Palabra de neoliberal
Primero habría que aclarar que no existe un “lenguaje” neoliberal sino más bien una intención, un uso específico de las palabras que le propina a los que su sistema margina y cómo arropa en eufemismos la dura realidad que provoca. El lenguaje para los neoliberales es usado como un arma para vender, es una jerga de la competencia, del pragmatismo del ego, y de una incesante auto-distinción. Por eso, no respeta el valor de verdad que reside en lo profundo del lenguaje sino que lo utiliza para ganar una discusión al instante. Usan al lenguaje como respuesta inmediata para ganar la atención, como algo elaborado para aparecer fácil de entender, apoyado en unos cuantos puntos que se hacen llegar en forma de hechos indebatibles, como una exposición para posicionarse como un producto y tomando a las palabras como un medio para vender.
Esa economía del lenguaje no busca satisfacer la parte de relación interpersonal que subyace a todo mensaje, sino que busca vencer en lo inmediato al que la escucha, subyugándolo o quitándole credibilidad. En general, es un uso del lenguaje que no prevé las consecuencias que minan su propio uso. En el caso de la crisis financiera de 2008, lo que erosionó fue la capacidad misma de las palabras para sustentar una verdad y, entre ellas, la facultad del lenguaje de prometer.
En los discursos de los economistas neoliberales alcanzamos a apreciar cómo han hecho que el lenguaje nos falle en situaciones en que lo necesitamos; en la urgencia, la necesidad y la búsqueda de confianza. Sin un referente real, su lenguaje le da vueltas al vacío de la deshumanización del otro y del eufemismo de lo terrible: llamar “loco”, “senil”, “atrasado” al contrincante que propone atemperar la desigualdad y, por otro lado, llamarle “desarrollo nacional” a la entrega de recursos nacionales a amigos, parientes, y compadres.
En la cultura neoliberal no existen las verdades sino sólo las opiniones. Sólo diciendo que todo es cuestión de un parecer o de una creencia se evita el tener que lidiar con la verdad. Cuando Donald Trump falsea un dato, su vocero dice que ha dicho “un dato alternativo”. Esto abre un canal para los discursos de odio y del dinero que fluye hacia quienes los propinan. La verdad, el conocimiento, los saberes ya no son necesarios para producir sentido.
Así como el idioma de la Guerra Fría realmente no requería de un referente real –“la amenaza comunista”– y era más bien un ensamble de palabras clave; hoy sucede lo mismo con el uso mercadotécnico del lenguaje. La forma en que el neoliberalismo trata al lenguaje está, por ejemplo, en la descalificación de las lenguas indígenas a favor de la enseñanza del inglés. En la primera, lo que se busca es la riqueza de visiones del mundo y su relación comunitaria; en otro, es ver al idioma como una ventaja competitiva para conseguir un trabajo en una empresa que, por descontado, será norteamericana. El ataque fue, en boca de un comentarista de internet, bruto: “No me imagino una reunión de planeación en tolteca”. Las palabras no sirven para interactuar, sino como ventaja para el éxito comercial. A los que se oponen a ellas, se les insulta, se les ridiculiza, se les etiqueta –“tolteca”– sin ninguna consideración histórica o moral.
El propósito más alto del lenguaje es ayudar a clarificar el mundo. El filósofo Michel Foucault se refería a él como crítica: “es el arte de la insubordinación voluntaria”. Lo que busca el lenguaje crítico es el rigor, la atención sobre el contexto histórico, y la presteza para denunciar omisiones, contradicciones, insuficiencias y evasiones. Por eso, el lenguaje no es una fórmula arcana, sino un ejercicio cotidiano de poder. Los neoliberales lo entendieron. Al nombrar su propia ideología como “nuevo liberalismo” la hicieron pasar como algo “natural” para no dar cuenta de su carácter discriminatorio. Cuando idearon el nombre, buscaron significar que libre mercado y democracia iban juntos y encubrir que estaban creando un sistema de monopolios a quienes la mitad de la población le estorba para extraer materias primas y la otra no le sirve si no cobra salarios de hambre.
Hay una historia que encarna lo que hemos sufrido como hablantes y escuchas en el neoliberalismo. Se da justo en el nazismo, régimen que los neoliberales querían exorcizar desconfiando de todo Estado. Es la creación del Diccionario de lo Inhumano por un profesor de novela, Viktor Klemperer, quien, por las leyes antijudías, tuvo que abandonar su puesto en la Universidad de Dresden. Orillado a la mendicidad, comienza a hacer una lista de palabras usadas por los nazis. La primera es “strafexpedition”, expedición puntiva, que se refería a la entrada de los comandos de las SS en los barrios y comercios de judíos. Registró con toda claridad el vuelco hacia lo positivo y deseable del término “fanático” y del uso de la categoría subhumano para referirse a quienes no eran arios. El profesor Klemperer tomó puntual nota de la contraofensiva lingüística de los judíos que se burlaban de la estrella amarilla que los obligaban a portar en sus vestidos como si fuera una medalla, no al “mérito”, sino al “semítico” –sémite por mérite, en francés– y esa misma estrella lo salvó. En 1945, tras la reducción de Dresden a la edad de piedra por las bombas, su ropa se desbarató. Perdió la distinción amarilla de subhumano y pudo huir caminando hasta Bavaria. Ahí conoció a quien sería su pareja y biógrafa, Sara Kätchen, presa en un campo de concentración por el delito de “expresiones”, es decir, por burlarse de las palabras del nazismo.
La historia de Klemperer es la de todos los hablantes y escuchas que nos oponemos a un uso del lenguaje que borre los significados, que sea vehículo de la deshumanización del otro y sirva a la uniformidad incontestable. Con el lenguaje debemos ser burlones cuando se nos presenta como inamovible, sagrado, y en su forma más rígida, es decir, en reglas y no en el uso interpersonal. Cuando James Joyce se estaba quedando ciego, hizo que Samuel Beckett le leyera un libro, Contribuciones a la crítica del lenguaje, de Fritz Mauthner. Ahí, el filólogo establecía que palabras como “libertad” y “virtud” tenían distintos significados para personas diferentes, como el uso de “Dios”. Las palabras, en sí mismas, no eran buenas o malas, sino por el uso que de ellas hacemos.
No podemos evitar la sugerencia que tanto Finnegan’s Wake –esa explosión del sinsentido de los idiomas– como Esperando a Godot –ese no decir al hablar– provengan de esa lectura desconfiada, distante y, a la vez, enamorada de las palabras. Después de todo, el lenguaje es un bien común y no la moneda de cambio de los neoliberales. A pesar de que el lenguaje se usa para ganar y mantener el poder, y que lo usamos para engañar y mentir, para acrecentar el error y sobre enfatizar lo positivo, también sirve para sentir, compartir el dolor, tener sentido, dignificar a los otros y mantenerse cuerdos. El lenguaje no es entre dos hablantes sin género, sin raza o etnicidad, sin cuerpo, sin clase social o región, sin contexto, historia personal, familiar, comunitaria. Es lo que sucede entre las personas. Y la verdad todavía nos importa.
Esta columna se publicó el 19 de agosto de 2018 en la edición 2181 de la revista Proceso.
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