DOS ARTÍCULOS DEL DR. ARNALDO CORDOVA, DE LOS DÍAS 20 Y 27 DE MARZO DE 2011, COLABORADOR DEL PERIÓDICO "LA JORNADA".
Domingo 20 de marzo de 2011
El PRI y los trabajadores
Arnaldo Córdova
A principios de los años 70, siendo secretario general del PRI, Enrique González Pedrero definió a ese partido, no como un partido de clase”, sino “de clases”. La expresión le resultó redonda al entonces dirigente priísta. En sus largos años de dominación estatal, el antiguo partido oficial (se llamara PNR, PRM o PRI) no tuvo jamás una identidad clasista, en el sentido que le daban al término los viejos marxistas. Más que “de clases”, era “sin clase”. El viejo partido, en efecto, sólo se representaba a sí mismo y, como el Estado que gobernaba, su estilo era colocarse por encima de todas las clases sociales. Sólo representaba al poder del Estado y a todos los que se le sumaran.
Los trabajadores asalariados y también los del campo o los empleados clasemedieros jamás se han dado una representación partidista. Más bien se las han dado otros. Los primeros, los asalariados, tuvieron en México sus momentos de gloria como clase independiente. Fue a partir de 1932, cuando, bajo el liderazgo de Vicente Lombardo Toledano y organizados en la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM), pudieron convertirse en un auténtico movimiento obrero independiente. Eso se prolongó con la fundación, en febrero de 1936, de la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Entonces, el movimiento obrero fue “apolítico”, en el sentido de que no se identificaba con ningún partido político.
Y lo fue de verdad. Al llegar al poder, el general Cárdenas tuvo que tratar con ese movimiento y sus dirigentes en pie de igualdad y proponiéndoles un plan de alianza política, no de sumisión. Lombardo le propuso a Cárdenas el pleno respeto de los derechos laborales consagrados en la Constitución. Y apechugó. Como extra, le pidió que cerrara todos los casinos y antros de juego. Y apechugó. Eran los tiempos de gloria, cuando el movimiento obrero era de verdad independiente y trataba de igual a igual con el gobierno. Todo ello lo echó a perder el propio Lombardo cuando aceptó, en 1937, que en la campaña electoral de ese año los dirigentes sindicales se convirtieran en diputados del partido oficial.
Ese hecho convirtió a la dirigencia sindical en un grupo de poder del Estado y dentro de él. Cuando Cárdenas impulsó la refundación del partido oficial como PRM, la conversión de los dirigentes sindicales en personeros del Estado se dio en automático. Entonces los sindicatos se convirtieron en verdaderas cárceles corporativas de los trabajadores y éstos perdieron su independencia política y, también, su poder de negociación al tratar con los patrones o con el Estado los problemas relativos a su condición de asalariados. La solución a esos problemas dejó de ser materia de trato entre las dos clases fundamentales de la sociedad y pasaron a ser simples disposiciones políticas de gobierno.
Antiguos derechos como la libertad sindical, la contratación colectiva, el derecho irrestricto de huelga, los salarios caídos sin límite, durante y luego de una huelga, la seguridad social (aun antes de que se estableciera el régimen de seguridad social con el IMSS), pensiones que aseguraban el retiro con dignidad y, en general, el trato de igual a igual entre los trabajadores y sus empleadores, eran plenamente reconocidos por el gobierno y por las clases patronales. En las reformas laborales no siempre se fue adelante y hubo muchos retrocesos y suspensos obligados para el derecho del trabajo. Pero éste era una roca que permanecía más o menos incólume. Y eso ocurrió durante los regímenes priístas.
Con la reforma de 1970, que modificó a fondo la vieja ley de 1931 y en cuya relaboración participó activamente el maestro Mario de la Cueva, el derecho del trabajo persistió con todas sus instituciones fundamentales. Los gobiernos priístas, aunque lo quisieron y dieron innumerables muestras de ello, no pudieron acabar con las clases trabajadoras. Sus derechos se mantuvieron íntegros y, aunque el derecho laboral no fue el mismo de antes, en su esencia se mantenía tal cual. Los gobernantes priístas jamás han estado del lado de los trabajadores. Lo demostraron por el modo en que manejaron la justicia del trabajo. Con ese adefesio inmundo de las juntas de Conciliación y Arbitraje, siempre supieron estar del lado de los patrones y del suyo propio. Los trabajadores siempre perdieron con ellos.
Los sindicatos, por supuesto, después de los años 30 dejaron de ser lo que habían llegado a ser: verdaderas organizaciones de resistencia del trabajo asalariado y de defensa de los intereses de los trabajadores. Se convirtieron en entes extraños a esos intereses. Fueron, desde entonces, organizaciones al servicio del Estado y fuentes de poder para los líderes que el Estado mismo reconocía como sus personeros. Los trabajadores, como tales, fueron anulados en el juego político que desarrollaban los sindicatos y sometidos, muchísimas veces por la violencia, a la voluntad de sus dirigentes corruptos y vendidos. No podemos culparlos del papel de peones serviles y dóciles que eran acarreados a las concentraciones priístas o se les conducía a votar por los candidatos oficiales. Estaban dominados.
Los líderes sindicales priístas estaban en jauja y sólo se atenían a sus compromisos directos con el presidente de la República y al usufructo de su poder sindical, dominando y sometiendo a los trabajadores a sus fines políticos y de lucro personal. En la reforma a la Ley Federal del Trabajo de 1970, ninguno de ellos tuvo nada que decir y, más bien, se cuidaron de expresar sus temores porque sus privilegios pudieran ser afectados, cosa en la que de verdad sacaron las uñas. Esa reforma fue, en gran parte, favorecedora de los intereses patronales y el mismo maestro De la Cueva lo puso muy en claro. Fue por eso que Díaz Ordaz la aceptó.
El PRI, en los hechos, ha sido siempre un enemigo descarado de los intereses de los trabajadores. Su cliente, por así decirlo, son sus dirigencias sindicales, tan traidoras y sucias respecto a esos intereses como las mismas dirigencias priístas. No hay hecho que nos diga que los priístas se han comprometido con los trabajadores y sus necesidades. Todo lo contrario: no hay hecho que no nos diga que los priístas sólo han traicionado a los hombres que trabajan y han hecho todo lo posible por someterlos a los peores sistemas de explotación y de opresión. Entre ellos y sus dirigentes sindicales se encontraron los mayores opositores a la reforma de 1970, por la razón, muy obvia, de que temían perder sus privilegios.
Los proyectos de reforma laboral que los priístas presentaron en el curso del año pasado los aproximó al viejo derecho del trabajo, planteando una defensa razonable de los derechos de los trabajadores. Sus propuestas fueron rechazadas tajantemente por los grupos patronales. Doblaron las manos y acaban de presentar una iniciativa que será la vergüenza del PRI para siempre: pro patronal y antisindicalista a fondo; negadora de todos los tradicionales e históricos derechos de los trabajadores.
Hice un poco de historia para fundamentar lo que me propongo escribir sobre esa malhadada iniciativa en mis próximas colaboraciones. Tal vez ya será tarde, pero valdrá la pena desenmascarar esta felonía del actual priísmo.
Domingo 27 de marzo de 2011
El PRI contra los trabajadores
Arnaldo Córdova
Todo mundo ha podido saber del modo tortuoso en que transitó la reforma laboral del PRI. Su bancada en la Cámara de Diputados presentó, en diciembre de 2010, un proyecto que, en su momento, fue ampliamente discutido, sobre todo por los profesionales del derecho del trabajo. No era perfecto (nada lo es), pero al menos todavía se compadecía de la esencia del derecho laboral. Se sabe que el mediocre que coordina la fracción, en lugar de discutir la iniciativa con los representantes de los demás partidos, fue sumisamente a someter el proyecto a los abogados de la Coparmex y del Consejo Coordinador Empresarial.
Los abogados patronales deshicieron la iniciativa y la corrigieron en todo su texto. Rojas, como un beodo, aceptó todas las observaciones patronales e impuso a su bancada el proyecto corregido y aumentado por los representantes patronales. No le importó que su famélico sector “obrero” protestara por la imposición ni, tampoco, que la opinión pública se le echara encima por su villanía. Se dice que no es más que un gato de Salinas. Sí es cierto, pues Salinas es el verdadero promotor de esta infame reforma laboral que trastoca todos los principios de justicia social que informan al derecho del trabajo. Eso, en realidad, ya no puede extrañar a nadie.
También es ya harto sabido que la iniciativa reaccionaria del PRI es casi una copia de la que presentó en su momento el gorila que despacha en la Secretaría del Trabajo. No hay, luego entonces, misterio alguno en la intención de los priístas de obsequiar las exigencias de los patrones en materia laboral. Se les está haciendo la faena y preparando la mortaja de los trabajadores de México que, de aprobarse esta reforma, quedarán, sin medios términos, en la más completa indefensión. El PRI ha echado marcha atrás del modo más ignominioso y desvergonzado que pueda imaginarse respecto de su propuesta de diciembre pasado.
Tres son los pilares de la propuesta priísta: uno, la legalización para todos los efectos de la terciarización, subcontratación, intermediación o outsourcing, como se le prefiera llamar, que consiste en contratar mano de obra que se vende a un tercero, llamado beneficiario. Eso es una vieja práctica laboral en Estados Unidos, pero en México nunca existió hasta que, por la vía de los hechos, empezó a darse, precisamente, desde la época de Salinas. El nuevo artículo 15 bis que propone el PRI define y legitima legalmente esa forma de obtención de mano de obra. Establece, desde luego, que deberá formalizarse por escrito, estableciendo “la manera en que se garantizarán los derechos laborales y de seguridad social de los trabajadores involucrados”.
El problema es que, en la práctica, no hay modo de constatar que esos derechos quedarán garantizados, porque la relación se reduce a un vínculo puramente personal del trabajador con su intermediario y no puede constar en un contrato formal de trabajo. Además, existe ya una práctica muy amplia en la que la informalidad de las relaciones de trabajo intermediado domina en todos los aspectos. Es ahí donde podemos ver la importancia que reviste la contratación colectiva, vale decir, el acuerdo que se establece entre un patrón y un representante legal y reconocido de los trabajadores, o sea, el sindicato. En la intermediación el trabajador queda totalmente desamparado, no sólo porque carece de instrumentos eficaces para su defensa, sino porque no puede contratar sobre sus derechos, puestos en la inopia total.
Mediante la intermediación, el trabajador es convertido en una miserable carne de cañón que es vendida no por el trabajador poseedor de su fuerza de trabajo, sino por uno que se sustituye a su voluntad y que es el intermediario. El que contrata es éste y no el trabajador. El que decide del destino de la relación laboral es el intermediario, no el trabajador. Mediante ese modo de contratación, el trabajador es despojado de todos sus derechos y sólo puede reclamarlos ante uno que no puede darle ninguna satisfacción, vale decir, de nuevo, el intermediario. Que el PRI, partido al que todavía pertenece la mayoría de los sindicatos del viejo movimiento obrero presente esa iniciativa, está aceptando que los sindicatos, incluidos los suyos, ya no sirven absolutamente para nada.
El segundo pilar de la iniciativa priísta radica en la anulación de los derechos de defensa de los trabajadores en los conflictos laborales y en la limitación de la representatividad de las organizaciones de los trabajadores. Sin presentar propuestas que fijen la obligatoriedad de acortar el tiempo en que los juicios laborales deben ser resueltos, la iniciativa priísta acorta a un año (la propuesta panista fijaba el término en seis meses) el pago de salarios caídos. Como se ha comentado, sobre todo por parte de abogados laboralistas, el término de duración de un juicio va siempre en torno de los cinco años. Ello significa despojar a los trabajadores de todo medio de resistencia.
La iniciativa priísta va contra la representación sindical efectiva en más de un sentido, pero, en particular, contra los sindicatos gremiales que, como todo mundo sabe, son la inmensa mayoría de los sindicatos, sobre todo del PRI. El artículo 388 establece que un contrato colectivo que aglutine a todas las profesiones y oficios de los trabajadores de las empresas o establecimientos no podrá dividirse para cada gremio. Basta que los empresarios decidan con quienes quieren contratar para que su voluntad se haga ley. En Monterrey, el reino de los sindicatos blancos, eso es el verdadero orden del trabajo. Y hoy los priístas nos lo proponen como la regla general de la contratación colectiva del trabajo.
El tercer pilar de la iniciativa priísta de reforma laboral es la preservación del régimen sindical que es propio del PRI y que, en otras épocas, hizo la clave de su sistema de dominación de masas. La propuesta panista, por lo menos, esbozaba unos cuantos lineamientos de democratización de la vida sindical. Desaparecían, por ejemplo, las votaciones abiertas que se prestaban a la manipulación de la voluntad de los trabajadores y se establecían diversos mecanismos de control de la vida sindical que, en apariencia, tendían a democratizar y transparentar la vida sindical. A los priístas, muy naturalmente, les parece que debe preservarse el viejo aparato sindical con todos sus vicios y su modo arbitrario y autoritario de funcionamiento.
Se podrían citar muchos otros detalles de la propuesta priísta de reforma laboral que provocarían náuseas. Cuando se denuncia la derechización del PRI, sobre todo, desde la época de Salinas, nada viene a reforzar esa idea como esta iniciativa que a los mismos priístas pone los pelos de punta. Aunque a ellos no les debe importar mayormente, acciones como la que da lugar a esta iniciativa y, en particular, los entretelones en medio de los que se cocinó, demuestra palmariamente que los priístas son tan reaccionarios y derechistas como los mismos panistas y, muchas veces, como en su línea sindical, peores que ellos. Cuando decimos que el PRI y el PAN son lo mismo, estamos en lo cierto. El único problema es saber, en cada caso, cuál de ellos es el peor.
El PRI y los trabajadores
Arnaldo Córdova
A principios de los años 70, siendo secretario general del PRI, Enrique González Pedrero definió a ese partido, no como un partido de clase”, sino “de clases”. La expresión le resultó redonda al entonces dirigente priísta. En sus largos años de dominación estatal, el antiguo partido oficial (se llamara PNR, PRM o PRI) no tuvo jamás una identidad clasista, en el sentido que le daban al término los viejos marxistas. Más que “de clases”, era “sin clase”. El viejo partido, en efecto, sólo se representaba a sí mismo y, como el Estado que gobernaba, su estilo era colocarse por encima de todas las clases sociales. Sólo representaba al poder del Estado y a todos los que se le sumaran.
Los trabajadores asalariados y también los del campo o los empleados clasemedieros jamás se han dado una representación partidista. Más bien se las han dado otros. Los primeros, los asalariados, tuvieron en México sus momentos de gloria como clase independiente. Fue a partir de 1932, cuando, bajo el liderazgo de Vicente Lombardo Toledano y organizados en la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM), pudieron convertirse en un auténtico movimiento obrero independiente. Eso se prolongó con la fundación, en febrero de 1936, de la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Entonces, el movimiento obrero fue “apolítico”, en el sentido de que no se identificaba con ningún partido político.
Y lo fue de verdad. Al llegar al poder, el general Cárdenas tuvo que tratar con ese movimiento y sus dirigentes en pie de igualdad y proponiéndoles un plan de alianza política, no de sumisión. Lombardo le propuso a Cárdenas el pleno respeto de los derechos laborales consagrados en la Constitución. Y apechugó. Como extra, le pidió que cerrara todos los casinos y antros de juego. Y apechugó. Eran los tiempos de gloria, cuando el movimiento obrero era de verdad independiente y trataba de igual a igual con el gobierno. Todo ello lo echó a perder el propio Lombardo cuando aceptó, en 1937, que en la campaña electoral de ese año los dirigentes sindicales se convirtieran en diputados del partido oficial.
Ese hecho convirtió a la dirigencia sindical en un grupo de poder del Estado y dentro de él. Cuando Cárdenas impulsó la refundación del partido oficial como PRM, la conversión de los dirigentes sindicales en personeros del Estado se dio en automático. Entonces los sindicatos se convirtieron en verdaderas cárceles corporativas de los trabajadores y éstos perdieron su independencia política y, también, su poder de negociación al tratar con los patrones o con el Estado los problemas relativos a su condición de asalariados. La solución a esos problemas dejó de ser materia de trato entre las dos clases fundamentales de la sociedad y pasaron a ser simples disposiciones políticas de gobierno.
Antiguos derechos como la libertad sindical, la contratación colectiva, el derecho irrestricto de huelga, los salarios caídos sin límite, durante y luego de una huelga, la seguridad social (aun antes de que se estableciera el régimen de seguridad social con el IMSS), pensiones que aseguraban el retiro con dignidad y, en general, el trato de igual a igual entre los trabajadores y sus empleadores, eran plenamente reconocidos por el gobierno y por las clases patronales. En las reformas laborales no siempre se fue adelante y hubo muchos retrocesos y suspensos obligados para el derecho del trabajo. Pero éste era una roca que permanecía más o menos incólume. Y eso ocurrió durante los regímenes priístas.
Con la reforma de 1970, que modificó a fondo la vieja ley de 1931 y en cuya relaboración participó activamente el maestro Mario de la Cueva, el derecho del trabajo persistió con todas sus instituciones fundamentales. Los gobiernos priístas, aunque lo quisieron y dieron innumerables muestras de ello, no pudieron acabar con las clases trabajadoras. Sus derechos se mantuvieron íntegros y, aunque el derecho laboral no fue el mismo de antes, en su esencia se mantenía tal cual. Los gobernantes priístas jamás han estado del lado de los trabajadores. Lo demostraron por el modo en que manejaron la justicia del trabajo. Con ese adefesio inmundo de las juntas de Conciliación y Arbitraje, siempre supieron estar del lado de los patrones y del suyo propio. Los trabajadores siempre perdieron con ellos.
Los sindicatos, por supuesto, después de los años 30 dejaron de ser lo que habían llegado a ser: verdaderas organizaciones de resistencia del trabajo asalariado y de defensa de los intereses de los trabajadores. Se convirtieron en entes extraños a esos intereses. Fueron, desde entonces, organizaciones al servicio del Estado y fuentes de poder para los líderes que el Estado mismo reconocía como sus personeros. Los trabajadores, como tales, fueron anulados en el juego político que desarrollaban los sindicatos y sometidos, muchísimas veces por la violencia, a la voluntad de sus dirigentes corruptos y vendidos. No podemos culparlos del papel de peones serviles y dóciles que eran acarreados a las concentraciones priístas o se les conducía a votar por los candidatos oficiales. Estaban dominados.
Los líderes sindicales priístas estaban en jauja y sólo se atenían a sus compromisos directos con el presidente de la República y al usufructo de su poder sindical, dominando y sometiendo a los trabajadores a sus fines políticos y de lucro personal. En la reforma a la Ley Federal del Trabajo de 1970, ninguno de ellos tuvo nada que decir y, más bien, se cuidaron de expresar sus temores porque sus privilegios pudieran ser afectados, cosa en la que de verdad sacaron las uñas. Esa reforma fue, en gran parte, favorecedora de los intereses patronales y el mismo maestro De la Cueva lo puso muy en claro. Fue por eso que Díaz Ordaz la aceptó.
El PRI, en los hechos, ha sido siempre un enemigo descarado de los intereses de los trabajadores. Su cliente, por así decirlo, son sus dirigencias sindicales, tan traidoras y sucias respecto a esos intereses como las mismas dirigencias priístas. No hay hecho que nos diga que los priístas se han comprometido con los trabajadores y sus necesidades. Todo lo contrario: no hay hecho que no nos diga que los priístas sólo han traicionado a los hombres que trabajan y han hecho todo lo posible por someterlos a los peores sistemas de explotación y de opresión. Entre ellos y sus dirigentes sindicales se encontraron los mayores opositores a la reforma de 1970, por la razón, muy obvia, de que temían perder sus privilegios.
Los proyectos de reforma laboral que los priístas presentaron en el curso del año pasado los aproximó al viejo derecho del trabajo, planteando una defensa razonable de los derechos de los trabajadores. Sus propuestas fueron rechazadas tajantemente por los grupos patronales. Doblaron las manos y acaban de presentar una iniciativa que será la vergüenza del PRI para siempre: pro patronal y antisindicalista a fondo; negadora de todos los tradicionales e históricos derechos de los trabajadores.
Hice un poco de historia para fundamentar lo que me propongo escribir sobre esa malhadada iniciativa en mis próximas colaboraciones. Tal vez ya será tarde, pero valdrá la pena desenmascarar esta felonía del actual priísmo.
Domingo 27 de marzo de 2011
El PRI contra los trabajadores
Arnaldo Córdova
Todo mundo ha podido saber del modo tortuoso en que transitó la reforma laboral del PRI. Su bancada en la Cámara de Diputados presentó, en diciembre de 2010, un proyecto que, en su momento, fue ampliamente discutido, sobre todo por los profesionales del derecho del trabajo. No era perfecto (nada lo es), pero al menos todavía se compadecía de la esencia del derecho laboral. Se sabe que el mediocre que coordina la fracción, en lugar de discutir la iniciativa con los representantes de los demás partidos, fue sumisamente a someter el proyecto a los abogados de la Coparmex y del Consejo Coordinador Empresarial.
Los abogados patronales deshicieron la iniciativa y la corrigieron en todo su texto. Rojas, como un beodo, aceptó todas las observaciones patronales e impuso a su bancada el proyecto corregido y aumentado por los representantes patronales. No le importó que su famélico sector “obrero” protestara por la imposición ni, tampoco, que la opinión pública se le echara encima por su villanía. Se dice que no es más que un gato de Salinas. Sí es cierto, pues Salinas es el verdadero promotor de esta infame reforma laboral que trastoca todos los principios de justicia social que informan al derecho del trabajo. Eso, en realidad, ya no puede extrañar a nadie.
También es ya harto sabido que la iniciativa reaccionaria del PRI es casi una copia de la que presentó en su momento el gorila que despacha en la Secretaría del Trabajo. No hay, luego entonces, misterio alguno en la intención de los priístas de obsequiar las exigencias de los patrones en materia laboral. Se les está haciendo la faena y preparando la mortaja de los trabajadores de México que, de aprobarse esta reforma, quedarán, sin medios términos, en la más completa indefensión. El PRI ha echado marcha atrás del modo más ignominioso y desvergonzado que pueda imaginarse respecto de su propuesta de diciembre pasado.
Tres son los pilares de la propuesta priísta: uno, la legalización para todos los efectos de la terciarización, subcontratación, intermediación o outsourcing, como se le prefiera llamar, que consiste en contratar mano de obra que se vende a un tercero, llamado beneficiario. Eso es una vieja práctica laboral en Estados Unidos, pero en México nunca existió hasta que, por la vía de los hechos, empezó a darse, precisamente, desde la época de Salinas. El nuevo artículo 15 bis que propone el PRI define y legitima legalmente esa forma de obtención de mano de obra. Establece, desde luego, que deberá formalizarse por escrito, estableciendo “la manera en que se garantizarán los derechos laborales y de seguridad social de los trabajadores involucrados”.
El problema es que, en la práctica, no hay modo de constatar que esos derechos quedarán garantizados, porque la relación se reduce a un vínculo puramente personal del trabajador con su intermediario y no puede constar en un contrato formal de trabajo. Además, existe ya una práctica muy amplia en la que la informalidad de las relaciones de trabajo intermediado domina en todos los aspectos. Es ahí donde podemos ver la importancia que reviste la contratación colectiva, vale decir, el acuerdo que se establece entre un patrón y un representante legal y reconocido de los trabajadores, o sea, el sindicato. En la intermediación el trabajador queda totalmente desamparado, no sólo porque carece de instrumentos eficaces para su defensa, sino porque no puede contratar sobre sus derechos, puestos en la inopia total.
Mediante la intermediación, el trabajador es convertido en una miserable carne de cañón que es vendida no por el trabajador poseedor de su fuerza de trabajo, sino por uno que se sustituye a su voluntad y que es el intermediario. El que contrata es éste y no el trabajador. El que decide del destino de la relación laboral es el intermediario, no el trabajador. Mediante ese modo de contratación, el trabajador es despojado de todos sus derechos y sólo puede reclamarlos ante uno que no puede darle ninguna satisfacción, vale decir, de nuevo, el intermediario. Que el PRI, partido al que todavía pertenece la mayoría de los sindicatos del viejo movimiento obrero presente esa iniciativa, está aceptando que los sindicatos, incluidos los suyos, ya no sirven absolutamente para nada.
El segundo pilar de la iniciativa priísta radica en la anulación de los derechos de defensa de los trabajadores en los conflictos laborales y en la limitación de la representatividad de las organizaciones de los trabajadores. Sin presentar propuestas que fijen la obligatoriedad de acortar el tiempo en que los juicios laborales deben ser resueltos, la iniciativa priísta acorta a un año (la propuesta panista fijaba el término en seis meses) el pago de salarios caídos. Como se ha comentado, sobre todo por parte de abogados laboralistas, el término de duración de un juicio va siempre en torno de los cinco años. Ello significa despojar a los trabajadores de todo medio de resistencia.
La iniciativa priísta va contra la representación sindical efectiva en más de un sentido, pero, en particular, contra los sindicatos gremiales que, como todo mundo sabe, son la inmensa mayoría de los sindicatos, sobre todo del PRI. El artículo 388 establece que un contrato colectivo que aglutine a todas las profesiones y oficios de los trabajadores de las empresas o establecimientos no podrá dividirse para cada gremio. Basta que los empresarios decidan con quienes quieren contratar para que su voluntad se haga ley. En Monterrey, el reino de los sindicatos blancos, eso es el verdadero orden del trabajo. Y hoy los priístas nos lo proponen como la regla general de la contratación colectiva del trabajo.
El tercer pilar de la iniciativa priísta de reforma laboral es la preservación del régimen sindical que es propio del PRI y que, en otras épocas, hizo la clave de su sistema de dominación de masas. La propuesta panista, por lo menos, esbozaba unos cuantos lineamientos de democratización de la vida sindical. Desaparecían, por ejemplo, las votaciones abiertas que se prestaban a la manipulación de la voluntad de los trabajadores y se establecían diversos mecanismos de control de la vida sindical que, en apariencia, tendían a democratizar y transparentar la vida sindical. A los priístas, muy naturalmente, les parece que debe preservarse el viejo aparato sindical con todos sus vicios y su modo arbitrario y autoritario de funcionamiento.
Se podrían citar muchos otros detalles de la propuesta priísta de reforma laboral que provocarían náuseas. Cuando se denuncia la derechización del PRI, sobre todo, desde la época de Salinas, nada viene a reforzar esa idea como esta iniciativa que a los mismos priístas pone los pelos de punta. Aunque a ellos no les debe importar mayormente, acciones como la que da lugar a esta iniciativa y, en particular, los entretelones en medio de los que se cocinó, demuestra palmariamente que los priístas son tan reaccionarios y derechistas como los mismos panistas y, muchas veces, como en su línea sindical, peores que ellos. Cuando decimos que el PRI y el PAN son lo mismo, estamos en lo cierto. El único problema es saber, en cada caso, cuál de ellos es el peor.
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