La 4T y las organizaciones de la sociedad civil: la persistente contradicción

 

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  • CONTRALÍNEA



Era octubre de 2018 cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador participaba en la clausura de los “Foros de escucha por la pacificación y reconciliación” junto a representaciones de organizaciones y colectividades de víctimas. Sus palabras insistieron en atender “las causas de la violencia” y en “saber escuchar”. En el séptimo punto de su discurso pedía que “las organizaciones de la sociedad civil y la ONU [Organización de las Naciones Unidas] ayuden como observadores permanentes en toda la actuación del próximo gobierno” [1]. Es por ello que iniciado el sexenio las decisiones y declaraciones que ha tomado la “4T” con respecto de las organizaciones de la sociedad civil han provocado, por decir poco, gran desconcierto y confusión.

De ese momento a la actualidad muchas cosas han pasado y muchas frases se han dicho. La contradicción comenzó apenas en las primeras semanas de 2019. Desde presidencia se envió una lapidaria “Circular 1” con destino al gabinete legal y ampliado, la cual ordenó eliminar toda transferencia de recursos del presupuesto a los espacios de organización social, con el presunto propósito de “terminar con la intermediación que ha originado discrecionalidad, opacidad y corrupción”. Apenas se observaban las primeras acciones concretas que, amparadas en la lucha anticorrupción, trataban con dureza a este universo complejo de organizaciones, el cual, dicho sea de paso, desde hace décadas ha sido un importante defensor de las luchas populares, de los derechos humanos, la democracia y el diálogo entre los diferentes sectores de la sociedad.

De esta manera, los recursos para el funcionamiento óptimo de las actividades de muchas de las organizaciones de la sociedad civil han sido escasos, obstaculizando una larga lucha que a través de los años ha conseguido importantes conquistas como el robustecimiento del marco institucional para el fomento de sus actividades y el derecho a organizarse [2], que fue abriendo paso a su participación como actores de interés público e importancia social. De las alrededor de 40 mil organizaciones existentes en el Registro Federal de las Organizaciones de la Sociedad Civil, para el 2019 ya sólo el 0.3 por ciento realizó actividades con respaldo de recursos gubernamentales, un financiamiento que de por sí ya se reducía año con año pasó a ser prácticamente inexistente de forma drástica.

A este escenario se suma la reforma a la Ley del Impuesto sobre la Renta que ahora integra nuevas condiciones que colocan aún más obstáculos para recibir financiamiento y donaciones autorizadas [3]. Por si fuera poco, muy recientemente se ha avivado el tema, pues desde el Senado una representante del partido en el poder presentó apenas en junio una iniciativa para facultar al Estado a “evaluar y registrar” a las organizaciones que reciban “recursos económicos del extranjero”, con la supuesta intención de evitar que “dichos fondos sean utilizados para injerir en asuntos estrictamente competentes del Estado Mexicano”. No hace falta decir que la propuesta sobra debido a que ya existen registros de las organizaciones y que ya hay gran cantidad de mecanismos para observar la legalidad de sus acciones e intervenciones. Mientras tanto en la Ciudad de México, espacio que históricamente ha albergado una tradición de acentuada participación y organización ciudadana, recientemente fue reformado el Artículo 256 del Código Penal [4] para equiparar a las personas directoras y administradoras de las asociaciones civiles con servidores públicos. En los hechos esta modificación habilitaría a las autoridades de ejercer castigos penales contra ellas por presuntos actos de corrupción, una medida que parece también estar encaminada, de nuevo, más a diluir las capacidades organizativas ciudadanas y no a enfrentar los posibles actos de corrupción que ocurran en el gasto de recursos públicos.

La beligerancia se multiplica justo en el momento en que urge más una nueva y fortalecida relación entre el gobierno y la sociedad organizada, una que desde luego ha sabido avanzar en el cumplimiento de sus objetivos y acompañamientos, con o sin la anuencia del Estado, y cuya imparcialidad al momento de realizar sus intervenciones, análisis y diagnósticos debe ser principal característica. No es imaginable una transformación profunda de las realidades que aquejan al país y a las poblaciones en situación de histórica marginación sin la experiencia, capacidades y compromiso desinteresado de la sociedad organizada, pero para que esto ocurra es necesario un entorno favorable que de principio no esté amenazado por la construcción de pesadas normas legales, administrativas y fiscales que apuntan no a su fortalecimiento o transparencia, sino a debilitar sus capacidades organizativas y de diálogo.

La contradictoria posición impulsada en el actual sexenio no se ha limitado a desdibujar únicamente a las organizaciones, pues también se ha extendido hacia la propia Organización de las Naciones Unidas, lo cual quedó de manifiesto cuando, para validarse a sí mismo, el presidente recurrió a descalificar su presencia al decir que, junto a las organizaciones de la sociedad civil, “callaron ante las masacres de los pasados sexenios”. No hace falta mucho para distinguir la postura maniquea del dicho, pues la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha mostrado de manera sostenida su labor sensible y cercana a las víctimas de la violencia y del Estado en el sexenio actual y en los anteriores.

En su discurso el Ejecutivo ha mencionado la existencia de una estrategia que busca la ingobernabilidad y debilitar sus capacidades, en los hechos sus decisiones y descalificaciones han atizado, en efecto, a la ingobernabilidad, pero debido al debilitamiento sin distinción del sector completo de organizaciones cuya principal tarea ha sido justamente tender puentes en esos espacios de carencias donde el Estado mantiene una deficiencia profunda, como es la observación del cumplimiento de los derechos humanos, la impartición de justicia, la rendición de cuentas, el combate a la discriminación, la protección a personas defensoras y periodistas, la perspectiva de género y precisamente el combate a la corrupción. Y ocurre que contrario a lo que desde el discurso oficialista se insiste en posicionar, muchos de los vacíos de Estado han sido y siguen siendo atendidos por una sociedad civil que aporta al debate con datos, contrastes y la contundencia que se suma cuando se actúa desde una postura imparcial que coloca en la mesa los temas y hechos incómodos y difíciles de abordar.

La beligerancia no puede ser permanente, pues el presidente sin duda acierta cuando se refiere a la reorganización de agendas conservadoras y de actores con intereses egoístas que buscan amenazar el avance de acciones con una orientación popular, social y transformadora para las mayorías, actores que, a través del miedo y el “calentamiento de las calles”, intentan diluir la esperanza de transformación y aprovechar la desinformación. Sin embargo, su posición corre el riesgo de quedar aún más vulnerable, sobre todo si se persevera en cerrar el diálogo con esos sectores sociales que desde hace tiempo han asumido su tarea como contrapesos necesarios y cuya experiencia está, precisamente, tanto en proponer alternativas ante los grandes problemas nacionales como en alertar tempranamente frente a las nuevas formas del autoritarismo en su actual intento de instalarse, como también lo miramos, de maneras cada vez más encubiertas y peligrosas para la paz y la democracia en la región. 


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