¿Quién es hoy el sujeto de la revolución socialista?
• 0
*Politólogo; catedrático universitario
Fuente
Los trabajadores, industriales o agrarios, están cada vez más sujetos a las fuerzas de los insaciables capitales. El empobrecimiento avanza por todos lados y cada vez más gente se precariza. Los excluidos son mayoría. La madera del posible sujeto revolucionario tiene otras raíces: jóvenes desocupados; madres solteras; inmigrantes indocumentados; movimientos étnicos que reivindican su cultura ancestral
¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera –en el sentido marxista del término– tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?Fidel Castro
Actualmente el proletariado como clase,
como obreros industriales que operan las maquinarias en los enormes
centros fabriles, no es mayoría numéricamente. Las nuevas tecnologías de
automatización y robotización los van disminuyendo, a pasos
agigantados, mientras el sector de servicios crece sin par.
Por otro lado, no hay dudas de que se le
ha golpeado muy duro como clase, tanto en el Norte como en el Sur,
haciéndolo retroceder en sus conquistas laborales, desmovilizándolo,
maniatándolo, ya sea por su asimilación como consumidor acrítico en los
países con mayor poder adquisitivo –durante largas décadas en el siglo
XX–, o por su pérdida de conquistas sociales recientemente. O, más aún,
por la represión abierta cuando se pasa de la raya en sus reclamos,
sobre todo en el Sur.
Por su parte, el campesinado de los
países dependientes está cada vez más subsumido por la producción
agroexportadora que fijan las potencias del Norte, en connivencia con
las oligarquías del Sur, y pierde su capacidad productiva para la
autosubsistencia. En ese mercado internacional manejado por
multinacionales planetarias su incidencia se ve reducida –en este
enfrentamiento asimétrico con los grandes capitales globalizados– con el
consiguiente empobrecimiento que ello le acarrea.
En síntesis: todos los trabajadores,
industriales o agrarios, al igual que los de otros sectores urbanos
(rama de los servicios, sector profesional), están cada vez más sujetos a
las fuerzas de los insaciables capitales, con lo cual el proceso de
empobrecimiento relativo avanza por todos lados. Cada vez más gente se
precariza. Los excluidos empiezan a ser mayoría.
Ante ese panorama, y con realismo
político, no hay más alternativa que asumir la situación político-social
tal como está planteada, y trabajar a partir de esos datos concretos.
Aguardar la movilización de las “grandes masas proletarias” para
acometer una nueva toma “del palacio de invierno del Zar”… sería un
dislate.
La realidad muestra que hoy la madera
del posible sujeto revolucionario tiene otras raíces: jóvenes
desocupados de los barrios marginales, quizá muy próximos a ingresar en
una pandilla; madres solteras que sobreviven como vendedoras informales;
inmigrantes indocumentados o movimientos étnicos que reivindican su
cultura ancestral, así como sus territorios históricos de los que fueron
despojados; campesinos sin tierra desposeídos de sus parcelas por los
cultivos de agroexportación; habitantes de los interminables cinturones
de pobreza urbana…
Esa amplia suma de descontentos, y no un
proletariado organizado sindicalmente, pareciera constituir hoy el
verdadero fermento capaz de desencadenar procesos transformadores. Lo
que algunos años atrás, no sin cierta dosis de dogmatismo, se
consideraba elementos marginales (lumpen-proletariado), pasa a ser hoy
la chispa capaz de generar los cambios.
El descontento, la angustia por las
pésimas condiciones de vida, el malestar generalizado persisten. Las
políticas neoliberales de los últimos años contribuyeron potenciarlo. Si
por un lado sirvieron para quebrar procesos organizativos, por otro
ampliaron la masa de inconforme, o en muchos casos la de desesperados
que “no tienen que perder más que sus cadenas”.
De ningún modo puede afirmarse que el
neoliberalismo fue una buena noticia para el campo popular, pese a que
puede haber abierto los ojos de muchos sectores de la población. Creerlo
no sólo sería incorrecto y fundamentalmente muy injusto. Pero es cierto
que igualó a variados y enormes colectivos sociales y fomentó un
potencial de inconformidad y descontento susceptible de encauzar con
fines antisistémicos.
La lucha que tiene por delante un
planteamiento de izquierda es grande y sumamente compleja: ante el
enorme descontento generalizado y una precarización que abarca cada vez
más sectores, las propuestas clientelistas de la derecha o las salidas
individuales de salvación que ofertan los proyectos religiosos –cada vez
más en boga– devienen una tentación.
O, si no, el expediente siempre posible
de convertirse en migrante irregular. La lucha revolucionaria de hoy, en
cierta forma, se enfrenta a una parálisis de pensamiento crítico, a
estómagos vacíos con la incertidumbre de no saber cuándo se podrá
revertir. El desafío es grande, enorme: las fuerzas de la izquierda se
enfrentan hoy a la desesperanza; en un sentido, el peor de los enemigos.
El trabajo político en el campo popular
debe intentar recomponer una unidad entre los trabajadores, hoy día
sabiamente destruida. Las palabras de Raúl Scalabrini Ortiz son, en este
caso, más que elocuentes: “nuestra ignorancia fue planificada por una
gran sabiduría”. Pero parafraseándolo, ante la situación del mundo
actual, podrá decirse que “nuestra desunión fue planificada por una gran
unión”.
El capitalismo, que ya no el
neoliberalismo, se muestra en la actualidad, tras la caída del muro de
Berlín, como sistema monolítico. Por supuesto que tiene fisuras, que
hace aguas, que su expresión financiera a ultranza entró en crisis una
década atrás ocasionando pérdidas multimillonarias. Como sistema,
insistimos, como gran capital globalizado, está aún lejos de caer. Pero
tampoco está escrito que no vaya a caer.
Aunque el campo popular se muestra hoy
golpeado, y bastante desorganizado, sigue estando presente. Y así como
todo cambia, también las formas de lucha popular cambian. Lo que años
atrás no se concebía sino como marginalidad, hoy puede ser por su
potencial transformador un elemento de la mayor importancia. Es ahí,
entonces, donde los planteos progresistas deben poner el acento.
Transformar revolucionariamente la
sociedad, en definitiva, es eso: permitir abrir nuevas actitudes, nuevas
visiones de lo humano buscando mayores cuotas de justicia para todas y
todos. Si el vehículo que lo posibilita es la clase obrera u otros
sujetos sociales, ése no es el fondo último de la cuestión.
Lo que sí está claro es que las
sociedades basadas en la propiedad privada –invento bastante reciente en
la historia de la humanidad, con no más de 10 mil años de antigüedad–
es decir, basadas en la apropiación del trabajo de un grupo (siempre
mayoritario) por otro (curiosamente siempre una minoría), crean
necesariamente su germen de autodestrucción. Durante años se pensó que
eran los que creaban la riqueza –los obreros industriales– los llamados a
poner en marcha el cambio y la superación de esas sociedades clasistas.
Hoy día podríamos decir, dada la curiosa
arquitectura que fue tomando el capitalismo imperialista en su variante
neoliberal posguerra Fría, que son los expulsados del circuito de
creación de riqueza los elementos de mayor explosividad social. Pero
sean quienes fueran los que pondrán en marcha los cambios, esa
conflictividad está ahí presente como bomba de tiempo; y tarde o
temprano, la bomba se activa, estalla.
La función histórica de las vanguardias
políticas de la izquierda es saber cómo ayudar a iniciar ese proceso.
Todo indica hoy que trabajar políticamente con ese amplio “pobrerío” es
el camino más importante en la actualidad, quizá imprescindible.
Trabajar para recrear esperanzas, solidaridades, perspectivas de futuro,
y poder salir de la lucha por lo puntual, por la pura sobrevivencia.
El neoliberalismo imperante en estos
últimos años, hoy en crisis, viene a demostrar en definitiva que lo que
no tiene viabilidad es el sistema capitalista en su conjunto. Un mundo
dividido en “integrados” y “sobrantes”, además de un disparate en
términos éticos –ello no admite discusión siquiera– es insostenible en
términos políticos, a no ser que se elimine físicamente a todo aquel que
sobra.
Y si por último esa fuera la estrategia
que anida en los planes maestros del gran capital; es decir: un mundo
para una pequeña cantidad de población y la consecuente eliminación de
todos los que “sobran”, los que no “se integran”, los “empobrecidos” del
mundo que consumen recursos pero no pagan por estar excluidos del
sistema económico, por razones de sobrevivencia elemental de nuestra
especie no podemos permitirlo.
Marcelo Colussi*/Prensa Latina*Politólogo; catedrático universitario
Fuente
Comentarios