¿Qué quieren los maestros?
Maestros y electricistas marchan contra reformas estructurales. Foto: Octavio Gómez |
Tampoco a Televisa, cuando adoptó el plan, documentó en el documental De panzazo qué fallidos eran nuestros maestros de escuelas públicas, y propagó la urgencia de una reforma educativa. Y tampoco al nuevo gobierno de Enrique Peña Nieto, cuando decidió convertir la reforma en ley.
Y cuando la líder del sindicato mayoritario de maestros protestó contra la reforma, tampoco se le escuchó: se le encarceló por desviación de dineros, se colocó en su lugar al señor que le firmaba los cheques de los desvíos, un señor amenazado de cárcel, y por tanto irremediablemente dócil, y se procedió a llevar la reforma al Congreso, donde de nuevo nadie les preguntó a los maestros qué querían ellos.
Como si los maestros fuesen peones, chalanes, caballerangos, correveidiles, mozos.
Y sin embargo, no lo son, los maestros son maestros, y para que la reforma educativa descienda a las aulas y a nuestros niños, será a través de los maestros o no será. Todavía más, la terquedad del gobierno en no tomarlos en cuenta, y la andanada de insultos con que los comunicadores los han cubierto –nacos, salvajes, irresponsables, revoltosos, radicales, burros, ratas, chacales– amenazan con obstruir la reforma completamente.
Lo que fue una resistencia de los maestros de Oaxaca a principio de año hoy se ha convertido en una resistencia en 26 estados de los 32 de la República. Lo que fue una resistencia de la CNTE se está volviendo también la resistencia de maestros que con justa razón consideran que el SNTE es hoy un sindicato del todo sometido.
Bueno pues, ¿qué quieren los maestros que protestan contra la reforma? Me lo responde su vocero Francisco Bravo en una prosa que no es la de un naco ni un salvaje. Sobria, precisa, y sólo por momentos deformada en el eufemismo.
Quieren echar atrás la reforma educativa. Sí, como sus antagonistas dicen, porque les parece injusto perder sus plazas por reprobar evaluaciones, pero (como no dicen sus antagonistas) porque las insuficiencias de los maestros que reprueben también son responsabilidad de la Secretaría de Educación, que no los ha preparado adecuadamente ni los trata como a profesionales valiosos, dándoles salarios de hambre: 3 mil pesos gana una maestra rural, 6 mil 500 un maestro urbano.
Le hago notar al maestro Bravo que la nueva ley ya se modificó para que ningún maestro, repruebe o no las evaluaciones, sea despedido, una solución que al menos a quien esto escribe le parece que deja irresuelto todo, la calidad de los maestros tanto como su explotación. Pero no nos detenemos en ello porque por desgracia esa cuestión ya no es el centro de la revuelta de la CNTE. Su vocero me narra la otra mitad de la historia.
Tan luego la CNTE organizaba la disidencia, la Secretaría de Gobernación les ofreció que los maestros participaran en mesas de consulta en todo el país. Lo hicieron y en el proceso acumularon propuestas concretas. No propuestas administrativas, sino de contendido de la educación.
Tal vez, como a quien escribe le parece, eran demasiadas las propuestas y demasiado dispersas, y el amplio documento que las recoge, imposible de aplicar en lo inmediato. En todo caso la dificultad de su aplicación nunca entró siquiera en consideración: cuando la ley se presentó en el Congreso ninguna de las propuestas de los maestros había sido incluida.
Los capotearon. Los engañaron. Los desdeñaron. Francisco Bravo lo pone en un eufemismo: administraron el conflicto.
Por eso vinieron a la capital del país, con su exigencia inicial ahora sostenida por la rabia que les provocó el orgullo herido. Quieren echar atrás la reforma educativa ya votada y quieren participar en crear una nueva reforma más amplia, que no sólo los afecte a ellos sino que modifique a la Secretaría de Educación.
El presidente de México tiene poder de veto a la reforma y por ello en la capital marcharon a Los Pinos para pedírselo. Ahí salieron de la casa presidencial un par de funcionarios de bajo rango y los atendieron. A Francisco Bravo no le resulta accidental la topografía del encuentro, sino calculada como otra bofetada de desprecio: sucedió en una esquina del patio de Los Pinos, detrás de unos caballos.
Como también parece ser un cálculo para ofenderlos y satanizarlos el operativo del día siguiente, en que se les desalojó de la plancha del Zócalo. Los maestros estaban formando un consenso para retirarse por propia voluntad, para no irritar más a los ciudadanos de la capital, y dejar que sucedieran en el Zócalo las fiestas patrias, cuando se les vinieron encima los policías, los helicópteros, las tanquetas de agua, y los barrieron, mientras los comunicadores exaltaban por la radio y la televisión “la perfecta operación de desalojo”.
El gobierno debe entender la paradoja. No puede exigir a los maestros obediencia ciega y tratarlos a punta de desdenes y de tanquetas de agua, como si se tratara de la relación entre hacendados y peones, o entre burgueses y mozos, porque si eso fueran los maestros, peones o mozos, no quisiéramos que fueran los maestros de nuestros niños.
Y los comunicadores deberían guardar los diccionarios de insultos clasistas, y comunicar. Preguntar y preguntar, mostrar hechos y más hechos. Nada más. Nada menos.
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