La lógica criminal de las reformas
El titular de la Semarnat, Juan José Guerra Abud. Foto: Benjamin Flores |
Es la misma con la que La Tuta o Los Zetas pueden
decirnos también –no han dejado de hacerlo– que, en comparación con las
ventajas económicas que genera el crimen en la economía global, el
sufrimiento de la gente es secundario “porque no hay actividad humana
que no tenga impacto en la vida de la gente”. La diferencia es de
matices. Al secretario Guerra Abud lo ampara la legalidad de las
reformas estructurales aprobadas por los aparatos de gobierno –no por la
gente ni por el medio ambiente–, y puede declarar en conferencia de
prensa sin que nadie lo acuse de criminal; al fin, se trata de cosas que
sólo a los ecologistas alarman. A los otros, en cambio, no los ampara
nada más que la fuerza ilegal de su poder, cuyas consecuencias son tan
inmediatamente atroces que nos alarman a casi todos. Sin embargo, ambas
lógicas empatan. Los tecnócratas que nos gobiernan se niegan a ver los
vínculos que hay entre el desarrollo y el crimen. Para ellos, al igual
que para el crimen organizado, los costos humanos no cuentan, son meras
externalidades en función de un beneficio abstracto, que nunca se ve
reflejado en la realidad más que como lo que son, desastres
irreparables.
La evidencia es tan clara como el hecho de que, en el
momento en que el secretario Guerra Abud declaraba lo que declaró,
estaba –y continúa estando– en el centro de la realidad no sólo el
desastre ambiental del agua de los ríos Bacanuchi y Sonora provocado por
el derrame de 40 mil metros cúbicos de lixiviados de sulfato de cobre
de la mina Buena Vista del Cobre, sino la destrucción de comunidades, de
producciones locales y la generación de enfermedades y muerte de los
pobladores de la zona. Eso, que el secretario no ha tenido más remedio
que enfrentar porque la catástrofe es mayúscula –70% de los ríos del
país, según datos de Greenpeace, tiene diversos grados de contaminación
frente a los cuales la Semarnat no hace nada–, parece confirmar tanto
su tesis –“no hay actividad humana que no tenga impacto en el medio
ambiente”– como la de los criminales –“no hay actividad humana que no
tenga impacto en la vida de la gente”–. Son las externalidades –las
bajas colaterales, las estadísticas, que a pocos importan porque carecen
de rostro– que todo progreso comporta. Si a usted le tocó, ni modo,
usted disculpará, pero no haremos nada. Son las reglas del dinero, sin
el cual no hay desarrollo.
Hay, en ese sentido, una inextricable relación entre la
destrucción del crimen organizado y las del pragmatismo tecnocrático de
las reformas estructurales. Tal vez por ello el Estado no persigue al
primero como debería hacerlo –aunque dice que lo hace– y, al igual que
sucede con el derrame del sulfato de cobre, sólo se pone en acción
cuando el crimen desborda el silencio. Cree que puede administrarla
porque generalmente las víctimas de ambos órdenes pertenecen al mundo de
las mayorías, es decir, al de aquellas personas que no están preparadas
interiormente para la violencia y, más débiles que el opresor, no saben
gritar ni defenderse. “Sólo los revolucionarios –decía Solyenitzin–
tienen siempre consignas que lanzar a la multitud. ¿De dónde podría
sacarlas el hombre pacífico, el hombre común que nunca se ha metido en
nada” y que lo único que quiere es vivir en paz? Por eso los tecnócratas
se ensañan con él y dejan que los criminales lo hagan también. Al
borrar la política y el difícil trabajo de los equilibrios y las
proporciones de la vida humana, han dejado que se instale la barbarie en
el centro de la sociedad. De allí la crisis civilizatoria: la ruptura
de la política en nombre de la maximización del capital y del progreso
sin límite.
La acumulación de capital no es sólo –como lo pensaba
Marx– una simple relación entre el capital y el trabajo, el primero
explotando al segundo. Es algo más terrible: la destrucción de un
tercero inocente que alternativa o simultáneamente es la naturaleza, la
cultura, la tradición, la economía –en su sentido real de cuidado de la
casa– de subsistencia y sus saberes, y, finalmente, de las personas que
la hacen posible. Esa destrucción, como señala Jean Robert, no es
únicamente un “efecto secundario negativo” del proceso de acumulación
para el desarrollo, como lo piensan los tecnócratas, sino al mismo
tiempo el propio proceso metabólico del capitalismo que necesita
alimentarse de la vida. Eso es lo que ellos, que se han apoderado desde
hace tiempo del Estado, se niegan a ver. Eso es lo que nos está
destruyendo y corroyendo. Si no lo detenemos, la tragedia de Sonora se
hará tan cotidiana como el asesinato y la desaparición; entonces habrá
que buscar a México en las geografías del infierno donde habitan el
nazismo, los planes quinquenales del estalinismo, las catástrofes
ambientales y las bestialidades de las juntas militares.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San
Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus
autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses presos, hacer
justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y
funcionarios criminales.
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