Honrar y dignificar a los normalistas de Ayotzinapa
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Transitar de la narrativa
ciudadana a la narrativa jurídica para luego incursionar en la narrativa
judicial propiamente dicha no es una tarea fácil. Todo lo contrario, se
trata de un colosal desafío, sin duda equiparable a cualquiera de los
doce míticos trabajos encomendados al gran Hércules por el Oráculo de
Delfos como penitencia por haber dado muerte a su mujer y sus hijos.
El núcleo duro de ese escarpado sendero
tiene que ver con los recovecos procedimentales que es preciso recorrer
hasta que se emita el veredicto final. Agotar ese trayecto puede
resultar en extremo complicado, tardado y costoso, sobre todo cuando
estamos en presencia de casos paradigmáticos relacionados con
violaciones graves a los derechos humanos.
Esas circunstancias, aunadas a las chicanas
que suelen poner en juego las autoridades y a los anillos de
complicidad que con frecuencia rodean a los responsables, hacen emerger
el ambiente propicio para inocular en las víctimas un sentimiento de
impotencia, desánimo e incapacidad para remar contra la corriente. Esta
suerte de desesperanza inducida propicia el fortalecimiento de la
impunidad crónica o sistemática, el mal de males de nuestra frágil
estructura democrática.
Dos ejemplos ponen de relieve la
gravedad de esa patología jurídica. El primero está referido a los
procesos judiciales relativos a la masacre del 2 de octubre de 1968. Esa
heroica lucha tomó más de once años. Arrancó en 1998, cuando Raúl
Álvarez Garín, Félix Hernández Gamundi y otros activistas del Comité 68
interpusieron una denuncia ante la PGR, cuya indagatoria fue abierta
cuatro años después. En 2002 se llevó a cabo el ejercicio de la acción
penal y fue hasta 2009 cuando se dictó la sentencia definitiva que
establecía que dicha atrocidad fue constitutiva del crimen internacional
de genocidio.
Insólitamente, el expresidente Luis
Echeverría fue puesto en libertad con las reservas de ley bajo el
argumento, absolutamente inverosímil, de que en los autos no había
evidencia alguna, ni siquiera de carácter indiciario, de que hubiese
conocido o participado en los hechos. Genocidio sin genocidas fue la
ignominiosa paradoja resultante de este histórico esfuerzo ciudadano y
político.
Un escenario igual de intrincado ha
rodeado la judicialización de la desaparición forzada de los 43 alumnos
de la escuela normal rural “Raúl Isidro Burgos”. Dentro de la
trascendental sentencia ejecutoria emitida por los valientes magistrados
del Primer Tribunal Colegiado del Décimo Noveno Circuito se ordenó la
instalación de la Comisión para la Investigación de la Verdad y la
Justicia del caso Iguala. Ese mandato judicial no ha sido cumplido
debido al despliegue de una compleja red de más de doscientas
impugnaciones gubernamentales alimentadas de un sentido claramente
faccioso, manipulador y contrario a los derechos humanos.
Desafiando la malicia procesal de la que
han hecho gala las muy indignas autoridades, un tribunal federal acaba
de resolver que no existe imposibilidad jurídica alguna para dar
cumplimiento al fallo en cita; esto es, la Comisión tiene un
indiscutible sustento constitucional, convencional y legal, razón por la
cual puede y debe ser puesta en funcionamiento ya que es el vehículo
idóneo para saber qué ocurrió en los aciagos días del 26 y 27 de
septiembre de 2014.
Así pues, la próxima administración
tiene ya en sus manos un extraordinario instrumento para hacer brillar
la luz refulgente de la verdad y la justicia. Honrar y dignificar a los
normalistas de Ayotzinapa, víctimas de un horrendo crimen de lesa
humanidad, es un imperativo ético, jurídico, político y humanitario que
no admite excusa ni dilación alguna.
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