Juárez, estadista liberal
Las tres cualidades decisivamente importantes para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura, las tuvo Benito Juárez. La figura del estadista –admirado por el futuro presidente electo López Obrador– se mantiene a lo largo de la historia, así como su lucha por separar al Estado de la Iglesia
Benito Juárez fue “un hombre de
principios [y] un consumado político”. En nuestra historia nacional,
nadie como en él reúne las características, como mandadas a hacer a su
medida, de las “tres cualidades decisivamente importantes para el
político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Pasión en el
sentido de entrega apasionada a una causa, al dios o al demonio que la
gobierna… La pasión no convierte a un hombre en político si no está al
servicio de una causa y no hace de la responsabilidad para con esa causa
la estrella que oriente su acción. Para eso se necesita [y ésta es la
cualidad psicológica decisiva para el político]: mesura, capacidad para
dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la
tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las
cosas… Sólo el hábito de la distancia [en todos los sentidos de la
palabra] hace posible la enérgica doma del alma que caracteriza al
político apasionado y lo distingue del simple diletante político
estérilmente agitado. La fuerza de una personalidad política reside en
primer lugar, en la posesión de estas cualidades” [1].
El Juárez biológico nació en 1806 y
falleció en 1872; pero el Juárez histórico permanece como un hombre del
demos de la Historia Universal, en calidad de estadista mexicano. Fue un
combatiente por la democracia liberal y constitucional.
A su regreso de su destierro, en 1855,
ya circulaba la obra de Alexis de Tocqueville, como lo prueba la edición
salida de la célebre imprenta de Ignacio Cumplido. La obra de
Tocqueville fue traducida por A Sánchez de Bustamante. Obviamente fue
lectura novedosa y obligada de los liberales y no es aventurado hacer la
conjetura de que Juárez, directa o indirectamente, haya tenido noticia
del libro que fundamenta el liberalismo democrático y constitucional. De
ello se derivaría que Juárez, al conocer la teoría de liberalismo
político y del liberalismo económico, hubo de hacerlo por medio de
libros y periódicos que informaban de esas ideas. De éstas aprendió que
“el objetivo de la política no es la felicidad, es la libertad” [2].
Y es que Juárez no buscó en la religión
una justificación, como creyente que fue, para salvar su alma. Político
consumado y consumido por ella, como dice Daniel Cosío Villegas, tampoco
invocó ninguna ética metafísica ni código ético para normar su
conducta: tuvo plena conciencia de que solamente el orden jurídico, en
cuanto constitutivo del Estado; las normas jurídicas creadas y puestas
por el hombre, son las únicas que pueden normar la conducta individual y
colectiva de una comunidad, de una sociedad.
Un Estado es una estructura jurídica con
sus contenidos o fines políticos y no podía estar como parte de la
Iglesia, en cuanto que ésta es una institución sometida a ese orden
jurídico. Y con la información de liberalismo universal es que Juárez
sabe que no hay más que una opción: separar al Estado de la Iglesia.
Hacer del Estado un Estado laico, ajeno completamente a cualquier
religión para garantizar la tolerancia religiosa y todas las libertades
políticas. Sabía Juárez que “quien quiera en general hacer política y,
sobre todo, quien quiera hacer política como profesión, ha de tener
conciencia de estas paradojas éticas y de su responsabilidad por lo que
él mismo, bajo presión, puede llegar a ser. Repito que quien hace
política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo
poder” [3].
Juárez, como ningún otro político
mexicano, supo que “la política consiste en una dura y prolongada
penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere,
al mismo tiempo, pasión y mesura… Y que en este mundo no se consigue
nunca lo posible si no se intenta lo imposible”.
Por eso, Juárez fue un obediente maestro
de la política que lo hace ejemplo de lo que se llama vocación para la
política, en los términos weberianos de que “sólo quien está seguro de
no quebrarse cuando desde su punto de vista, el mundo se muestra
demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él ofrece; sólo quien
frente a todo esto es capaz de responder con un sin embargo; sólo un
hombre de esta forma construido tiene vocación para la política” [4].
Pareciera que el clásico de la
sociología, Max Weber, estuviera escribiendo sobre Juárez al estructurar
su penetrante estudio político sobre lo que es, entre los políticos, la
figura singular de dimensión universal. Una a una, las características
propuestas por Weber van reconstruyendo, como un rompecabezas, las
piezas que al término de ser ensambladas proyectan la personalidad de
Juárez, al lado de los grandes estadistas que han sabido conducir la
nave estatal, no al puerto seguro de las autocracias, sino mar adentro
de la tarea democrática.
El
Estado mexicano: laico, republicano, de imperio de la ley
constitucional, de tolerancia religiosa, de convivencia en la paz
mundial, de respeto a la soberanía territorial, de principios
federalistas, de libertades políticas, de educación laica y del buen
gobierno republicano, tienen su origen en la generación de la Reforma
que encabezó Juan Álvarez, y tuvo en Juárez a su más notable ejecutor
hasta las últimas consecuencias de los ideales, teóricos y prácticos, de
lo que significaron la Constitución de 1857, las Leyes de Reforma, la
restauración de la República y la consolidación del estado de derecho.
Juárez fue una individualidad singular,
un político con la clara consciencia del político liberal que se
proyectaba desde las corrientes del liberalismo europeo y
estadounidense. Un Juárez que es actor de la historia universal, como
consta en una investigación sobre la época del liberalismo político y
económico. Un liberalismo que había llegado a las playas del naciente
Estado mexicano, de la mano nada menos que de don José María Luis Mora,
el célebre autor de México y sus revoluciones. Historiador,
periodista, patriota. Los escritos de Mora eran conocidos por los
liberales que alumbraron la Revolución de Ayutla. El trabajo de Charles A
Hale, es un arsenal para hurgar en esos antecedentes [4]: para ubicar
al estratega republicano del liberalismo mexicano, las páginas escritas
por un grupo de investigadores sobre la concepción universal a la
particular mexicana, como una antología del liberalismo implantado como
experiencia histórica mexicana, es el libro El liberalismo y la reforma en México” [5].
Nadie como Juárez, en ese contexto,
había llegado a la conclusión de que “el conflicto entre liberalismo y
la reacción era tanto religioso como político… [y] que los liberales se
oponían a la monarquía también se oponían a la intervención de la
Iglesia en la política y en el gobierno… [porque] en general los
liberales eran racionalistas y librepensadores que favorecían al Estado
laico o secular, y querían la limitación de la Iglesia en asuntos
puramente religiosos…y que la más preciada de las libertades civiles ha
sido la libertad de pensamiento y expresión”. Y que la igualdad ante la
ley es fundamental [6].
Juárez entró a la competencia política, a
partir del triunfo de la Revolución europea del siglo XIX, cuando “los
conflictos entre liberales y reaccionarios culminaron en el gran
movimiento europeo que se conoce con el nombre de revolución del año
1848”, cuando ya había reflexionado sobre el fáctum del liberalismo
político como programa libertario y liberador de las cadenas coloniales y
feudales que inmovilizaban a la nación mexicana y cuyo status quo
defendieron con la violencia contrarrevolucionaria los conservadores con
su ideólogo Lucas Alamán.
Con esas inteligencias ilustradas de la
generación de la Reforma y una de las más poderosas figuras, la de
Miguel Lerdo de Tejada, es que Juárez, sobre los hombros de todos ellos,
puede mirar el futuro inmediato a partir del 4 de octubre de 1855,
cuando fue designado ministro por el presidente Juan Álvarez, hasta el
18 de julio de 1872, cuando muere el individuo biológico para
transformarse en el estadista permanentemente histórico de México.
Los adversarios de Juárez han criticado
algunos de sus actos, como las facultades extraordinarias, el proyecto
de un tratado que nunca se legalizó, el llamado Mac Lane-Ocampo, sus
reelecciones y algunos más que se han discutido y deben continuar siendo
objeto de opiniones a favor y en contra. Pero en la suma y resta de su
ejercicio del poder del Estado, en su calidad de presidente
constitucional de la República, el resultado es sobradamente favorable.
Y es que sus contribuciones al dirigir a
la generación de la Reforma son las de un estadista que logra el visto
bueno de gran parte de la sociedad y que con sus actos educa a una
nación para que vaya comprendiendo que las ideas liberales son la
modernización política y económica para transitar del antiguo régimen,
despótico y reaccionario –de Antonio López de Santa Anna y los
conservadores aliados con la Iglesia–, al Estado laico sustentado en los
derechos del hombre, como fines políticos establecidos por la
Constitución de 1857.
Es con Juárez –y con ningún otro: por
eso este político es el parteaguas histórico, el antes y el después–,
con quien nace en nuestra nación la política moderna que se convierte en
clásica; al permanecer como piedra de toque y punto de partida para
continuar por el rumbo que trazó con su generación e incluso para
discrepar y, sin embargo, tener que reconocer en él la individualidad
más innovadoramente original que ha creado la historia nacional como
aportación universal. Y si “los griegos y los romanos inventaron la
política y, como todo mundo sabe, también inventaron la historia
política, o mejor, la historia como historia de la guerra y la política”
[27], no cabe la menor duda que a partir de la Revolución triunfante de
Ayutla sobre el despotismo de Santa Anna y a partir de Juan Álvarez con
la generación de la Reforma –encabezada por Juárez– es que nace la
política y el quehacer político como teoría y práctica sobre las
libertades y el gobierno republicano.
Juárez fue un gran educador de la
nación, con su tenacidad para hacer sobrevivir lo que entonces era la
corta experiencia liberal, democrática, republicana y constitucional.
“La tradición republicana fue unificándose… en parte por el énfasis
puesto en la importancia de disponer de ciertas instituciones: por
ejemplo, el imperio de la ley, como se dijo a menudo, en vez de un
imperio de los hombres; una constitución mixta, en la que diferentes
poderes se frenan y contrapesan mutuamente, y un régimen de virtud
cívica, régimen bajo el cual las personas se muestran dispuestas a
servir, y a servir honradamente, en los cargos públicos” [8].
La muerte sorprendió a Juárez en un
momento complicado para el político. El contexto del fin ocurrió al
cierre de 1871, cuando se realizaron las elecciones presidenciales y
competían Porfirio Díaz, Sebastián Lerdo de Tejada y el estadista
oaxaqueño. Ninguno obtuvo la mayoría calificada y el Congreso decidió
que Juárez fuera nuevamente el presidente. Hubo levantamientos armados,
protestas y hasta se llegó al desconocimiento del gobierno juarista. A
los pocos meses de iniciado lo que sería el último periodo de su cuarta
presidencia falleció Juárez, el 18 de julio de 1872. Sebastián Lerdo de
Tejada lo sustituyó como presidente interino.
Referencias:
[1] Max Weber, El político y el científico; Alianza Editorial; España; 1967.[2] Cornelius Castoriadis; Ciudadanos sin brújula; Ediciones Coyoacán; México; 2002.[3] Carl Grimberg; El siglo del liberalismo. La eclosión de la democracia moderna”; Ediciones Daimon; México; 1967.[4] Charles A Hale; El liberalismo mexicano en la época de Mora. 1821-1853; Siglo Veintiuno Editores; México; 1987.[5] Varios autores; El liberalismo y la reforma en México; UNAM; México; 1957.[6] J Salwyn Schapiro; Liberalismo; Editorial Paidós; Argentina; 1965.[7] Moses I Finley; El nacimiento de la política; Editorial Crítica-Grijalbo; España; 1986.[8] Philip Pettit; Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno; Ediciones Paidós; España; 1999.
Álvaro Cepeda Neri/Segunda de cuatro partes
Comentarios