos en las buenas y las malas artes de la política, se entremezclan los jóvenes brillantes, egresados de universidades prestigiadas de Estados Unidos, que aseguran saber cómo hacerlo. Está de moda creer en ellos. Y, por lógica obvia, resulta fuera de tono dudar del luminoso futuro de México; es políticamente incorrecto no alinearse y no inclinarse nuevamente ante el “señor presidente”, como en los tiempos del PRI vetusto que fue sacado de la presidencia a patadas con las botas de Vicente Fox.
Es triste advertir que el siglo XXI mexicano empieza una docena de años después de iniciado el siglo del calendario romano. El siglo XXI mexicano abre con el regreso del PRI a Los Pinos. En los doce primeros años no pasó nada. La docena trágica, los dos sexenios panistas, debemos entenderla como una pesadilla trágica. El país despierta apenas hoy a la nueva centuria, con el canto de los Golden Boys del Grupo Atlacomulco.
Tiempos estos de rehabilitación de la virtud entendida como el poder que sabe qué hacer consigo mismo, poder pintado una vez más de verde, blanco y rojo. Mal está no unirse al coro que acompaña a la nueva gloria nacional: el señor presidente Enrique Peña Nieto. Nuevos tiempos mexicanos inventados, nuevos tiempos que amenazan con convertirse en renovados tiempos de ignominia presidencialista.
En la celebración del triunfo electoral de Vicente Fox, en julio del año 2000, en la glorieta del Ángel de la Independencia, la multitud enarboló un ataúd de madera, pintado precisamente de verde, blanco y rojo con las siglas del PRI, al que paseaban con los brazos en alto furibundos y gozosos aquellos que festejaban el fin de una época y el principio de una era que imaginaban esplendorosa para México, tras una dictadura de partido que había durado setenta años. En la edición que dio cuenta de aquellos hechos, Proceso presentó una portada con una foto de aquel féretro y de aquel conjunto de brazos que lo bamboleaban como un mar tormentoso a una barquichuela, con un encabezado escueto y contundente: “Y ahora qué”. Ni siquiera era la formulación de una pregunta. Era una expresión que recogía el sentimiento de muchos mexicanos que lanzaban una escéptica mirada al futuro, bajo el gobierno de un partido como el PAN que al fin llegaba al poder conducido por un candidato que ni panista era y que apostó y ganó sin ser nadie en un país harto del PRI y de aquellos que habían medrado durante décadas al amparo de su poder.
Doce años después, la respuesta al “Y ahora qué” forma parte de la historia negra nacional.
Resultado de dos sexenios catastróficos de gobiernos panistas y con el Grupo Atlacomulco, como frente de choque, con Peña Nieto como personero y con la televisión comercial como estandarte, el PRI ha recuperado lo que fue suyo durante tantos años: la amada casa presidencial de Los Pinos. La portada de Proceso correspondiente a los comicios del año pasado fue tan significativa como la del año 2000: sin una palabra, flotando en la soledad del tiempo y el espacio, la fotografía del logotipo de Televisa abrazado por la banda presidencial. Y resultó aún más la correspondiente a la toma de posesión de Peña Nieto el uno de diciembre de 2012. La ilustra la fotografía de un manifestante ante el palacio legislativo de San Lázaro, envuelto en el humo de una granada lanzada por la Policía Federal, con un encabezado tan escueto y contundente como el del 2000: “El retorno del PRI”. Pasados los primeros meses del nuevo gobierno, iluminan ya el horizonte nacional los fuegos de artificio que tan bien maneja el grupo que recuperó el poder. En rigor, encontraron un país fácil de ilusionar. Bastó con ver alejarse a Felipe Calderón, a su egocéntrica y limitada presencia de Estado, y a su gobierno de terror y sangre, para que México se sintiera aliviado. Pero el priismo-salinismo-hankismo, ya en la cúspide del mando, tiene sin duda un proyecto de país cuyos propósitos apenas se avizoran. Nuevos aires se respiran, dicen los optimistas. Habrá qué ver, plantean los escépticos. Retórica priista pura, aseguran los escasos opositores. Hay que darles el beneficio de la duda, es el lugar común preferido de los no comprometidos.
El hecho es que los priistas están de regreso, con la suficiente fuerza en los poderes decisorios, el Ejecutivo y el Legislativo, para alcanzar sus objetivos. Un nuevo “y ahora qué” está planteado.
En ensayos solicitados y escritos específicamente para las páginas de este volumen, colaboradores de Proceso ofrecen puntos de vista propios, desde el ángulo de la materia de su especialidad, sobre las perspectivas del país ante el retorno del PRI. No hay, no la puede haber, una perspectiva común. Hay quienes entrevén una luz de esperanza. Y hay conclusiones que dejan un sabor amargo. Después del PAN parece inconsecuente no esperar que las cosas mejoren. Pero en este país, y a esto nos han acostumbrado la historia y en particular el PRI, siempre existe la posibilidad de que empeoren.
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