Bolivia: Perder la confianza

Jenny Ybarnegaray Ortiz

En política, como en cualquier otra relación, las cosas funcionan –entre otros factores– por un principio básico de confianza y eso es precisamente lo que el gobierno viene perdiendo a paso acelerado. La confianza depositada por el pueblo boliviano en el gobierno de Evo Morales, a través de los sucesivos eventos electorales de los últimos años, viene siendo socavada por acción del propio gobierno, y lo que éste no debe perder de vista es que él mismo también es resultado –entre otros factores, reitero– de un largo proceso de pérdida de confianza en el sistema de partidos que tomaron a su cargo la responsabilidad del estado desde 1982.

Para no ir demasiado lejos en la historia, hay que recordar que Bolivia recuperó la democracia en ese año después de casi dos décadas de dictaduras militares que se sucedieron en el poder desde 1964, con breves interrupciones democratizantes. Por entonces –me refiero a fines de los años setenta y principios de los ochenta– el pueblo boliviano ansiaba democracia, con sus múltiples diferencias todas las fuerzas sociales percibían que ya era hora de que los militares se retiraran a los cuartales para dar paso a un proceso donde se implantara un estado de derecho fundado en la democracia. Ello costó al pueblo mucha sangre, no fue decisión de los militares retirarse a los cuarteles, fue el resultado de la lucha del pueblo boliviano al lado de la generación de condiciones internacionales que contribuyeron a un paulatino proceso de democratización en Latinoamérica.

Esas dictaduras dejaron al país en bancarrota, como efecto de la misma los inicios del proceso democrático no fueron fáciles, muy por el contrario, significó una escalada inflacionaria que terminó desestabilizando el gobierno de Siles Zuazo quien tuvo que adelantar en un año la convocatoria a elecciones nacionales. Contra toda previsión, el resultado de esas elecciones favoreció a la derecha, y Paz Estenssoro tuvo la “audacia” de deshacer con el codo lo que hizo con la mano en los años de la revolución de 1952. La desestatización de la economía y la liberalización del mercado fueron aceptadas a regañadientes por el pueblo boliviano, atemorizado por esa horrenda inestabilidad que significó la hiperinflación, y comenzó el periodo “neoliberal”.

Las promesas que venían aparejadas a la “solución” a la hiperinflación fueron largamente esperadas por el pueblo boliviano que, en quince años de aplicación del modelo, no vio superadas las graves deficiencias que lo aquejan. Se abrieron las brechas de la desigualdad, las cifras de la reducción de la pobreza mostraban avances de a milímetro, el mayor acceso a la educación no significó mejores oportunidades para nadie, se instaló el principio del “sálvese quien pueda” y, pese a todos los discursos y acciones de esos gobiernos, ninguno podría negar hoy –hablando con honestidad, que es mucho pedirles– que el modelo no se “sostuvo” sobre el colchón del narcotráfico y el contrabando.

Para el año 2000 el pueblo vino saliendo lentamente de su letargo, ya no temía la hiperinflación y comenzó a reclamar el cumplimiento de promesas largamente postergadas, se inició el oleaje de movimientos sociales que terminaron defenestrando a ese sistema político en el que había perdido la confianza. ¿Qué otra cosa, si no, significó la reacción de la población al anuncio de la exportación del gas por Chile? A mi juicio, ninguna cosa que propusiera cualquiera de los partidos en posición de gobierno en ese periodo, fueran solos o a través de coaliciones espurias, merecía ya la confianza popular. Y es que fueron tantos años de engaños, de mentiras, de pudrición de la política, que ya no cabía un ápice de confianza en la acertividad de sus decisiones, en que ésas estuviesen orientadas a procurar el bien común, sino todo lo contrario.

El campanazo de febrero de 2003 no fue escuchado por el gobierno de entonces, creyeron que realizando pequeños cambios en la estructura del gobierno, poniendo un parche aquí y otro más allá sostendrían el “modelo”, y con él se perpetuarían ellos mismos en el poder. Y así les fue, no la vieron venir porque estaban convencidos de que eran imprescindibles; pero llegó octubre y se les fue todo encima, Goni y sus íntimos tuvieron que salir del país en estampida.

Sin embargo, aún quedaba un resquicio de confianza, Meza asumió las riendas del gobierno teniendo por detrás una altísima aceptación popular; pero, se portó timorato, no se puso a la altura de los acontecimientos ni de la historia. Quiso salvar las formas de la democracia sin percatarse de que a esas alturas habían perdido contenido, quiso gobernar manteniendo el sistema político, manteniendo un Congreso que representaba lo más abyecto de la “democracia pactada”. No tuvo el valor suficiente para cerrar ese Congreso y convocar a la Asamblea Constituyente, que era la primera y más importante demanda de la “agenda de octubre”. Prefirió “marear la perdiz” con el “referendo del gas” y la subsecuente modificación de la Ley de Hidrocarburos y se le acabó el tiempo, porque ese Congreso que mantuvo y defendió contra toda lógica política se ocupó tenazmente de hacerle un gobierno imposible. Y ¿cómo no lo iban a hacer si lo consideraban un traidor a Goni?

Mientras tanto, se fue gestando “la alternativa”. El MAS, que en 1997 apenas llegó al parlamento con cuatro diputados, para 2002 ya contaba con una bancada de veintisiete diputados/as y cuatro senadores, ubicándose en el segundo lugar de la preferencia electoral. De ahí en adelante, para arriba, ¿qué partido alcanzó antes del MAS el 52% (2005) o el 63% (2009) del voto en elecciones nacionales? Con semejante capital de confianza, el MAS estaba en posición de hacer lo que mejor debía: poner en marcha un programa de gobierno capaz de revertir el rezago de décadas de atraso, desigualdad, pobreza, miseria, exclusión, racismo, machismo. Por supuesto que nadie esperaba que lo hiciera “de la noche a la mañana”, se sabía que ello llevaría lustros e incluso décadas en concretarse.

La primera gestión estuvo marcada por la política, el viejo régimen se negaba a espirar, utilizó todos los mecanismos a su alcance para desestabilizar al gobierno y sólo logró fortalecerlo, mientras cavaba su propia sepultura. También estuvo marcado por la construcción de un discurso orientado a dar contenido a algo que hasta 2005 apenas eran consignas, discurso que quedó plasmado en la Constitución Política del Estado. Constitución que pocos conocen y menos entienden, plagada como está de múltiples contradicciones, conciliaciones y adjetivos, donde serpentea el sueño de un país pluri-multi sin exclusiones denominado “Estado Plurinacional” y que tiene como fundamento el reconocimiento de la pre-existencia de 36 pueblos y naciones “indígenas-originarios-campesinos” que constituyen su sustento y su razón de ser y existir.

Pero a la hora de la verdad, cuando se inició el segundo periodo de gobierno, el proyecto comenzó a “hacer aguas” por todas partes. El año 2010 estuvo marcado por la elaboración de leyes destinadas a dar contenido y realidad al Estado Plurinacional, tarea necesaria, por cierto. Leyes “estructurales” denominaron a algunas y “coyunturales” a otras; pero, el mayor error del legislativo fue elaborarlas a puerta cerrada o, al menos, solamente abiertas para aquellos sectores y actores que el gobierno considera “su base”. Por su parte, el ejecutivo, en lugar de concentrarse en la gestión gubernamental, aprovechando de una coyuntura económica de extraordinaria bonanza, continuó adelante con su proyecto político hegemónico, como si no creyese en su propia constatación de que había “derrocado a la oposición”, se empeña en encontrar el “pelo en la leche” de cualquier gestión que no sea la suya propia, aunque para ganar crédito en este propósito hubiese tenido que “sacrificar” a los más avezados pillos del propio gobierno.

Si en este primer periodo cualquier crítica constructiva a la gestión gubernamental era auto-censurada a fin de no entrar en la “bolsa” de esa oposición obtusa, en este segundo periodo el paulatino alejamiento de las dirigencias de las organizaciones sociales, cada vez menos expresión de sus sectores, cada vez más “afines” –lo pongo entre comillas porque tengo la sensación de que esa afinidad es más prebendal que ideológica– al gobierno, amainó cualquier alternativa de cuestionamiento al gobierno y éste se creó la ilusión de que no existía, de que no existe crítica a su acción, que lo están haciendo “muy bien”. Quizás a ello se deba ese empeño enfermizo por descalificar cualquier expresión de visión, ya no contraria sino distinta de la suya propia.

Y la “cereza en la torta” la pusieron el 26 de diciembre con el sorpresivo anuncio del alza de los carburantes líquidos en un promedio del 74,5%. No se requiere ser economista para saber que esta decisión afecta directamente al bolsillo de la gente y lo afecta en escalada porque cualquier producto de la canasta familiar se transporta y quienes comercializan los productos aplican ese porcentaje de incremento al precio de cualquier producto, aunque ello sea absolutamente irracional.

La gente aguanta todo, la gente puede sentirse “enamorada del proceso”, identificada con la imagen y figura de Evo, esperanzada en un “cambio” –aunque no sepa con certeza para dónde va ese cambio–, la gente puede creer en cualquier discurso que provenga de alguien en quien deposita su confianza; pero, cuando le tocan el bolsillo, cuando le afectan su precaria economía, como lo es la de la mayoría de los bolivianos, se acaba el enamoramiento. La gente necesita llenar la olla y si, para llenarla a duras penas, tiene que hacer cualquier sacrificio, lo hace; pero si ningún sacrificio ayuda a llenar la olla, se le acaba la paciencia, porque con discursos ideológicos no se sostiene la economía familiar.

Y eso es precisamente lo que está pasando en este momento, la gente está manifestando su rabia, su impotencia, se siente traicionada por un gobierno que le prometió “cambio” y que le aseguró que la cuidaría como el mejor “padre de familia”. Pueden desgañitarse explicando que la medida era “necesaria”, pero ya nadie les cree, porque esa “necesidad” no es la suya propia, la suya es mucho más simple, más cotidiana, más de corto plazo. Con esta medida el gobierno está rifando su principal capital: la confianza de la gente. Y cuando un gobierno pierde la confianza de la gente las cosas se le ponen muy difíciles porque, más allá de cualquier otra consideración, entre pueblo y gobierno prima una relación subjetiva que pocos tienen en cuenta.

La Paz, 30 de diciembre de 2010

Jenny Ybarnegaray Ortiz es Psicóloga Social.

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