Lucha libre deja estela de atletas sin cobijo social
Juan Manuel Vázquez
Periódico La Jornada
Viernes 13 de enero de 2017, p. a36
Viernes 13 de enero de 2017, p. a36
Hay dos señales que se repiten en casi en todos
los luchadores veteranos: la voz ronca, como si las llaves y topes les
hubieran destemplado las cuerdas vocales, y los cuerpos cada vez más
gruesos, que parecen aprisionados en la incómoda ropa de calle. Nada es
más absurdo que ver a esos gladiadores de ropas chillantes ahogados en
trajes sobrios que parecen a punto de reventar. Octagón cumple
con esas dos características del luchador de largo recorrido. No es
viejo, hay que aclarar. Pero resulta difícil imaginarlo corriendo sobre
una cuerda alrededor del cuadrilátero con aquella sutileza de ninja
veracruzano con la que quedó instalado en la memoria de los años 90.
En la lucha libre es común ver a las viejas glorias en decadencia;
hombres mayores jadeando por el esfuerzo para recrear las épicas
batallas de su juventud, pero Octagón no encaja en esa categoría. A los 55 años de edad y 35 de carrera profesional –que cumple este mes– sigue dando pelea.No pensaron lo mismo quienes hace un par de años dejaron de programarlo en las funciones y le dijeron que estaba acabado.
Ya estás viejo, cuenta que le espetaron de pronto, después de 22 años de trabajo ininterrumpido en la empresa que ayudó a levantar: la Triple A, proyecto con el que renació la lucha libre como espectáculo masivo en la década de los 90.
–Muy bien, entonces ya estoy viejo –respondió indignado Octagón– pues ahí nos vemos. Si hice la Triple A, puedo hacer otra. Voy a fundar mi promotora y a ayudar a mis compañeros.
El portazo fue sonoro. Sobre todo porque esa empresa, que regresó la lucha libre a la televisión y encumbró a los gladiadores como estrellas de la farándula, la considera, en parte, obra suya.
Durante años, la lucha libre se mantuvo viva gracias a la devoción de los aficionados que llenaban las arenas legendarias y los foros pobres de las periferias. Los más conservadores –relata Octagón– veían la televisión como un enemigo que podía afectar el negocio del espectáculo en vivo. Si los seguidores apasionados que asistían a las funciones se convertían en espectadores pasivos ante la televisión, entonces la lucha libre en vivo sería desplazada.
Para regresar a la televisión hicimos paros, hablamos con las autoridades, hasta que logramos que se permitiera transmitir nuestras funciones, recuerda.
Si en la época de oro de la lucha libre el cine inmortalizó a personajes como El Santo y Blue Demon, en la década de los 90 fue la televisión la que consagró a una nueva generación. Renacieron los de antaño, como Rayo de Jalisco y Canek, pero los nuevos héroes se llamaban Konnan, Atlantis y, desde luego, Octagón.
Un reporte consignado en la revista Proceso en 1991 da cuenta del éxito de esta nueva generación de estrellas y el malestar que provocó en los 2 mil 500 afiliados del entonces sindicato nacional de luchadores, que miraban con recelo las funciones televisadas. El principal reclamo era que resultaba una competencia desleal ante el negocio de las arenas.
Después vino el cisma ante la Empresa Mexicana de Lucha Libre y las estrellas del pancracio, junto a Antonio Peña, fundaron la Triple A, que se volvería un fenómeno comercial.
Yo me llevé gente de la Empresa Mexicana de Lucha Libre, Konnan se llevó a otros y con el licenciado Peña se nos ocurrió acercarnos a Televisa y funcionó, relata Octagón.
Nos volvimos exclusivos de Televisa y entonces hasta competíamos con el futbol. La lucha libre tuvo un renacimiento que se veía también en unos entradones de 15 o 20 mil personas en las arenas donde nos presentábamos, evoca Octagón con esa dificultad para articular, típica de quien lleva una máscara.
Fueron otros tiempos. El enmascarado lo dice sin asomo de nostalgia, porque para su beneficio la televisión hoy ya no es una plataforma dominante. La tendencia entre los trabajadores de los encordados es la independencia frente a las empresas tradicionales y la promoción en redes sociales.
El monstruo de hoy son las redes sociales, ya no necesitas la televisión. Hoy un luchador puede desafiar a empresas grandes y medios de comunicación, porque las redes te dan potencial. Y además no cuestan. Sólo necesitas un equipo de trabajo, alguien que te aconseje, porque antes nos manejábamos solos y por eso nos veían la cara tan fácil, señaló Octagón.
Un sentimiento enconado subyace en esa frase. En este enero de
2017, que debería ser todo festejo para celebrar sus 35 años de
luchador profesional, Octagón vive una disputa jurídica por el
nombre con el que ha trabajado por 28 años y por el despido
injustificado de la empresa que ayudó a fundar.
“Me reclaman el nombre de Octagón, que fue mi creación. Yo lo llevo desde 1989; la Triple A se formó en el 92, cómo pretenden ser dueños de mi nombre si las fechas no concuerdan”, reclama.
Al recordar los atropellos que sufren los luchadores, a Octagón se le dispara un sentimiento gremial, consciente de que, además, este espectáculo de acrobacias deja una estela de atletas-actores con el cuerpo destrozado y en desamparo absoluto, sin ninguna protección social.
En noviembre de 2016, una nota consignada en La Jornada describió el abandono que padecen algunas viejas glorias del cuadrilátero que acudieron a la Cámara de Diputados para exponer su situación. La imagen era el reverso marchito de este espectáculo.
Hombres y mujeres encorvados, sostenidos por bastones y las miradas clavadas en el piso. Todos con evidentes estragos por la edad, con lesiones severas y sin fondos para rehabilitarse.
La urgencia de una fuerza colectiva en un negocio en el que se trabaja al borde del accidente parece impacientar a Octagón. Los luchadores deben enfrentar con sus recursos cualquier accidente de trabajo y la convalecencia representa un quebranto financiero. Sólo –aclara– el Consejo Mundial de Lucha Libre asume la responsabilidad de sus trabajadores.
Cuando habla de luchadores viejos desde luego no piensa en sí mismo, aunque ese fue el argumento por el que lo despidieron de la empresa de la que fue fundador. Se refiere a esos hombres mayores que ya no pueden ocultar el abdomen abultado y se mueven sin gracia en el cuadrilátero.
Hombres que dieron sus mejores años para divertir a una audiencia que es al mismo tiempo comparsa, pero que llegado el momento no les perdona el deterioro.
Para Octagón, sin embargo, hay una fuerza más poderosa para pensar en una larga vida en los cuadriláteros. Ningún deporte interpela de manera tan directa a sus aficionados. Ni el distanciamiento de los estadios gigantescos en los que se celebra el futbol ni el aislamiento de los boxeadores, ajenos y ensimismados en el ritual de su inmolación en cada combate.
El luchador interactúa, principalmente con los niños, su público esencial; se toma fotos de camino al cuadrilátero, firma autógrafos. Incluso atiende las demandas de sus seguidores durante el combate. Da lo que le piden, vuela de la tercera cuerda o aplica una llave si eso es lo que quieren.
Y ahí radica la magia, porque, como escribió el semiólogo francés Roland Barthes en su libro Mitologías, al público de la lucha libre no le importa si lo que mira es un simulacro de batalla. La mayor virtud de este deporte
Fuente
Tantos años que estuve con ellos para terminar con una demanda, lamenta el luchador, cuya propiedad del nombre está en litigio con Triple A.
“Me reclaman el nombre de Octagón, que fue mi creación. Yo lo llevo desde 1989; la Triple A se formó en el 92, cómo pretenden ser dueños de mi nombre si las fechas no concuerdan”, reclama.
Al recordar los atropellos que sufren los luchadores, a Octagón se le dispara un sentimiento gremial, consciente de que, además, este espectáculo de acrobacias deja una estela de atletas-actores con el cuerpo destrozado y en desamparo absoluto, sin ninguna protección social.
En noviembre de 2016, una nota consignada en La Jornada describió el abandono que padecen algunas viejas glorias del cuadrilátero que acudieron a la Cámara de Diputados para exponer su situación. La imagen era el reverso marchito de este espectáculo.
Hombres y mujeres encorvados, sostenidos por bastones y las miradas clavadas en el piso. Todos con evidentes estragos por la edad, con lesiones severas y sin fondos para rehabilitarse.
¿Cómo es posible que terminemos así? Si fuimos ídolos de tantas generaciones, no puede ser que haya desenlaces tan tristes, reclamó indignado.
Cuando un luchador se hace viejo queda desamparado, no tiene seguro y pocos tienen ahorros para sobrevivir; eso fue lo que se vio ante los diputados. Por eso es necesario revivir el antiguo sindicato nacional de luchadores, para que podamos amparar y proteger a los compañeros y a las nuevas generaciones, agregó.
La urgencia de una fuerza colectiva en un negocio en el que se trabaja al borde del accidente parece impacientar a Octagón. Los luchadores deben enfrentar con sus recursos cualquier accidente de trabajo y la convalecencia representa un quebranto financiero. Sólo –aclara– el Consejo Mundial de Lucha Libre asume la responsabilidad de sus trabajadores.
Fuera de ellos, si un compañero se lesiona en una función, el promotor desaparece y lo deja a su suerte, expone.
Cuando habla de luchadores viejos desde luego no piensa en sí mismo, aunque ese fue el argumento por el que lo despidieron de la empresa de la que fue fundador. Se refiere a esos hombres mayores que ya no pueden ocultar el abdomen abultado y se mueven sin gracia en el cuadrilátero.
Hombres que dieron sus mejores años para divertir a una audiencia que es al mismo tiempo comparsa, pero que llegado el momento no les perdona el deterioro.
Hay que prepararse para el retiro. Antes de dar lástima hay que irse, pero es difícil tomar esa decisión porque la lucha libre es nuestra vida. La fama, el público, aunque uno debe estar consciente de que nos hacemos mayores, que perdemos la agilidad, pero no es fácil aceptarlo; es una decisión que nadie puede tomar más que el propio luchador, asumió.
Para Octagón, sin embargo, hay una fuerza más poderosa para pensar en una larga vida en los cuadriláteros. Ningún deporte interpela de manera tan directa a sus aficionados. Ni el distanciamiento de los estadios gigantescos en los que se celebra el futbol ni el aislamiento de los boxeadores, ajenos y ensimismados en el ritual de su inmolación en cada combate.
El luchador interactúa, principalmente con los niños, su público esencial; se toma fotos de camino al cuadrilátero, firma autógrafos. Incluso atiende las demandas de sus seguidores durante el combate. Da lo que le piden, vuela de la tercera cuerda o aplica una llave si eso es lo que quieren.
Y ahí radica la magia, porque, como escribió el semiólogo francés Roland Barthes en su libro Mitologías, al público de la lucha libre no le importa si lo que mira es un simulacro de batalla. La mayor virtud de este deporte
es el espectáculo en exceso, donde lo que importa no es lo que se cree, sino lo que se ve.
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