“Ya no puedo ver”, se quejaba el cronista debido a su fama

Arturo Cano

Periódico La Jornada
Domingo 20 de junio de 2010, p. 13
“Ya no puedo ver”, decía con aparente pesadumbre el cronista Carlos Monsiváis. Quizá era lo único que lamentaba de su fama: que cuando quería ver (una marcha, un plantón, la vida en un antro), la gente quería verlo a él, comentarle algo, pedirle autógrafos. Le pasaba incluso en lugares donde era parte del paisaje, como el bazar del Ángel o La Lagunilla. Andaba por los pasillos, entre los libros de viejo y las chucherías, tan a gusto como con sus gatos sobre las piernas. “Esa me la cantaron cuando cumplí 50”, decía frente a unos mariachis. “Por eso aún estoy en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente…”, sonaba la música en la calle. “Me la cantó Juan Gabriel”, decía, para luego presumir que en compañía del divo de Juárez nadie se fijaba en él. “Ahí sí puedo ver”.

Carlos saludaba a los vendedores de viejo que, sabedores de sus búsquedas, le ofrecían las revistas, los grabados, los objetos de sus anhelos. Igual lo buscaban los miniaturistas, que hasta su casa iban a venderle (por ejemplo) el Sueño de una tarde dominical en la Alameda hecho con palillos. Carlos sacaba la chequera y echaba a los bolsillos de los anticuarios y artesanos todo el dinero de sus premios, becas y conferencias.

“Ya no puedo ver”, se quejaba, año tras año, con la nostalgia del cronista apenas visible que puede registrar sucesos desde el anonimato. Pero con todo y su fama, que le permitía incluso traspasar los filtros del Estado Mayor Presidencial, Carlos seguía viendo la vida mexicana como nadie, como lo hacía desde que sus amigos maestros lo llevaron a conocer a Othón Salazar, o cuando vio a Lupe Marín esperar a Salvador Novo a las afueras de Bellas Artes para darle una golpiza, o cuando estuvo con los maestros de treinta y cuarenta años después, con los estudiantes en el 68 y el 86, con los electricistas de Galván y del SME, con todas las causas significativas del país.

De la mirada, Carlos pasaba al papel y no había hoja que resistiera sus tachones, sus correcciones infinitas. Seguía siendo el cronista que en los sesenta tachoneaba y rescribía sus textos a la entrada del periódico, con esa letra suya, pequeña, a veces ilegible, casi siempre cargada de ese humor monsivaiano, como en las dedicatorias: “Para fulano, réprobo, subversivo, con la seguridad de su próximo ajusticiamiento”, escribió en su (y de Julio Scherer) Parte de guerra, Tlatelolco 1968. Claro, no firmó con su nombre, sino sólo como “Marcelino” (por el general García Barragán).

El taller de Monsiváis

¿Cómo le va, doctor?, abría uno muy de mañana, porque sólo entonces se podía encontrar a Carlos Monsiváis dispuesto a charlar. Inútil llamar si no se había hecho la tarea: leer los periódicos, las columnas, capturar las claves del día y repasar en la memoria o en la libreta los desenlaces posibles.

¿Y va a andar por ahí el sábado?, era la pregunta de despedida. “Ahí” fue en los primeros años la casa de té Auseba, en Hamburgo, y en los últimos una librería en la misma calle, ambas muy cerca de su plaza del Ángel.

“Nos vemos el sábado a mediodía, doctor”, terminaba la charla.

A veces, siempre con tres citas empalmadas, Carlos no llegaba, pero cuando lo hacía, en la mesa había molletes y capuchinos y una tertulia que los académicos llamarían taller de análisis de coyuntura. La privilegiada memoria de Carlos, sumada a sus muchos amigos que eran –y son– “sacos de conocimiento inútil”, según su definición, hacían de cada encuentro en un curso intensivo de historia, cultura y política mexicanas.
Creo no equivocarme si digo que muchos de sus amigos comenzamos a serlo porque encontraba en nosotros “ventanas” a los temas de su interés: la caricatura política, las culturas juveniles, las luchas magisteriales, el movimiento indígena, el feminismo y tantos otros que él abordó con su incansable pluma.

Jenaro, El Fisgón, Eduardo y Celia eran de los más asiduos, pero los temas dependían de los asistentes y del ánimo de Monsi, una ametralladora de ideas, una fuente inagotable de historias, las adquiridas en libros, claro, pero a partir de los años cincuenta, las de un testigo presencial o partícipe directo.

Así, iba del sepelio de Frida Kahlo al codo de Carlos Slim (invitaba a comer y servía platillos de sus Sanborns), de la vida secreta de José López Portillo a los boleros de Beatriz Paredes (“me tiré desde el segundo piso para escapar”), de sus recuerdos vivos del 68 a su cada vez más firme decepción de cierta izquierda (“La izquierda partidista, en este sentido muy distinta a la social y cultural, lleva mucho tiempo separada del debate ideológico. Se dio por muerto al marxismo y se sustituyó a las ideas, nunca muy abundantes, con la obsesión por las posiciones electorales”).

A veces, muy pocas, el tema era él mismo, como aquella cuando refirió haber conocido, siendo joven, al padre de Emilio Lozoya, un general que le dijo con voz tronante: “Usted pinta para gran hombre, como lo fue su padre… que de no haber sido por las drogas”. Carlos no le contestó nada al general, pero años después volvía a reír: “Tuve con mi padre una relación tan entrañable que ni lo recuerdo”.

Nunca le creímos a Monsiváis

Un político encumbrado pidió ver a Carlos. Quería asegurarle, de frente, que él no había hecho unos comentarios homofóbicos recogidos en la prensa y luego por el propio Monsiváis en su imprescindible “Por mi madre, bohemios”. La reunión fue una comida. El político amigo ofreció disculpas por lo que negaba haber dicho y luego comenzó a hablar del “loco” de Andrés Manuel López Obrador. Carlos lo paró en seco: “Lo voy a seguir apoyando”, cerró el tema y se siguió con una larga historia, salpicada de detalles truculentos, sobre las joyas perdidas de María Félix. Los comensales pelaban tamaños ojotes con las revelaciones “inéditas”, pero de regreso a la Portales, Carlos, como siempre, sacaba el látigo: “El 95 por ciento de lo que les conté lo leí en Proceso”, y reía de nuevo.

Con esa risa regalaba Monsiváis las dedicatorias de sus muchos libros: “A Perengano, quien vislumbró a tiempo lo que no queríamos ver: que Carlos Salinas de Gortari no era lo que decían mis amigos. Con el aprecio antiguo de Carlos”.

Antiguo es también el desprecio a su persona y su obra de muchos de sus declarantes favoritos, políticos y clérigos, sobre todo. Nadie vería extraño que el arzobispado de México o algún obispo le brinden una despedida como la que el Vaticano le recetó a José Saramago. A usted le daría risa, doctor, y también a quienes nunca le creímos eso de “ya no puedo ver”. Tan podía, que muchos afortunados aprendimos a ver gracias a usted, cronista Carlos Monsiváis.
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