RENACIÓ EL TEMPLO MAYOR
RENACIÓ EL TEMPLO MAYOR
Somnoliento, el empleado de guardia de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro hacía esfuerzos por descifrar el mensaje: “¿Cuál piedrot? ¿Qué?” La modorra medio la sacudió el necio timbrar del teléfono y la agitada respiración del imprudente en la línea.
Era la medianoche del 27 de febrero de 1978. Era el jefe de cuadrillas que realizaba trabajos de cableado subterráneo en la esquina de Argentina y Guatemala. Era apenas el fragmento de un monolito con el que topó el pico. Era la alerta a las autoridades de un posible gran hallazgo.
Al día siguiente el ombligo del Centro Histórico de la Ciudad de México era un caos. La vela nocturna había descubierto más de la mitad de lo que se perfilaba como alguna deidad azteca: ya Tonantzin, madre de los pueblos; ya Tleyoltécatl, devoradora de inmundicias. Solo que ninguna había sido decapitada.
Cercado el colosal boquete y cerrado el tránsito local, los expertos ampliarían largamente el abanico para concluir al fin que la mole de piedra era similar a otra descubierta en 1824: Coyolxauhqui, “la de los cascabeles en la cara”.
El mito había sido recogido por Fray Bernardino de Sahagún: Coatlicue, la madre de los dioses, se fascinó por una pluma multicolor recogida del suelo a la que guardaría en el seno… lo que le provocó quedar encinta dando a luz a Huitzilopochtli, dios de la Guerra, quien mataría a su madre armado de un hacha de teas encendidas.
Los 400 hermanos de la diosa, quienes juraban venganza por la afrenta, serían derrotados por el hijo apenas nacido. El monolito descubierto muestra las partes desmembradas de la Coatlicue diseminadas en un círculo.
El suceso se repite día a día por los siglos de los siglos: Coatlicue es la luna a la que flanquean las estrellas. Huitzilopochtli es el sol que la asesina otra vez. El patriarcado desplaza al matriarcado.
Fruto
Si en 1790, en una excavación de remodelación de la Plaza de Armas o Mayor se descubriría un monolito conocido como Piedra del Sol o Calendario Azteca, y el que representa la Coatlicue, colocando uno a un costado de la Catedral en proceso de construcción y otro en el edificio de la Real y Pontificia Universidad, ahora la diosa reaparecía atada al mito alusivo al desfile cotidiano de la luz y la oscuridad.
El hallazgo abriría ruta hacia el gran teocalli o Templo Mayor, decretando pena de muerte para la legendaria librería Robredo, con capítulo aparte en la memoria del barrio estudiantil universitario. El telón se cerraría en 1978.
Una pirámide de doble ruta: una hacia el templo de Tláloc, dios de la Lluvia, y otra al de Huitzilopochtli en el centro de 19 edificios diseminados en 250 mil metros cuadrados.
Ahí el terrorífico tzompantli o muro de los muertos con sus 240 cráneos, con proa al Mictlán o panteón; las alegorías sobre Quetzalcóatl, la serpiente emplumada.
La grandeza de la ciudad sagrada México-Tenochtitlán, erigida en 1321 en derredor del signo que valida la profecía que obligó a peregrinar desde Aztlán, “lugar de las siete cuevas”, ubicado por el sacerdote Tenoch: el águila sobre un nopal devorando una serpiente en medio de un paisaje idílico de un islote rodeado de garzas blancas, colibríes y ahuehuetes.
El sitio justo donde había germinado el corazón de Copil, asesinado por su tío Huitzilopochtli, quien lo lanzó desde lo alto del cerro del Peñón hacia la profundidad del lago.
Con el fruto de las excavaciones —vasijas, ídolos, armas, vasos sagrados, sahumerios— nacería en 1988 el Museo del Templo Mayor.
El sueño asesinado del velador.
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