En deuda con Marx

 
PROCESO
 
Hace 200 años que nació, en la entonces Prusia (5 de mayo de 1818), uno de los pensadores más influyentes en la historia contemporánea. Su concepción de la realidad, sus tesis políticas, su análisis social, hoy, enfrentan una revalorización luego de que, tras la caída de la URSS, se pensaran superadas. Este trabajo entregado a Proceso es una relectura de las categorías marxistas, a través de un libro fundamental sobre el tema: La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal, del filósofo italiano Maurizio Lazzarato. Rodolfo Palma, ensayista, narrador y dramaturgo mexicano, sintetiza: El poder de la economía no se halla en el comercio, ni siquiera en la producción, sino en las finanzas, y es un poder sobre todo político.
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Hoy un texto de juventud de Karl Marx, pasado por el tamiz de Nietzsche, ilumina la abrumadora condición neoliberal comprendida en el concepto de biopolítica de Michel Foucault. Finalmente es una actualización del marxismo la que hace Maurizio Lazzarato en su libro sobre la hechura del hombre-crédito (La fábrica del hombre endeudado es como lo tradujo la editorial hispana Amorrortu, sin omitir su elocuente subtítulo Ensayo sobre la condición neoliberal), donde el término explotación se homologa con los de sujeción y dominio, puesto que en todos los niveles de la sociedad permea la relación acreedor-deudor.
El hombre común es un hombre endeudado, ya sea porque su país lo está o él, como sujeto, está a punto de agotar su crédito, como nervioso adolescente ante la maquinita de juegos. Y aquí hay que comenzar por llamar la atención sobre dos puntos: lo que el deudor adquiere con su crédito no es dinero, sino tiempo, y que aquél es impagable. Es más, los acreedores lo que menos quieren es que se les pague. Para ellos es doloroso que el esclavo compre su libertad, no porque acabe con el negocio, sino porque (ter)mina la relación de dominio. Ante todo se trata de política, sustentada en el poder económico de las finanzas y no de la producción o del comercio.
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Todo lo mencionado ya se encuentra en germen en El mercader de Venecia. Como es sabido, se trata de una deuda imposible de pagar sin atentar contra la vida del deudor, pues Shylock ha pedido como garantía del préstamo otorgado una libra de la carne de Antonio –que es el fiador–, y está más que dispuesto a cobrársela frente al tribunal precedido por el dux de Venecia, donde ocurren los hechos.
Varias veces se dice que lo que en realidad quiere el mercader es venganza más que su dinero (pues Antonio se la ha pasado insultándolo), lo que se comprueba cuando rechaza el pago por el triple de la deuda. Insiste en la libra de carne que, con seguridad una vez arrancada, provocará la muerte de Antonio. Pero lo más significativo, hasta momentos antes de que concluya la obra, es que Shylock ha probado ante la justicia la legalidad de sus actos. Incluso cuando irrumpe Porcia, disfrazada de sabio jurisconsulto, ésta lo reafirma: “Nadie puede alterar las leyes de Venecia. Sería una causa de ruina para el Estado”. Esa irrupción provoca dos giros en la situación. Primero, el literario: el contrato firmado entre el acreedor y el deudor dice literalmente ‘una libra de carne’, así que de irse con ella una gota de sangre una vez cortada implicaría un atentado contra Antonio. Bien por ello, pero sólo el público de 1596 puede esperar y aceptar un segundo giro, el de la justicia poética, el del castigo a la usura y al extranjero que ha pretendido dañar a un ciudadano veneciano y, como si realmente Shylock lo hubiera hecho, se le impone una pena que incluye la pérdida de la mitad de su inmensa fortuna. Aplausos (finales del siglo XVI) y unas cuantas carcajadas.
En el libro de Maurizio Lazzarato (2011 en francés, traducido al inglés al año siguiente y al español en 2013) no hay aplausos, menos risas, y los términos, aunque persisten (la deuda impagable, el gobierno que juzga, la relación acreedor-deudor), el resultado de su interacción se invierte. No utiliza el autor italiano la anécdota de Shakespeare, pero al final de su libro uno podría imaginarse que Shylock, exculpado y reivindicado con la libra de carne, abraza al jefe supremo del gobierno de Venecia y Génova. En El mercader, el gobierno protegió al deudor y castigó al acreedor, al que incluso tipifica como extranjero. En el Hombre endeudado, el gobierno no podrá hacer mucho por aquél si es que quiere protegerse a sí mismo, pues los gobiernos están endeudados y, como señala Lazzarato en su siguiente libro (Gobernar con deuda), “la deuda disciplina gobiernos”. Los acreedores imponen reformas y transforman los sistemas democráticos en autoritarios. Así, la intervención de Porcia puede actualizarse de la siguiente manera: ya no motivada por el amor, sino por la ambición, realiza un rescate financiero en su propio beneficio que, entre otras cosas, mantiene vivo a Antonio para que siga pagando la deuda, y para dar un sustento legal a sus actos hace firmar al dux una serie de decretos, tratados, acuerdos y reformas a las leyes para supeditar Venecia a sus requerimientos, al tiempo que se revela no su impostura como leguleyo, sino su origen extranjero, probablemente inglés.
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Lazzarato retoma los Comentarios a James Mill de Marx para fundamentar la relación entre deudor y acreedor. En este texto –que el italiano califica de muy nietzscheano– tal relación no se tipifica como la usual entre capitalistas, sino como una desigual en la que el pobre es juzgado moralmente por el prestamista. En términos actuales correspondería determinar si es o no “sujeto de crédito”. La expresión en sí misma contiene la relación que Marx prefigura –que después Nietzsche plantea y que Foucault conceptualiza en términos de biopolítica–, la que ubica al individuo en una cadena de dominio, de sujeción, cuyo extremo es la esclavitud, y en la que paradójicamente nunca se cuestiona su libertad (la de contraer deudas, por ejemplo). La relación acreedor-deudor “no pone en marcha las hostilidades físicas ni intelectuales como en el trabajo, sino la moral del deudor y su modo de existencia, su ethos”, señala Lazzarato.
Pareciera –según Marx– que en el sistema del crédito la autoenajenación ha desaparecido y que “el hombre tiene de nuevo una relación más humana con el hombre”. Aparentemente –ahora Lazzarato– “el crédito va contra las reglas del mercado y la relación capital-trabajo”, ya que se finca en una desconfianza. Sin embargo, concluye Marx que la relación es todavía “más infame y extrema porque su elemento ya no es una mercancía, el metal o el papel, sino la existencia moral, la existencia social, lo más profundo del corazón de hombre, y porque bajo la apariencia de la confianza del hombre en el hombre reside la más grande desconfianza y completa enajenación”. Y agrega Lazzarato: “con el crédito, Marx nos dice, la enajenación es completa ya que el trabajo ético es constitutivo de la persona y de la comunidad que son explotadas”. Como dice Marx, en el crédito es el hombre mismo que, en sustitución de cualquier “mecanismo”, se establece como “mediador en el intercambio, sin embargo, no como hombre, sino como un modo de existencia del capital y del interés”.
Este hombre convertido en mercancía, que debe transformarse en sujeto –en su doble acepción–, si es que pretende sobrevivir en la sociedad actual, es la creación del capitalismo más voraz y despiadado, a tal grado –enseña Lazzarato– que, aun desempleado o sin ser adulto, el hombre-crédito adquiere deudas con tal de transformarse a toda costa en ese sujeto. “El hombre mismo se convierte en dinero –dice Marx–, la individualidad, la moral del hombre mismo, se han convertido en objeto del comercio y de la materia por la cual el hombre existe”.
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El capital –en el tercer volumen del estudio que Marx le dedicó–, aunque es uno, “abarca tres diferentes formas: industrial, comercial y financiero”. El capital común de la clase es el financiero; el dinero “en los bancos es dinero en potencia, a diferencia del capital industrial, que es dinero” contante y sonante. Sin embargo, “los bancos y banqueros juegan un papel político de la mayor importancia, ya que proveen de “coherencia” y de estrategias a los capitalistas industriales” –declara Lazzarato, ahora apoyado en Lenin–. Pero esa coherencia se sustenta en hacer dinero del dinero, lo “que revela también su irracionalidad”. Esa irracionalidad –continúa el autor del Hombre endeudado– se “materializa en cada periodo ‘liberal’ y conduce casi automáticamente a las crisis más graves, cada vez dejando abierto el camino a las políticas autoritarias, como pasó en la Primera Guerra Mundial y el fascismo”.
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Lazzarato explica y pone al día a Marx: “la organización capitalista se vuelve subjetiva no por la intervención del capitalista industrial (quien ahora cumple una función meramente de director de producción), sino por la del capitalista financiero (un propietario cuyas posibilidades de tomar decisiones se han desterritorializado.“ El poder de la economía no se halla en el comercio, ni siquiera en la producción. Es en las finanzas, y es un poder sobre todo político.
Cuando Donald Trump se disgusta porque en la balanza comercial con México éste vende más de lo que le compra a Estados Unidos, al grado que apunta a situarse en segundo lugar entre los países vendedores con superávit detrás de China, no logra comprender que el quid del poder económico no está en el comercio, sino en las finanzas. Es decir, el rico puede muy bien gastar su dinero en productos que no puede adquirir en su país, tan exóticos como el mango o el aguacate, porque sus enormes fortunas provienen de otro sector, del mundo financiero, donde –hasta el momento, sus habitantes lo creen así– el dinero se reproduce en dinero. Por ello, viviendo en ese mundo, tanto comerciantes como industriales, por más que vendan o por más que produzcan, son esclavos del capital, a tal grado que la relación acreedor-deudor ha sustituido –aunque Marx más bien diría que es diferente y complementaria a– la del capital-trabajo, y convertido en empresario-de-sí-mismo a todo sujeto. Es decir, en un endeudado.
El empresario-de-sí-mismo asume muchas veces su papel tan a la perfección que libera al Estado de su obligación de protegerlo. Como éste también se ahoga en deudas –que incluyen la del empresario-de-sí-mismo– recibe un inesperado alivio: puede cancelar su atención social y que cada quien mate su propias pulgas. O, si sus ciudadanos no están lo suficientemente convencidos (u obligados) de querer ser empresarios-de-sí-mismos, el Estado podrá endeudarse aún más para, en nombre de esos renuentes, apagar sus quejas con paliativos económicos que llamará inversión para el desarrollo; al cabo de los años, se les exigirá su pago a los descendientes que, cuando se contrajo la deuda, no habían siquiera nacido.
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No basta extender el padecimiento del hombre-crédito al Estado para entender la gravedad de la situación de las naciones endeudadas, a menos que, retomando a Marx, digamos con alarma que se han convertido en mercancía, aunque eso implique borrar el rostro, la individualidad de millones de personas. Emmanuel Macron en su libro Revolución (Lince, 2017) lo hace de esta manera todavía humana: “Desde hace más de 30 años, la derecha y la izquierda han reemplazado el débil crecimiento por la deuda pública… hemos cometido el error más grave: romper la continuidad histórica dejándoles a nuestros hijos la carga de una deuda insostenible, por no haber tenido el valor de afrontar la realidad. Todos somos culpables de esa cobardía. Un país no puede vivir eternamente en la inercia y la mentira”.
Este texto se publicó el 20 de mayo de 2018 en la edición 2168 de la revista Proceso. 

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