Megaproyectos derraman sangre indígena en México
Mientras
un grupo de comuneros indígenas purépechas de Arantepacua, municipio de
Nahuatzen, reiteraba su demanda de justicia a funcionarios del gobierno
de Michoacán, en la ciudad de Morelia, el pasado 5 de abril, a la misma
hora decenas de camionetas pick up con seis y ocho policías a bordo
irrumpieron de manera intempestiva en su comunidad allanando domicilios
particulares y sembrando la muerte y el terror entre los habitantes. El
“diálogo” de las autoridades se transformó en engaño y brutal represión,
que dejó un saldo de tres muertos, uno de ellos menor de edad, varios
lesionados y más de 10 detenidos.
No conformes con dejar tras de sí una
estela de pánico y luto en Arantepacua, las autoridades procedieron a
encarcelar a los 38 comuneros que habían aceptado “dialogar”; la mesa de
negociación no fue más que una trampa, pues tan pronto salieron del
Palacio de Gobierno fueron privados de su libertad bajo el cargo de que
el autobús en que se trasladaron a la capital del estado “era robado”.
Los nombres de José Carlos Jiménez
Crisóstomo, estudiante de enfermería de 25 años; del adolescente Luis
Gustavo Hernández Cuenete de 15 años y el comunero Francisco Jiménez
Alejandre de 70 años, asesinados a mansalva por policías estatales y
ministeriales, se suman a la larga lista de campesinos e indígenas
caídos o encarcelados en los últimos años por conflictos derivados de la
defensa de su tierra, su agua y sus recursos naturales en miles de
comunidades de todo el país, que se encuentran amenazadas por
megaproyectos de energía, minería y otras actividades extractivas, donde
las empresas nacionales y extranjeras gozan de la protección de las
autoridades municipales, estatales y federales para alentar los
despojos.
Por todo el territorio nacional los
conflictos sociales crecen de manera exponencial ante los atropellos de
la política económica capitalista que encontró en la aprobación de las
reformas estructurales y sus leyes secundarias, el sustento jurídico
para pisotear los derechos de por lo menos 31 mil núcleos
agrarios que son susceptibles de afectación bajo el argumento de que,
por ejemplo, los proyectos energéticos son de “interés público” y deben
ponderarse en aras del desarrollo nacional.
Y si bien el artículo segundo de la
Constitución dicta que para abatir las carencias y rezagos que afectan a
los pueblos y comunidades indígenas, las autoridades federales,
estatales y municipales tienen la obligación de: “impulsar el desarrollo
regional de las zonas indígenas con el propósito de fortalecer las
economías locales y mejorar las condiciones de vida de sus pueblos,
mediante acciones coordinadas entre los tres órdenes de gobierno, con la
participación de las comunidades. Las autoridades municipales
determinarán equitativamente las asignaciones presupuestales que las
comunidades administrarán directamente para fines específicos”; en los
hechos, los lineamientos de la reforma energética y sus leyes
secundarias hacen del precepto constitucional una contradictoria letra muerta.
Ante todo y sobre todo, los
megaproyectos deben ser protegidos por los tres órdenes de gobierno que
no han dudado en encarcelar y desaparecer a los líderes sociales que se
han opuesto a que comunidades enteras sean arrasadas.
Y lo peor está por venir, porque el
terrible rostro de la devastación apenas se asoma en el horizonte
nacional, aderezado por el apoderamiento de municipios y regiones
enteras a manos del crimen organizado. Michoacán es una muestra palpable
de la heroica resistencia de muchas comunidades indígenas que por medio
de las autodefensas, han repelido a los maleantes que han intentado
despojarlos de sus aguas y bosques y aplicarles el “cobro de piso”.
Los tres órdenes de gobierno se han
vuelto cómplices de las multinacionales y de estos grupos
delincuenciales que, a través de la fuerza de las armas, han desplazado a
comunidades enteras para permitir la irrefrenable deforestación y
extracción de minerales. La teoría del Estado fallido es una verdad
tangible que la clase política gobernante insiste en negar aunque los
hechos la reafirmen.
Lo registrado en Arantepacua pone de
manifiesto el desinterés de las autoridades por atender los problemas y
controversias de los pueblos originarios, así como la solución de otros
conflictos sociales derivados de otras reformas como la educativa. Tras
el derramamiento de sangre en esta comunidad, los informes oficiales
reeditaron los mismos argumentos empleados en Nochixtlán, Oaxaca, al
señalar que los policías que participaron en el operativo no llevaban
armas y “fueron emboscados”. En el poblado oaxaqueño murieron 11
personas por heridas de arma de fuego. Los disparos provinieron de los
cuerpos policiacos que también, supuestamente, no iban armados y fueron
víctimas de una “emboscada”.
La detención de los 38 comuneros que
acudieron a la trampa tendida por los funcionarios michoacanos y la de
los otros 10 habitantes de la comunidad que fueron privados de su
libertad bajo inexistentes cargo son parte de la estrategia que han
puesto en marcha los gobiernos estatales para intimidar a los indígenas y
campesinos que han decidido dar la lucha frontal por la defensa de sus
territorios. A esta generalizada represión se han sumado sin recato
alguno las fuerzas federales y las castrenses.
Para el criterio neoliberal, un indígena
comete un delito más grave al defender sus derechos y sus tierras que
un narcotraficante al asesinar y desplazar a comunidades enteras. Al
primero se le encarcela e incluso se le asesina; al segundo, se le
protege y respeta.
Ante esta escalada de agresiones a los
pueblos originarios y núcleos campesinos, que irá en aumento, las
organizaciones sociales y sindicatos independientes de todo el país
debemos adoptar una posición más actuante en el terreno de la
solidaridad, iniciando la tarea de convocar a un gran frente nacional
que denuncie estos latrocinios y defienda el territorio nacional, así
como los derechos de estos millones de mexicanos sobre la legítima
posesión de su tierra, su agua y sus riquezas naturales. Inaplazable,
por añadidura, echar atrás las reformas y sus leyes secundarias que
permiten estos saqueos, pisoteando la Constitución.
Martín Esparza Flores
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