La vulgaridad de la guerra


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EL INTERNACIONALISTA

La posguerra fría es cada vez más la antesala de un nuevo conflicto militar. La lucha por el poder y la reafirmación de hegemonías confirman la actualidad de la tesis de Hobbes, de que el hombre es el lobo del hombre. El creciente agotamiento del paradigma liberal que hizo posible la paz después de la Segunda Guerra Mundial señala la pertinencia de mutar narrativas aislacionistas y guerreristas, por otras de encuentro y oportunidad para todos los pueblos.
La naturaleza esencialmente violenta de la humanidad se materializa como tensión en diversas regiones del mundo, donde campean hambre, pobreza, emigraciones, feminicidios, violaciones sistemáticas de derechos humanos y conflictos armados y religiosos, entre muchas otras situaciones que son motivo de vergüenza universal. En este teatro escatológico, la Organización de Naciones Unidas es apenas un bálsamo que, en sus casi tres cuartos de siglo de existencia, ha confirmado carecer de músculo suficiente para aliviar los males de fondo que aquejan el sistema internacional.
A este desorden global se agrega un notable deterioro del medio ambiente. Los poseedores del gran capital, manipuladores de gobiernos de todos los colores, insisten en mover el mundo con petróleo y en defender sus intereses con armas nucleares y otras de destrucción masiva. Con visión de corto plazo, no se detienen en consideraciones de índole humanista. Por el contrario, al alejarse de valores políticos universalmente aceptados e invocar leyes económicas que solo a ellos favorecen, fomentan nacionalismos trasnochados, guerras comerciales y disputas ideológicas que empañan el entorno universal, fomentan el armamentismo y deforman los componentes virtuosos de la  globalización.

En todos los idiomas es pertinente hacer un esfuerzo para cambiar narrativas de encono por otras de solidaridad y cooperación.


En el mundo actual, la lucha por el poder se presenta disfrazada. Con el pretexto de la observancia del derecho internacional, cuyo desarrollo positivo lo aleja cada vez más del derecho natural, inéditas y descarnadas modalidades de conflicto rondan por los cuatro continentes. Con ánimo de detener estas tendencias, los líderes religiosos despliegan sus mejores herramientas para encontrar, en el ámbito de lo sagrado, una válvula de escape. Desafortunadamente, también en este capítulo la intolerancia y el dogmatismo con frecuencia se radicalizan; invocar a Dios para cometer actos terroristas denigra lo divino y auspicia el retorno a las etapas más oscuras de la historia.
Muchos son los temores que surgen ante esta triste realidad, donde se erigen muros que, al aislar, conspiran contra el orden liberal y aspiran a crear paraísos para unos cuantos, no obstante que el incendio se propaga en otras latitudes. No hay respuestas sencillas para atender la emergencia, pero sí esperanza en la probada capacidad del hombre para revertir condiciones de conflicto y aprovechar los desencuentros para beneficio de la paz. Así las cosas, en todos los idiomas es pertinente hacer un esfuerzo para cambiar narrativas de encono por otras de solidaridad y cooperación. Oscar Wilde tenía razón: mientras la guerra sea considerada como mala, conservará su fascinación. Cuando sea tenida por vulgar, cesará su popularidad.
Internacionalista

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