Réquiem para la clase media
Luis Linares Zapata
Apartir de los años ochenta, los sucesivos gobiernos priístas (De la Madrid, Salinas y Zedillo) ya les habían dado demoledores golpes. En el inicio del siglo XXI, los panistas (Fox y Calderón), con sus frivolidades y pronunciadas ineficiencias, le asestaron, a la emergente clase media, el puñetazo final. Según los Censos Económicos de 2009, del total de empleados en las unidades económicas del país (28 millones) las microempresas (menos de 10 empleados) ocupan a 46 por ciento de ellos. Este dato se conjuga con otro que no deja de ser sorprendente: el veloz crecimiento, a últimas fechas, de esas microempresas. En efecto, durante los primeros meses de 2009, las micro crecieron una barbaridad, (419 mil adicionales, 9 por ciento de aumento) aun tomando en cuenta la profunda crisis que se abatió sobre México por partida doble: la mundial, con epicentro en Wall Street, y la propia, generada por los terribles efectos del modelo vigente de producción y gobierno.
Las pequeñas empresas junto con las micro forman 99.5 por ciento del total de unidades productivas. Es ahí donde laboran 19 millones de hombres y mujeres, 70 por ciento del total del empleo. Este enorme contingente de trabajadores y sus familias, puede ser considerado como la emergente clase media mexicana. Otra visión enfocaría el estatus de esa capa de población como aquella que ha abandonado la pobreza para unirse, con grandes esfuerzos, a eso que los economistas llaman el mercado de consumidores. El resto de fuerza laboral del país (9 millones) presta sus servicios en unidades económicas medianas y grandes. Esos trabajadores ahí empleados serían, a primera vista, la sustancia de la clase media ya consolidada, el México moderno y los ciudadanos más representativos del progreso. Un estamento sobre el que promotores del oficialismo positivista concluyen que, aquí y ahora, las cosas marchan por el buen camino. Basta, dicen, con acudir a los centros de consumo para apreciar la magnitud del logro neoliberal. Ver a esos millones de mexicanos que hacen cola en supermercados y centros comerciales de mediano y gran lujo para darse cuenta del avance conseguido. No recalan, porque no les importa mucho que digamos, en un proceso que avanza en medio de tal bonanza: la precarización laboral a través de la subcontratación (outsourcing) en las mismas empresas de fama y gran tamaño.
¿Adónde se fueron los más de 3 millones de personas y sus familias que cayeron en el desempleo con motivo de la última y devastadora crisis? Sin duda que no desaparecieron. Recalaron precisamente ahí, en las llamadas microempresas, un pomposo nombre para denominar lo que, con crudeza y sin folclorismos foxianos, se llama changarrización. Un refugio para la sobrevivencia, el rescoldo para defenderse de la más cruel proletarización que avanza sobre la inmensa geografía nacional. La parte vergonzante, semioculta, de esa visión del positivismo oficialista que no se quiere enfrentar.
Al profundizar en el significado, en el contenido de la denominación de microempresas, se encuentra uno de los fenómenos que explican, de cuerpo entero, la gravedad de la pauperización nacional. Lo que le da el color a ese triste panorama de abandono y desesperación, generalizado por la República. El saldo de más de 25 años de neoliberalismo a ultranza aderezado con una colonizada visión tecnocrática de la elite. No son las microempresas, sino en pequeña parte, unidades industriales, es decir, talleres u organismos que puedan agregar valor a sus productos o que al unirse, integren cadenas que concurran, con ventajas, al mercado nacional o mundial. Tampoco son proveedoras de las grandes empresas o de las maquiladoras. Las micro, en México, se concentran en el comercio y los servicios. Son, en realidad, puestos de tortas, comedores atendidos por una familia, taquerías, bicitaxistas, lavanderías, misceláneas, tlapalerías, escritorios públicos, talleres de talachas o reparadores de aparatos domésticos y muchas otras maneras en que los mexicanos canalizan sus ansias de progreso, encuentran salidas para defenderse, como pueden, de la marginación y la pobreza que los amenaza de manera cotidiana.
Para diseñar una estrategia electoral efectiva hay que penetrar en este terrible universo de abandono para que, desde ahí mero, se encuentren las formas y contenidos que la rellenen. También es ahí donde se hace, si se quiere, política en serio. Una política que se aleje de esa manera acostumbrada a girar en círculos concéntricos en la capital o principales capitales estatales. La política diferenciada de esa politiquería de café, de cenáculos exquisitos, de pasillos conspirativos, de elegidos y columneros; la elucubrada por centros de estudios convertidos en reductos justificatorios de la reacción continuista. Politiquería, en fin, para seguir sosteniendo un estado de cosas que agobia, que condena al destierro a todos esos millones refugiados en los changarros que pardean por toda la República. Hay urgencia de alejarse de esa forma de enfocar los fenómenos sociopolíticos como las consecuencias de trafiques de favores entre poderosos, de rencillas personales, de intrigas de grupo, de ambiciones y protagonismo de actores rutilantes.
La política moderna es la que se hace con y entre la gente y se aleja de las cúpulas. La que divisa las expectativas y reconoce los problemas en el trato directo con quienes las tienen o los padecen. Quehacer político a partir de encontrar salidas asequibles, de dirigirse a la gente en el idioma que entiende. Despertar la esperanza (una llama que, de veras, en México se extingue de manera acelerada) es el propósito y la justificación de la política cimentada en la dura realidad. Es por esta distinta concepción y práctica política, donde se concentra el movimiento liderado por López Obrador, que no se le entiende ni, a lo mejor, se quiere comprender. Despojar las decisiones que toma, las propuestas que hace, los movimientos que lleva a cabo de esa materia popular, es vaciar de contenido sus actos y planteamientos. López Obrador está en contra de las alianzas con el PAN o con el PRI, porque son los partidos que han ocasionado la changarrización. Porque son los partidos que no han podido, ni tal vez querido, diseñar programas que saquen de la postración a las mayorías, que les ofrezcan una opción atractiva. Son los que justifican y defienden los intereses más atrincherados de la plutocracia que es, en esencia, la fuerza opresora. Y aquí radica, precisamente, el callo que les pisa. Donde se descubren los pies de barro del sistema imperante que él denuncia con insistencia. El estado de México, como un preclaro ejemplo de lo dicho arriba, está tapizado de changarros y bolsones adicionales de pobreza. Y esta realidad, desconocida o ignorada, es la que está a punto de estallar, si no se le da consuelo, esperanza y alivio verdadero. A dar una salida, desde ahí y para esos habitantes, es a lo que se dedica AMLO con todo su movimiento y la izquierda real.
Fuente
Apartir de los años ochenta, los sucesivos gobiernos priístas (De la Madrid, Salinas y Zedillo) ya les habían dado demoledores golpes. En el inicio del siglo XXI, los panistas (Fox y Calderón), con sus frivolidades y pronunciadas ineficiencias, le asestaron, a la emergente clase media, el puñetazo final. Según los Censos Económicos de 2009, del total de empleados en las unidades económicas del país (28 millones) las microempresas (menos de 10 empleados) ocupan a 46 por ciento de ellos. Este dato se conjuga con otro que no deja de ser sorprendente: el veloz crecimiento, a últimas fechas, de esas microempresas. En efecto, durante los primeros meses de 2009, las micro crecieron una barbaridad, (419 mil adicionales, 9 por ciento de aumento) aun tomando en cuenta la profunda crisis que se abatió sobre México por partida doble: la mundial, con epicentro en Wall Street, y la propia, generada por los terribles efectos del modelo vigente de producción y gobierno.
Las pequeñas empresas junto con las micro forman 99.5 por ciento del total de unidades productivas. Es ahí donde laboran 19 millones de hombres y mujeres, 70 por ciento del total del empleo. Este enorme contingente de trabajadores y sus familias, puede ser considerado como la emergente clase media mexicana. Otra visión enfocaría el estatus de esa capa de población como aquella que ha abandonado la pobreza para unirse, con grandes esfuerzos, a eso que los economistas llaman el mercado de consumidores. El resto de fuerza laboral del país (9 millones) presta sus servicios en unidades económicas medianas y grandes. Esos trabajadores ahí empleados serían, a primera vista, la sustancia de la clase media ya consolidada, el México moderno y los ciudadanos más representativos del progreso. Un estamento sobre el que promotores del oficialismo positivista concluyen que, aquí y ahora, las cosas marchan por el buen camino. Basta, dicen, con acudir a los centros de consumo para apreciar la magnitud del logro neoliberal. Ver a esos millones de mexicanos que hacen cola en supermercados y centros comerciales de mediano y gran lujo para darse cuenta del avance conseguido. No recalan, porque no les importa mucho que digamos, en un proceso que avanza en medio de tal bonanza: la precarización laboral a través de la subcontratación (outsourcing) en las mismas empresas de fama y gran tamaño.
¿Adónde se fueron los más de 3 millones de personas y sus familias que cayeron en el desempleo con motivo de la última y devastadora crisis? Sin duda que no desaparecieron. Recalaron precisamente ahí, en las llamadas microempresas, un pomposo nombre para denominar lo que, con crudeza y sin folclorismos foxianos, se llama changarrización. Un refugio para la sobrevivencia, el rescoldo para defenderse de la más cruel proletarización que avanza sobre la inmensa geografía nacional. La parte vergonzante, semioculta, de esa visión del positivismo oficialista que no se quiere enfrentar.
Al profundizar en el significado, en el contenido de la denominación de microempresas, se encuentra uno de los fenómenos que explican, de cuerpo entero, la gravedad de la pauperización nacional. Lo que le da el color a ese triste panorama de abandono y desesperación, generalizado por la República. El saldo de más de 25 años de neoliberalismo a ultranza aderezado con una colonizada visión tecnocrática de la elite. No son las microempresas, sino en pequeña parte, unidades industriales, es decir, talleres u organismos que puedan agregar valor a sus productos o que al unirse, integren cadenas que concurran, con ventajas, al mercado nacional o mundial. Tampoco son proveedoras de las grandes empresas o de las maquiladoras. Las micro, en México, se concentran en el comercio y los servicios. Son, en realidad, puestos de tortas, comedores atendidos por una familia, taquerías, bicitaxistas, lavanderías, misceláneas, tlapalerías, escritorios públicos, talleres de talachas o reparadores de aparatos domésticos y muchas otras maneras en que los mexicanos canalizan sus ansias de progreso, encuentran salidas para defenderse, como pueden, de la marginación y la pobreza que los amenaza de manera cotidiana.
Para diseñar una estrategia electoral efectiva hay que penetrar en este terrible universo de abandono para que, desde ahí mero, se encuentren las formas y contenidos que la rellenen. También es ahí donde se hace, si se quiere, política en serio. Una política que se aleje de esa manera acostumbrada a girar en círculos concéntricos en la capital o principales capitales estatales. La política diferenciada de esa politiquería de café, de cenáculos exquisitos, de pasillos conspirativos, de elegidos y columneros; la elucubrada por centros de estudios convertidos en reductos justificatorios de la reacción continuista. Politiquería, en fin, para seguir sosteniendo un estado de cosas que agobia, que condena al destierro a todos esos millones refugiados en los changarros que pardean por toda la República. Hay urgencia de alejarse de esa forma de enfocar los fenómenos sociopolíticos como las consecuencias de trafiques de favores entre poderosos, de rencillas personales, de intrigas de grupo, de ambiciones y protagonismo de actores rutilantes.
La política moderna es la que se hace con y entre la gente y se aleja de las cúpulas. La que divisa las expectativas y reconoce los problemas en el trato directo con quienes las tienen o los padecen. Quehacer político a partir de encontrar salidas asequibles, de dirigirse a la gente en el idioma que entiende. Despertar la esperanza (una llama que, de veras, en México se extingue de manera acelerada) es el propósito y la justificación de la política cimentada en la dura realidad. Es por esta distinta concepción y práctica política, donde se concentra el movimiento liderado por López Obrador, que no se le entiende ni, a lo mejor, se quiere comprender. Despojar las decisiones que toma, las propuestas que hace, los movimientos que lleva a cabo de esa materia popular, es vaciar de contenido sus actos y planteamientos. López Obrador está en contra de las alianzas con el PAN o con el PRI, porque son los partidos que han ocasionado la changarrización. Porque son los partidos que no han podido, ni tal vez querido, diseñar programas que saquen de la postración a las mayorías, que les ofrezcan una opción atractiva. Son los que justifican y defienden los intereses más atrincherados de la plutocracia que es, en esencia, la fuerza opresora. Y aquí radica, precisamente, el callo que les pisa. Donde se descubren los pies de barro del sistema imperante que él denuncia con insistencia. El estado de México, como un preclaro ejemplo de lo dicho arriba, está tapizado de changarros y bolsones adicionales de pobreza. Y esta realidad, desconocida o ignorada, es la que está a punto de estallar, si no se le da consuelo, esperanza y alivio verdadero. A dar una salida, desde ahí y para esos habitantes, es a lo que se dedica AMLO con todo su movimiento y la izquierda real.
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