El legado de Madiba
Periódico La Jornada
“El legado de Nelson Mandela está completamente en nuestra manos”, dice la última página de una historieta sudafricana que narra la vida y obra de uno de los políticos claves del siglo XX, protagonista de una férrea lucha contra la discriminación racial y para el establecimiento de la democracia en su país.
Entre la veneración y el incómodo mohín de resignación existe una enorme franja de población en Sudáfrica para quien Mandela es eterno tema de moda. Los dimes y diretes en torno a su vida personal estuvieron a la orden del día durante años, ubicándolo más que como luchador social, como un socialité con miles de fans deseosos por conocer detalles íntimos: que si se casó con la viuda del presidente de Mozambique, que si se conocieron mientras ella estaba casada y él era mandatario, que si a todos los empresarios del mundo les pedía donativos, que si sólo sus hijos o nietos y los de sus colaboradores van a buenas escuelas del extranjero, que si ya no tenía voluntad por su avanzada edad, que si lo controlan sus asistentes, que si sólo servía de adorno para el presidente en turno.
La realidad es que el rostro de Mandela, siempre sonriente, se ve por todos lados del país: en portadas de revistas y periódicos, en espectaculares y comerciales que transmiten las cadenas televisoras locales, sobre todo cada vez que se acerca la fecha de su cumpleaños, el 18 de julio.
En las tiendas de los centros comerciales hay gorras, llaveros, camisetas, tarjetas postales, un sinfín de artículos con su imagen. Para las personas de gustos más intelectuales, en las librerías hay decenas de ediciones en torno al líder sudafricano (biografías, testimonios de quienes han convivido con él, álbumes fotográficos) y casi todos los niños conocen la historieta de ocho capítulos en la que se narran las hazañas de la vida del Premio Nóbel de la Paz 1993.
También se ofrecen a los turistas réplicas de las coloridas camisas que Mandela popularizó en sus apariciones públicas, las cuales pertenecen a una marca nacional que se llama, precisamente, “Ropa Presidencial”, a precios muy elevados. No cualquiera puede vestir como él.
A algunas personas les irrita esa mercadotecnia, sobre todo, les parece una exageración que los reflectores giren casi exclusivamente en torno a él cuando se habla del nacimiento de la República sudafricana.
“¿Dónde están los otros luchadores? El Congreso Nacional Africano (partido político del que emergió el gobierno negro) no lo hizo un solo hombre”, reprochaba el vendedor de artesanías Ingo Moller, en voz baja pues pues para algunos de sus compañeros de venta cualquier crítica a Mandela es tabú.
Los claroscuros en torno al culto “mandeliano” se perciben con mayor intensidad precisamente alrededor de la isla de Robben, en la costa sudafricana, en Ciudad del Cabo, donde se encuentra el inmueble que funcionó como cárcel de máxima seguridad hasta mediados de los años 80.
Ahí estuvo recluido el líder sudafricano durante casi dos décadas, en una pequeña celda, ahora muy pulcra, a la que inclusive acudió el presidente Obama hace unas semanas para tomarse una foto, meditabundo, mirando tras las rejas.
En Robben Island las casas que durante la época del apartheid sirvieron como residencia de los custodios, ahora se rentan a quien tenga ganas de pasar la noche en ese recinto donde tantas personas fueron torturadas y asesinadas por el simple hecho de no tener la piel blanca.
Los guías de turistas de agencias externas se quejan de que la isla se encuentra en manos de una suerte de mafia de personas negras que no permite, por ejemplo, que se traduzcan a otros idiomas las explicaciones en inglés que ofrecen jóvenes negros, algunos de los cuales afirman, para impresionar a los visitantes: “yo estuve preso aquí”. Pero cuando uno hace cuentas se percata de que esos chicos no pertenecen a la generación que padeció el encierro.
“La isla de Robben debería ser un santuario, pues se trata del lugar donde se originó la levadura de los cambios políticos de este país; es el punto de llegada obligado para quienes visitan Ciudad del Cabo siguiendo la ruta de la lucha contra el apartheid, y eso no sucede debido a esas personas que confunden a los turistas, pero se apropiaron de la isla con la anuencia del propio Mandela”, señala Pamela, una guía argentina.
En diversos puntos de Ciudad del Cabo, no falta quien también venda presuntas piedras de la isla a quienes ya no les dio tiempo de ir al recorrido por la prisión de Robben. Muchos las adquieren, no vaya a ser que sí sea un pedazo de la cantera que picó el mismísimo Madiba, el hombre ante el que hicieron antesala millonarios, jefes de Estado, estrellas de Hollywood y rockstars para sumarse a un culto que se perfila de largo aliento.
Fuente
jue, 05 dic 2013 17:36
“El legado de Nelson Mandela está completamente en nuestra manos”, dice la última página de una historieta sudafricana que narra la vida y obra de uno de los políticos claves del siglo XX, protagonista de una férrea lucha contra la discriminación racial y para el establecimiento de la democracia en su país.
En los años recientes, Madiba, (como se le llamaba
con afecto, en referencia al máximo cargo de la tribu thembu a la que
pertenece), se consolidó como símbolo mundial de tolerancia, solidaridad
y altruismo, pero también como protagonista de un culto lleno de
contrastes, tanto en Sudáfrica como en el mundo.
Por ejemplo, en julio del año pasado, en vísperas de
su cumpleaños 94, investigadores de un yacimiento de fósiles en la costa
oeste sudafricana dieron a conocer el nombre oficial de un pájaro
carpintero prehistórico: Australopicus nelsonmandelai.
Años antes, el Instituto de Física de la Universidad
de Leeds, en Gran Bretaña, nombró a una partícula nuclear: "partícula de
Mandela", y según detalla un recuento de la cadena CNN, la lista es
larga de acuerdo con registros del Centro de Memoria Nelson Mandela: la
orquídea Paravanda Nelson Mandela obtuvo ese nombre luego de que el
expresidente visitó el jardín botánico en Singapur en 1997, mientras que
el juego de computadora Escape from Robin Island muestra a
Mandela como el héroe que llega a una isla para liberar a su hija; y en
Argentina, mientras el activista permanecía en prisión por una sentencia
de cadena perpetua por sabotaje, un caballo de carreras recibió el
nombre Mandela, en 1971.
También existen ya aplicaciones para tabletas electrónicas dedicadas a difundir la historia de Madiba.
Esa devoción adquirió mayor polémica en su propio país, como lo reseñó La Jornada en 2008: en la capital Johannesburgo, en barrios emblemáticos como Soweto (donde se gestó la lucha contra el apartheid),
los habitantes, la mayoría de raza negra, consideran a Mandela, sin
más, un “superhéroe”, y lo llaman “nuestro padre”, “libertador”, “un
gran hombre”, hasta “mesías”.
Los turistas lo creen cuando observan la alegría de
jóvenes madres de familia, con sus pequeños en su espalda, envueltos en
rebozos, salir de paseo en grupo, bromistas, o a los adolescentes
felices corretear en los parques luego de sus jornadas escolares. Muchos
son descendientes de esclavos o, en el mejor de los casos, de la
servidumbre de un régimen que Mandela ayudó a derrumbar. Las imágenes de
las familias negras sudafricanas de hoy contrastan con los testimonios
que se presentan en el ya emblemático Museo del Apartheid.
Pero tal adoración hacia el líder recién fallecido se difumina en los
barrios donde residen aún algunas personas mayores, blancas casi
siempre, cuyas familias perdieron sus privilegios con la llegada al
poder, en 1994, del primer presidente negro.Entre la veneración y el incómodo mohín de resignación existe una enorme franja de población en Sudáfrica para quien Mandela es eterno tema de moda. Los dimes y diretes en torno a su vida personal estuvieron a la orden del día durante años, ubicándolo más que como luchador social, como un socialité con miles de fans deseosos por conocer detalles íntimos: que si se casó con la viuda del presidente de Mozambique, que si se conocieron mientras ella estaba casada y él era mandatario, que si a todos los empresarios del mundo les pedía donativos, que si sólo sus hijos o nietos y los de sus colaboradores van a buenas escuelas del extranjero, que si ya no tenía voluntad por su avanzada edad, que si lo controlan sus asistentes, que si sólo servía de adorno para el presidente en turno.
La realidad es que el rostro de Mandela, siempre sonriente, se ve por todos lados del país: en portadas de revistas y periódicos, en espectaculares y comerciales que transmiten las cadenas televisoras locales, sobre todo cada vez que se acerca la fecha de su cumpleaños, el 18 de julio.
En las tiendas de los centros comerciales hay gorras, llaveros, camisetas, tarjetas postales, un sinfín de artículos con su imagen. Para las personas de gustos más intelectuales, en las librerías hay decenas de ediciones en torno al líder sudafricano (biografías, testimonios de quienes han convivido con él, álbumes fotográficos) y casi todos los niños conocen la historieta de ocho capítulos en la que se narran las hazañas de la vida del Premio Nóbel de la Paz 1993.
También se ofrecen a los turistas réplicas de las coloridas camisas que Mandela popularizó en sus apariciones públicas, las cuales pertenecen a una marca nacional que se llama, precisamente, “Ropa Presidencial”, a precios muy elevados. No cualquiera puede vestir como él.
A algunas personas les irrita esa mercadotecnia, sobre todo, les parece una exageración que los reflectores giren casi exclusivamente en torno a él cuando se habla del nacimiento de la República sudafricana.
“¿Dónde están los otros luchadores? El Congreso Nacional Africano (partido político del que emergió el gobierno negro) no lo hizo un solo hombre”, reprochaba el vendedor de artesanías Ingo Moller, en voz baja pues pues para algunos de sus compañeros de venta cualquier crítica a Mandela es tabú.
Los claroscuros en torno al culto “mandeliano” se perciben con mayor intensidad precisamente alrededor de la isla de Robben, en la costa sudafricana, en Ciudad del Cabo, donde se encuentra el inmueble que funcionó como cárcel de máxima seguridad hasta mediados de los años 80.
Ahí estuvo recluido el líder sudafricano durante casi dos décadas, en una pequeña celda, ahora muy pulcra, a la que inclusive acudió el presidente Obama hace unas semanas para tomarse una foto, meditabundo, mirando tras las rejas.
En Robben Island las casas que durante la época del apartheid sirvieron como residencia de los custodios, ahora se rentan a quien tenga ganas de pasar la noche en ese recinto donde tantas personas fueron torturadas y asesinadas por el simple hecho de no tener la piel blanca.
Los guías de turistas de agencias externas se quejan de que la isla se encuentra en manos de una suerte de mafia de personas negras que no permite, por ejemplo, que se traduzcan a otros idiomas las explicaciones en inglés que ofrecen jóvenes negros, algunos de los cuales afirman, para impresionar a los visitantes: “yo estuve preso aquí”. Pero cuando uno hace cuentas se percata de que esos chicos no pertenecen a la generación que padeció el encierro.
“La isla de Robben debería ser un santuario, pues se trata del lugar donde se originó la levadura de los cambios políticos de este país; es el punto de llegada obligado para quienes visitan Ciudad del Cabo siguiendo la ruta de la lucha contra el apartheid, y eso no sucede debido a esas personas que confunden a los turistas, pero se apropiaron de la isla con la anuencia del propio Mandela”, señala Pamela, una guía argentina.
En diversos puntos de Ciudad del Cabo, no falta quien también venda presuntas piedras de la isla a quienes ya no les dio tiempo de ir al recorrido por la prisión de Robben. Muchos las adquieren, no vaya a ser que sí sea un pedazo de la cantera que picó el mismísimo Madiba, el hombre ante el que hicieron antesala millonarios, jefes de Estado, estrellas de Hollywood y rockstars para sumarse a un culto que se perfila de largo aliento.
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