Hiroshima: Los Primeros Tallos de la Ciudad Muerta
A 75 años de la bomba de Hiroshima, presentamos la crónica de Julio Scherer García que se publicó el 2 de diciembre de 1961 en Excélsior, y que da cuenta de su visita al Museo Memorial de la Paz de Hiroshima (Rogelio Flores).
HIROSHIMA, Noviembre. (Proceso). — Un campo sembrado son rosales y una avenida de cipreses conducen al Museo en Memoria de la Paz. Las rosas se abren espléndidas, a pesar del duro clima de estos días, a despecho del otoño que ya se abate sobre Hiroshima. Las hay de todos los colores, desde el blanco purísimo hasta el rojo intenso, y vemos unas amarillas, de tonos insinuados, de matices increíblemente pálidos, que se ocurre pensar querrían rivalizar con el toque que sólo puede lograrse con el pincel de un acuarelista.
El edificio del Museo aparece en perspectiva. Tiene la forma de un vagón de ferrocarril y, como es muy largo y al mismo tiempo está sostenido en lo alto por medio de grandes columnas de concreto, desde lejos simula un convoy al momento al cruzar un río. Edificio feo y sin carácter, con colores de la más honda tristeza, en que es exclusivo el gris plomizo, casi negro, el gris de un cielo que anuncia tormenta.
Kenzo Miguchi, soldado de la guarda del Emperador Hirohito en la pasada guerra mundial, se encuentra a nuestro lado. Su rostro se ha ensombrecido en los últimos minutos. Todavía cuando caminábamos por los prados, sonreía y aun bromeaba, al tiempo que hablaba sin cesar. Hablaba de su amada Hiroshima y recordaba cómo, cuando sus supervivientes se mostraban pesimistas, enseñaban sus heridas y contaban a sus muertos; cómo, cuando la desesperanza cundía, cuando nadie quería permanecer en ese infierno desolado, en esos campos que se aparecían como gigantescos desiertos de cascajo, como basurero sin fin donde se levantaban los esqueletos de unos veinte edificios tétricos, sin vida, totalmente desechos en su interior, sin más realidad que la de unas vigas de concreto que sostenían armazones de paredes y techos que nada resguardaban; cómo, entonces, nacieron las primeras hojas.
Fue en la primavera de 1946, unos cuantos meses después del estallido de la bomba atómica, cuando brotaron esas plantas, cuando reapareció el color verde sobre esa extensión fúnebre, sobre ese valle de un gris uniforme. Fueron hojas que consumaron los efectos de un milagro, pues cuando los pobladores de Hiroshima las vieron, cuando contemplaron los primeros tallos y pudieron palparlas, a pesar de que algunas eran feas y estaban cruzadas por franjas de color café, hojas enfermas que nacían entre ruinas, entre pedazos de hierros retorcidos, de madera calcinada, de cadáveres de hombres y animales, hubo un suspiro y luego un ahogado grito de alegría. Habían nacido los primeros frutos de vida en ese lugar macabro; la muerte no se enseñoreaba del todo, la existencia dominaba las sombras, la luz renacía.
Una palabra volvió a ser pronunciada en el campo devastado de Hiroshima, palabra que parecía sepultada para siempre, con sus 240,000 muertos: ¡reconstruir! Reconstruir y volver a nacer. Vivir, a pesar de los muertos y a pesar de las llagas. Respirar, palpitar, amar. Era posible, puesto que habían brotado nuevas hojas. Hubo quienes se hincaron ante ese renacer de la naturaleza; hubo quienes lloraron lágrimas muy dulces, que remojaron aquellas otras amargas, como ácidos que emanaron de las cuencas de ojos desesperados el día en que se tuvieron noticias de las madres, de los hijos, de los amigos muertos, despedazados o convertidos en teas humeantes.
Kenzo Miguchi está excitado. Ha vertido todo en un par de minutos. Y ha dicho que no mostrará esas hojas, hojas que para los habitantes de Hiroshima son tan amadas como las flores del cerezo para cualquier japonés. “Yo se las enseñaré”, nos dice el exsoldado de la guardia del Emperador. “Usted las verá y comprobará que algunas son feas, como todo lo que es enfermo, como todo lo que brota sin tiernos cuidados, sin amante protección”.
Luego guarda silencio este ser pequeño, de hombros estrechos y menudas manos, a quien no concebimos enfundado en telas militares. Camina con sus rasgados ojos negros fijos en el suelo, y como creyera sorprender que adivinamos sus pensamientos, nos dice: “Perdone, perdone usted. Pero nosotros aquí, en Hiroshima, nos emocionamos por todo”.
Y vuelve a su silencio, que se torna más y más obstinado conforme nos aproximamos a la mole sin carácter del Museo erigido en memoria de la paz.
Diez minutos después de haber penetrado al interior del edificio, habríamos querido salir de él. Nos rodean fotografías que muestran a seres desnudos o semidesnudos, con caras que han perdido todo rasgo humano a fuerza de sufrir y gritar. Hay rostros que se reducen a una boca, boca inmensa que clama, que llora, boca cuyos lamentos desgarradores creemos percibir; hay rostros, espaldas, torsos, piernas, brazos que parece han sido cubiertos con grandes brochazos de chapopote y aceite; son rostros y cuerpos negros, relucientes, caras y órganos quemados e inflamados, caras y miembros que se hacen pedazos, que se caen en trozos. Hay niños y niñas sin cabello sobre el cráneo, sin cejas, sin pestañas, niños a los que falta un pedazo de nariz, un pedazo de boca o de mejilla. Hay una fotografía que muestra a una criatura de ocho años y a lo que se cree perteneció a ella y que fue lo único que pudo encontrarse después de la explosión: dientes y muelas, pedazos de uñas y de falanges. El niño tiene la cara seria, ese rostro que adoptan los escolares cuando posan ante cámaras fotográficas el día de la inscripción en su colegio.
Pero los ojos reclaman nuevas visiones. “Vea eso”, expresa imperativamente con el índice apuntando en dirección a unos maniquíes conservados en vitrinas de cristal.
***
Vemos. Primero es el desconcierto lo que domina la sensibilidad, y luego, el horror lo que se apodera de ella. Estamos ante víctimas de Hiroshima, reconstruidas fielmente, a escala, con base en fotografías y documentos. Tienen los mismos jergones con que perecieron hace 16 años. Son pedazos de tela en estado inimaginable. Hilos colgantes, más que andrajos. Seres en el colmo del desamparo y la desdicha, en el extremo del sufrimiento, con actitudes crispadas que han perdido toda conexión con lo humano, con manos desesperadas que quieren asirse a algo, con plantas que no saben dónde posarse, sin duda porque se encuentran en el centro de un área que es toda ella una brasa.
Las caras de los maniquíes están cubiertas con capuchones negros. No necesitamos que se nos explique el motivo, a pesar de lo cual rompe el silencio la voz alterada de nuestro guía:
“Había visitantes que no resistían la imagen corpórea de esas víctimas de las jornadas de agosto de 1945. Hubo muchos que se desmayaron en el salón. Palabras mojadas en llanto, escalofríos que terminaban en temblores convulsos, hombres y mujeres que caían de hinojos frente a esos cuerpos de cera, manos que tocaban los cristales de las vitrinas, como en búsqueda anhelosa de una caricia, la caricia del ser que se quiso tanto y que pereció así, como ese maniquí que parece iniciar una danza ritual al fuego, devorado él mismo por las primeras llamas, obligaron a esa medida, a cubrir con gruesos capuchones negros las caras de las figuras representativas de quienes sufrieron la explosión atómica”.
Pero sigue el desfile de seres y objetos. Ya no son maniquíes, a los que nos negamos a ver un segundo más y de los que sólo podríamos expresar que resisten todos los recursos del horror y de la literatura tétrica. Ya no son más esas representaciones vívidas, sino ahora es una forma calcárea que, de momento, nada nos dice. No comprendemos. Nos encontramos frente a ella, como un profano ante una conformación pétrea de algún Museo de Geografía. “Es un pedazo de hierro, del hierro en un puente —narra Miguchi—. El calor fundió el metal. Y cuando se enfrió y se solidificó, ya bajo nuevas formas retorcidas, ya en esta especie de masa, fue encontrado en su interior un pedazo de tibia”. Ahora, hierro y tibia integran una nueva unidad a la que se consagra aquí un sitio especial.
Llegamos luego a objetos que no repelen y atraen al mismo tiempo, que no causan más trastornos en el estómago, que no anudan la garganta, que no provocan que la mirada se torne huidiza, que flaqueen las fuerzas. Son botellas y más botellas retorcidas en formas increíbles, que acaso ni siquiera un pintor de la era del abstraccionismo lograría relacionar con algún sueño o una visión propia de un rapto de demencia. Formas no sólo caprichosas, sino alucinantes, con alargamientos súbitos, con masas comprimidas, con idas y venidas que no ofrecen continuidad ni sentido y que están ahí como simple expresión de algo siniestro.
Vidrio derretido por el fuego atómico, material dúctil que más tarde, al enfriarse, adoptó formas inimaginables que no pueden describirse, porque en sí mismas son un absurdo. Sin embargo, el dedo de Miguchi señala: “¿Ve aquélla, esa cosa blanca que acaso fue una botella de sake? ¿La ve? ¿No le parece algo así como la cara de un niño que llora?” Respondemos que sí, por decir algo. “¿Y esa otra? —expresamos a nuestra vez—, la verde, ¿no es como un barco que ha encallado?”. Responde afirmativamente. Estamos seguros más por seguir una broma que tiene mucho de curativo que por cualquier otra razón. Y es que se trata de distraer la mente, de pensar en otras cosas, de escapar, aunque sea ilusoriamente, a ese horror, a esas fotografías y maniquíes, a esos pedazos de hombre en consunción, a esos rostros que claman con desesperación inaudita, a esas mandíbulas cerradas con fuerza tal que se antoja hicieron crujir dientes y muelas en un esfuerzo por contener gritos y lágrimas.
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Sentimos respirar cuando llegamos a las hojas. Las vemos ahí, en vitrinas, como si formaran la colección de un estudiante de Botánica. Están contenidas detrás de gruesos cristales. Nos fijamos en una, pequeña, de forma regular. Parece la hoja de un árbol de trueno, sólo que de un verde extremadamente claro. Es un verde límpido, el verde que pudiera contemplarse en las pupilas de una dulce mujer rubia del extremo norte de Europa. Es un verde sobre el que cabría decir que han caído las primeras gotas de una lluvia mañanera, vede puro, verde de aguas mansas. Y junto a él, una franja diminuta de color café, y más allá, en el extremo de la hoja, un café todavía más suave, ya más cerca del blanco.
Hay ahora un recodo en el Museo. No ha terminado la historia de este edificio en esos tallos, en esas hojas milagrosas, en esos vegetales que nacieron en el epicentro de la explosión, en el punto exacto del que se dijera no habría vida antes de 75 años. Resta por ver una serie de fotografías que parecen desentonar del anterior conjunto. En una aparece un barco pesquero, en otras centenares de pescados, cuidadosamente alineados, como prestos para ser ofrecidos en venta; una más muestra a un trabajador del mar.
Estas fotografías resumen breve historia:
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Abandonamos el Museo. Pasan muy cerca de nosotros, en tropel, muchos niños. Hay algunos de siete, quizá hasta de seis años de edad. Proceden de diversas escuelas y llevan sobre las cabezas, a manera de gigantescos distintivos, sus gorros de vivos colores, unos rojos, amarillo con verdes los más. Corren libremente por la avenida de cipreses y caminan con cuidado, por temor a las espinas, entre los prados sembrados de rosales.
—¿Se les permite la entrada al Museo? —preguntamos a Miguchi.
—Sí. Deben ver, sentir, ese horror, evitar que pueda volver a pasar.
No respondemos. Nos ahoga una nueva emoción. ¿Será posible que esos niños vean lo que nosotros hemos contemplado y que observen pedazos de piel humana, piel afectada por el calor y las radiaciones que ahora se conserva en frascos de alcohol, como si se tratara de animales extraños, de familias de microbios nunca antes conocidas, de hongos recién descubiertos en apartadas regiones? ¿Será posible que todo esto y lo que nosotros vimos y lo que nos negamos a descubrir con detalle, sea mostrado a esas criaturas?
Miguchi nos ha conducido, entre tanto, hasta el monumento erigido en memoria de las víctimas de la bomba atómica que cayó sobre Hiroshima la mañana del 6 de agosto de 1945. Es un monumento de conmovedora simplicidad. Muestra, como parte esencial, una especie de túnel de concreto, más ancho en su base y que termina por unirse, después de describir un principio de semicírculo, en un vértice que se encuentran a cosa de dos metros y medio de altura. Representa la forma de vivienda de los primitivos habitantes del Japón y quiere decir a todo aquel que se aproxima a él: “Observa cómo la supervivencia de este pueblo no tiene fin, a pesar de todo”. Debajo de ese techo imaginario de vivienda primitiva hay un gran bloque de piedra que resguarda —se nos dice—, los nombres de cada uno de los hombres, mujeres y niños que perecieron como consecuencia del estallido nuclear.
La imaginación se pierde en esos extravíos. Pero pronto vuelve a la realidad al conjuro de la voz de Miguchi, que lee el epitafio del monumento.
“Duerme pacíficamente: la Humanidad no repetirá más esta calamidad”.
Miguchi vuelve a hablar:
“Si fuera cierto, pero, ¿lo será? Y voltea con esos ojos muy negros y rasgados, ojos en los que nada puede leerse, pues los párpados casi los cierran y mantienen semiocultas las pupilas. Pero observamos la boca y ella sí exteriorizar sentimientos, boca que se pliega un rictus amargo, triste, pero que también deja adivinar, por el timbre de la voz, que se acoge a la esperanza.
“¿Será cierto? —repite Kenzo Miguchi—. ¿Será cierto que la Humanidad nunca más repetirá esta calamidad?”.
Y en las palabras del exsoldado de la Guardia Imperial hay la contradicción entre el pánico que se insinúa y un fervoroso anhelo que también se descubre, que también se abre paso…
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