El presidente actor
Con el fin de revertir su merecida impopularidad, y en clara violación del artículo 134 constitucional, Enrique Peña Nieto ha utilizado sus dotes histriónicas además de recursos multimillonarios del erario en la promoción de su imagen. Para desgracia suya –y del país–, su vocación actoral no mejora su exigua capacidad como gobernante. Lo que natura no da, la mercadotecnia no presta.
No se puede hablar de un México incluyente cuando la desigualdad y la pobreza provocaron que el país, siendo la decimoquinta economía mundial, descendiera al lugar 77 de la lista del Índice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, cinco lugares abajo del que ocupaba en 2010 (PNUD, 2017). Entre 2012 y 2014, la pobreza aumentó en 2 millones de personas, al pasar de 53.3 a 55.3 millones de personas, de 45.5 a 46.2% de la población (Coneval). El país padece una desigualdad extrema: el 10% más rico gana 20 veces más que el 10% más pobre (el promedio de la OCDE es de cerca de ocho veces más). Mientras el PIB per cápita crece menos de 1% anual, la fortuna de los 16 mexicanos más ricos se multiplica por cinco (Oxfam, 2015).
No es sensato ni ético ufanarse de un México próspero si persisten tales niveles de pobreza y desigualdad. Además, la mitad de la fuerza de trabajo está en la informalidad, la productividad es muy baja, no existe seguridad jurídica, el desarrollo financiero es insuficiente, los servicios de salud son deficientes, la corrupción es rampante y el crecimiento económico ha sido de sólo 2.2% anual.
La educación de calidad en México es una meta todavía muy lejana. Más de la mitad de los alumnos no alcanzan el nivel de competencia básico en lectura y matemáticas, persiste una deserción de 55% durante el bachillerato, la mitad de los maestros evaluados en 2015 obtuvieron resultados insuficientes y suficientes (en oposición a buenos y sobresalientes). Aún hay mucho camino por recorrer en la capacitación y evaluación de los docentes. Las diferencias regionales siguen siendo abismales (OCDE, 2016).
Vanagloriarse de que México está en paz resulta ofensivo, tanto para las víctimas de la violencia como para los que temen padecerla. La violencia del narcotráfico se extiende sin control, lo mismo que la complicidad entre autoridades y delincuentes. La política de seguridad del gobierno peñista ha sido un rotundo fracaso; más aún: impunemente, el propio gobierno viola los derechos humanos, espía e intimida a ciudadanos críticos. Los asesinatos de periodistas tampoco son investigados ni castigados. Durante la administración peñista han ocurrido 104 mil 602 homicidios dolosos (Proceso 2131). El México de Peña Nieto ostenta el menor desempeño en seguridad y corrupción entre los países de la OCDE.
Ante la evidente disparidad entre la ficción creada y protagonizada por el mandatario actor y la realidad del país, queda de manifiesto el deseo de engañar a la ciudadanía. Demagogia y cinismo en su más pura expresión.
Entre la multitud de embustes y farsas gubernamentales ocurridas durante la presente administración, hay una que despunta por su trascendencia y gravedad: la imposición del procurador Raúl Cervantes como primer fiscal general de la nación. Si el presidente y su partido logran su propósito, se habrá anulado la condición fundamental para garantizar la autonomía, esencia de la nueva institución. (Al momento de escribir este texto el hecho no se ha consumado, pero existen todas las condiciones para que así ocurra).
La independencia probada del fiscal frente a toda autoridad gubernamental o filiación partidaria es la base para el buen funcionamiento de la fiscalía. Raúl Cervantes representa exactamente lo contrario: sumisión total a Peña Nieto y filiación al PRI. La trayectoria del procurador Cervantes muestra con claridad que durante su gestión la justicia ha estado supeditada a los intereses y órdenes del presidente (OHL y Odebrecht, Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán, etcétera.) Además, la evasión del pago de la tenencia de su Ferrari lo pinta de cuerpo entero. Todo ello lo descalifica para ocupar el cargo de fiscal general.
No obstante, el mandatario en turno se empeña en imponerlo, a fin de garantizar su propia impunidad y la de sus secuaces frente a cualquier acusación de corrupción u otros delitos durante nueve años. La cleptocracia peñista tiembla ante la posibilidad de que se ejerza la justicia contra el mandatario y su banda una vez que abandone el poder, como ha ocurrido recientemente en países como Brasil, Guatemala, Perú o Panamá, entre otros.
Por ello, la imposición de su incondicional Raúl Cervantes como fiscal es la prioridad imprescindible e inamovible de Peña Nieto. Es la única forma de asegurar su impunidad transexenal. Para lograr el pase automático de procurador a fiscal, el PRI cooptó a cinco senadores del PAN, cercanos al expresidente Felipe Calderón, incluido Ernesto Cordero, que fue nombrado presidente de la Mesa Directiva. Una vergüenza. Con ello no sólo aseguró la aprobación del pase automático de Cervantes, sino produjo una crisis en el PAN.
El histrionismo presidencial va más allá de ser un mero instrumento mercadotécnico o una muestra de autocomplacencia. Revela una mentalidad, una forma de concebir y ejercer el poder político: como hurto, simulación y engaño. Así llegó a la Presidencia y así se despedirá de ella. El presidente actor y sus comparsas tienen una cita pendiente con la justicia.
Este análisis se publicó el 10 de septiembre en la edición 2132 de la revista Proceso.
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