Agua: balance del gobierno de Peña y proyección con López Obrador
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La gestión del agua en México debe ser considerada como un asunto de seguridad nacional: con ella no sólo se garantiza la producción de alimentos, sino también –en el caso de la frontera Norte– se aseguran los intereses nacionales y la viabilidad de ciudades y metrópolis binacionales. No obstante, en el gobierno pasado se intentó privatizarla, y ahora la llamada 4T aún no define una gran política en torno a su manejo.
A 9 meses del arranque de la
administración de Andrés Manuel López Obrador, el tema del agua no
parece haber adquirido un papel estratégico como para ocupar un espacio
privilegiado y merecido dentro de la agenda nacional. En el Plan
Nacional de Desarrollo (2019-2024), la gestión del agua está subsumida a
la lógica que rige los designios de la política pública para asuntos
que poseen mayor prioridad, como la lucha contra la corrupción, los
proyectos regionales (Tren Maya), los programas sociales para el
bienestar, la atención al combate a la pobreza o la ampliación de la
matrícula en la educación superior.
Los hechos sugieren lo complicado que es
salir del marco normativo establecido desde la época neoliberal que nos
ha prohibido conocer el funcionamiento del agua y en particular los
caudales que pueden ser obtenidos donde se minimicen los impactos
ambientales involucrados, denotando que tampoco para las
administraciones anteriores (2000-2018) el agua era un asunto
estratégico.
Al respecto, basta recordar que en el
paquete de las reformas estructurales se ejerció presión sobre el sector
hídrico supuestamente para modernizarlo. El objetivo era privatizar el
agua, para eso se propuso una, afortunadamente, fallida Ley General de
Aguas.
El decreto presidencial publicado el 1 de julio de 2019 en el Diario Oficial de la Federación
(DOF), por el que se establecen facilidades administrativas para el
otorgamiento de nuevas concesiones o asignaciones de aguas nacionales,
revela parcialmente cuál será el rumbo de la política oficial para el
agua a lo largo del sexenio (2018-2024).
En consonancia con la política de
austeridad, combate eficaz a la corrupción y atención preferencial a los
sectores sociales más desfavorecidos, las disposiciones emitidas en el
decreto privilegian la dotación de agua a través de títulos de concesión
y asignación a las comunidades afromexicanas y a los pueblos
originarios, así como a aquellas poblaciones consideradas en situación
de alta y muy alta marginación.
Dispone, además, de beneficios
relacionados con el incremento de volúmenes para quienes ostenten
títulos de asignación público-urbano y que no se encuentren vigentes a
la fecha. Con esta disposición se pretende cumplir y hacer garante el
derecho humano al agua y al saneamiento, previsto en el artículo 4 de la
Carta Magna; sin embargo, entre otros, se evita hacer propuestas y
consideraciones sobre el saneamiento respectivo, soslayando, además la
definición clara de la fuente de agua con la cual se cumplirá cabalmente
tal derecho.
El contenido del decreto marca una
diferencia con la lógica de la administración y gestión del agua que
había predominado a lo largo de las 3 últimas décadas, que daba
preferencia a la dotación de agua a los usuarios privados, locales y
trasnacionales, aplicando disposiciones de carácter desregulatorio, de
ajuste presupuestal, adelgazamiento del sector y renuencia al
conocimiento científico sobre el agua.
Así, el decreto de López Obrador tiene
un potencial impacto político y ambiental al apuntar hacia el respeto de
los derechos humanos, al alcance de la cobertura nacional en materia de
acceso al agua y al combate a la corrupción enquistada en el sector; no
obstante, para corregir las desviaciones neoliberales se enfrentan
desafíos dentro del sector para lograr el cometido en materia hídrica.
Breve balance de la gestión del agua, 2012-2018
Los principios que
guiaron la política hídrica en la administración de Enrique Peña Nieto
se caracterizaron por una tendencia desregulatoria y privatizadora
congruente con la ortodoxia neoliberal, y se tradujo en la reducción
presupuestal de las instituciones encargadas de la administración del
agua, como la Comisión Nacional del Agua (Conagua).
De acuerdo con la síntesis del
presupuesto ejercido por la Conagua, esta dependencia sufrió recortes
drásticos sistemáticos, pasando de 47.3 mil millones de pesos en 2014, a
42.2 mil millones al año siguiente. En 2016 continuó esa tendencia:
llegó a 40.2 mil millones. Y ya para 2017 cayó estrepitosamente 72 por
ciento, al quedar en 29 mil millones. En 2018, los recortes continuaron
hasta llegar a 26 mil millones de pesos asignados. Esa caída buscaba
despojar a la institución de capacidad de gestión, siguiendo el mismo
modelo aplicado a Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de
Electricidad (CFE).
En el caso del agua se ha coartado la
necesaria mejora técnico-científica respecto de la principal fuente
hídrica del país: el agua subterránea. También destaca el impulso a
polémicos y técnicamente injustificados proyectos de
mega-infraestructura hídrica y la entrega inequitativa de derechos de
agua. Así, gracias a los decretos presidenciales y a una transferencia
incontrolable de derechos entre los usuarios, unas cuantas manos
concentran el agua.
Tal es el caso de la Laguna, donde como
consigna Hoogesteger en 1998, unos 20 mil usuarios que (como ha ocurrido
en otras partes del país) fueron convencidos de que no había agua y que
la poca que quedaba estaba contaminada, y vendieron o rentaron sus
derechos; de éstos, 12 mil fueron comprados por cuatro empresas
privadas. Estos hechos denotan injusticias sociales y ambientales, donde
siete de cada 10 de los numerosos reclamos sobre agua por todo el país
tiene que ver con agua subterránea.
Es por ello que se advierten graves discrepancias entre ciertos actos amparados en la “impostergable” construcción de la seguridad hídrica
y la urgente modernización del sector. Éstos son de gran importancia y
complejidad y, aunque no alcanzarán a analizarse en su conjunto en este
ensayo, nos enfocamos en aquellos que suscitaron un importante debate
público, como los proyectos de mega-infraestructura hídrica, la fallida
(¿deliberada?) actualización del marco regulatorio del agua (federal)
que facilitó la concentración de derechos de agua y la falta de
democracia en el gobierno del agua en México.
De Monterrey a Oaxaca, vía Atlacomulco
Dos casos analizados
en proyectos de investigación desarrollados en la Universidad Nacional
Autónoma de México (UNAM) en los últimos 3 años en materia de gestión y
conflictos por el agua en México llamaron nuestra atención. El primero,
versó sobre los megaproyectos en el Noreste del país para la extracción
de las reservas prospectivas de gas de lutitas (gas shale),
cuya conflictividad reside en el volumen irracional de agua subterránea
que requiere y, en su inminente contaminación cuando se aplica la
denominada fractura hidráulica (fracking), mermando el volumen
existente de agua y su calidad original. El análisis reveló una enorme
carencia de datos científicos y de estudios técnicos actualizados que
dieran cuenta de los caudales involucrados, funcionamiento natural del
agua subterránea y de su calidad, pero también de los efectos que esta
controvertida actividad energética tendría sobre ecosistemas en tiempo y
espacio, así como en las formas tradicionales de organización social,
económica y cultural de la región. Se corroboró una tensión política
entre los campesinos aglutinados en la Confederación Nacional Campesina,
algunos ganaderos del Norte de Coahuila (Acuña-Piedras Negras) que
defienden sus propiedades y derechos de agua, y los empresarios
regionales y las autoridades locales y estatales interesadas en la
extracción del gas shale que han construido una campaña de
presión mediática para acaparar títulos de concesión de agua
(subterránea) y de nuevas tierras.
A los defensores del fracking
organizados en asociaciones como Clúster Energético en Tamaulipas, Nuevo
León y Coahuila, en alianza con directivos de la Secretaría de Energía y
el Instituto Mexicano del Petróleo, lo que menos parecía preocuparles
era la protección y conservación ambiental del agua subterránea (fuente
primordial de abastecimiento hídrico de esa región del país), ni el
costo político y social del problema. Para ellos, lo importante era
avanzar en el negocio trasnacional, a pesar de que la exploración
inicial que realizó Pemex arrojó resultados pobres en materia de
reservas de gas de lutitas (de 27 pozos sólo tres fueron exitosos).
En este conflicto, el problema no era la escasez per se
del agua (porque, si acaso, es escasez de tecnología) ni el hecho de
que vieran hacia el agua superficial, por el contrario, se pudiera
gestar un complejo cuadro que comprometiera y vulnerara la seguridad hídrica regional,
por el potencial daño que implica la inyección de un coctel de más de
80 sustancias altamente tóxicas y contaminantes al agua que circula en
los acuíferos sin saber a dónde irán y qué y cómo afectarán el ambiente.
Algo que siempre ha sido claro para los campesinos y ganaderos
afectados y un sector de ambientalistas y académicos.
Si ampliamos el análisis espacial, encontramos que el fantasma de la llamada escasez hídrica movilizaba
y sigue movilizando capitales, influencias e instituciones públicas y
académicas, incluso antes del inicio del sexenio de Peña Nieto,
alrededor del extinto y técnicamente injustificado megaproyecto
Acueducto Monterrey VI.
En este caso, la vox populi
sobre la insaciable sed de alrededor de 4 millones de regiomontanos
exigía la construcción de un trasvase de agua de 390 kilómetros de
extensión que condujera el agua de la cuenca del Pánuco a la Presa
Cierro Prieto en Linares, Nuevo León. Dicho trasvase eludía la
posibilidad de usar fuentes de agua locales, las cuales no fueron
estudiadas en forma exhaustiva. Con dicha obra se pretendía asegurar un
flujo de agua estimado en 5 mil litros por segundo, que aunado a los
caudales de agua de las presas El Cuchillo y La Boca, más la perforación
de una batería de pozos, garantizaría un volumen de 12 mil 500 litros
por segundo, cantidad superior a la necesidad estimada en 2010 que
ascendía a 11 mil 750 litros por segundo. El proyecto era un legado del
expresidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), quien otorgó un
título de asignación que amparaba un flujo de 15 mil litros por segundo
del Pánuco a Nuevo León. Peña Nieto lo incorporó a sus 266 promesas de
campaña y lo promovió activamente, adjudicándole la obra a un consorcio
empresarial filial de Grupo Higa, que posteriormente se vio envuelto en
escándalos de corrupción. Esto despertó recelo entre el empresariado
local, quienes formaron una coalición de más de 60 instituciones
públicas y privadas, con la participación de The Nature Conservancy y
el Fondo Metropolitano del Agua, para enfrentar los negocios de los
mexiquenses y sus aliados regiomontanos. La coalición logró que Peña
Nieto diera marcha atrás al proyecto y en la actualidad le apuestan a
que la construcción de la Presa Libertad garantizará el abastecimiento
de agua de su ciudad, pero la disputa continúa.
Recientes estudios efectuados por
investigadores de la Universidad Autónoma de Nuevo León revelan que la
escasez del agua (superficial, claro está) no compromete el crecimiento
demográfico, urbano y económico de Monterrey: 2 mil litros por segundo
se extraen de sólo 8 metros de profundidad a través de una batería de
pozos situados en el Barrio Antiguo de la ciudad, cantidad por arriba
del caudal proyectado con la Presa Libertad, es decir, 1 mil 500 litros
por segundo. También documentaron los daños físicos a diversos inmuebles
en los municipios del Norte de Nuevo León y de Coahuila ocasionados por
microsismos de hace 2 años, precisamente, en los momentos en que Pemex
efectuaba la perforación de los 27 pozos para confirmar las reservas de
gas shale proyectadas por el Departamento de Energía
estadunidense. Cabe señalar que el Servicio Sismológico Nacional ha
clasificado como zona asísmica el Noreste del país.
En contraste, a más de 1 mil kilómetros
de distancia de los jugosos negocios energéticos y de infraestructura
hídrica descritos, en Valles Centrales de Oaxaca un movimiento índigena
conformado por alrededor de 300 campesinos, originarios de 16
comunidades zapotecas (Ocotlán y Zimatlán de Álvarez) y aglutinados en
la Coordinadora de Pueblos Unidos por el Cuidado y Defensa del Agua
(Copuda), también conocidos como los “Sembradores del Agua”, se
enfrentan a las restricciones de una rígida veda presidencial impuesta
sobre el agua subterránea desde 1967 en el acuífero administrativo
denominado Valles Centrales, polígono en el que está asentada la ciudad
de Oaxaca. El problema de la falta de acceso al agua se acentuó cuando
la región sufrió una sequía atípica en 2005, que causó una mayor presión
hídrica, que se topó con la postura oficial de la Conagua de continuar
la vigencia del Decreto de Veda de Valles Centrales.
Consecuentemente, los campesinos
zapotecas perdieron el acceso a subsidios específicos para el campo,
previstos en los programas federales de la Secretaría de Agricultura,
Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) y la CFE,
situación que los obligó a llevar a cabo obras rudimentarias para
retener e infiltrar agua pluvial al acuífero y con ello recuperar los
niveles someros de agua subterránea que históricamente les han permitido
sobrevivir. En el transcurso de 1 década, los afectados consiguieron
regresar parcialmente la productividad de sus pozos y norias, evitando
así la profundización del desmantelamiento de la frágil soberanía
alimentaria nacional.
En 2012, gracias a una demanda judicial
que en calidad de comunidades originarias ampararon en el Convenio 169
de la Organización Internacional del Trabajo, obligaron al Estado
mexicano a reconocer la flagrante violación cometida al derecho de libre
goce y uso de sus recursos naturales. Así, en el sexenio pasado se
concluyó la “consulta indígena libre, previa e informada”, mandatada por
el Poder Judicial, en la que participaron activamente las comunidades,
las autoridades y algunos académicos, entre ellos quienes suscriben el
presente.
A lo largo de este proceso se
identifican tres situaciones que caracterizaron al gobierno y su gestión
del agua en el sexenio pasado. La primera, se carecía de estudios
técnicos y científicos actualizados: al igual que en el caso del fracking,
en Oaxaca se realizaron estudios usando metodología obsoleta y la
Conagua negó la suspensión del decreto de veda, negándose a efectuar un
estudio técnico requerido cuyo valor era de 2 millones a 4 millones de
pesos, que determinaría si existía agua disponible que pudiera
concesionarse a un grupo de campesinos dedicados a la agricultura de
auto sustento. Es menester señalar que el Centro de Investigaciones
Regionales del Instituto Politécnico Nacional contribuyó con estudios
propios, los cuales poco o nada fueron considerados en las mesas de
negociación. Se pudo atestiguar que, en el fondo, lo que se requería
para resolver el conflicto era la voluntad política de parte del titular
del Poder Ejecutivo federal. Así, 1 mes antes del cambio de gobierno en
una sala de juntas de la Subsecretaría de Derechos Humanos de
Gobernación (en la Ciudad de México) se instruyó a funcionarios de la
Conagua, la Sagarpa y la CFE a que resolvieran en menos de 30 días el
problema que existió durante más de 2 sexenios.
Lo anterior, obliga a repensar el modelo
de democracia que impera en México sobre el gobierno del agua, porque
en este caso, el control del recurso subterráneo está sometido a la
atribución estrictamente presidencial sobre la permanencia o el
levantamiento de un Decreto de Veda, avalado por estudios carentes de
rigor técnico necesario para garantizar la gestión justa del agua
subterránea para el ser humano, para otros componentes del ambiente, y
en especial para los ecosistemas. Las decisiones sobre quién y de qué
forma se accede al agua subterránea han estado lejos de ser democráticas
y más cerca de ser autoritarias, donde la falta de rigor científico y
técnico ha sido el común denominador.
Si el gobierno de López Obrador acata
los resultados de la consulta indígena, se reconocerán los derechos
territoriales y la libre determinación por parte de los pueblos
originarios, tal y como se pretende con el Decreto del 1 de julio
pasado. De esto resulta evidente que en forma adicional se deberá pugnar
por la adecuación de los referentes jurídico, científico, ambiental y
económico para lograr enmarcar un precedente socialmente justo.
La reforma fallida del agua
De acuerdo con los transitorios del
Artículo 4 Constitucional, modificado en 2012 en torno al reconocimiento
constitucional del derecho humano al agua y al saneamiento, el Congreso
de la Unión está obligado a expedir una nueva Ley General de Aguas para
armonizar sus disposiciones en aras de garantizar el cabal cumplimiento
de este derecho constitucional.
Al aprovechar una coyuntura legislativa
favorable, la Conagua y la bancada del Partido Revolucionario
Institucional (PRI) en el Congreso de la Unión impulsaron la aprobación
de una iniciativa de ley en 2015, apodada Ley Korenfeld en
alusión a David Korenfeld Federman, quien había fungido como titular de
la Secretaría de Agua y Obra Pública (2006-2011) del gobierno mexiquense
y desde 2012 era titular de la Conagua (hasta 2015). A éste se le
atribuía la autoría de la iniciativa, cuestionada por su marcado
carácter desregulatorio (que incitaba a la contaminación del agua), por
el andamiaje de un nuevo sistema de tarifas, y un importante número de
sanciones previstas para aquellos involucrados en materia de
investigación científica sobre el agua.
La iniciativa de ley fue bloqueada
debido a la enorme presión social y política de parte de un movimiento
integrado por diferentes líderes, ambientalistas, periodistas y
académicos, para quienes era evidente que con la desregulación del
sector se terminaría de consolidar la mecánica privatizadora del
funcionamiento de otras reformas estructurales, como la energética,
profundizando las desigualdades sociales existentes.
Los priístas entendieron que existe un
complejo entramado de actores, usuarios e intereses involucrados en la
gestión del agua, distinguiéndose a finales de 2015 dos posturas
encontradas: por una parte, quienes exigen una distribución y acceso
equitativo al agua aludiendo el respeto a este derecho humano y,
recientemente, al medio ambiente; y por la otra, se concibe al agua como
la materia prima fundamental para el lucro, destacando los sectores de
la industria agrícola de exportación, la industria embotelladora y de
bebidas, las papeleras, las mineras, los hoteleros, así como las
compañías dedicadas a la provisión del servicio de agua potable,
saneamiento y tratamiento de aguas residuales, por citar los más
relevantes.
A la par de la presentación de la iniciativa Korenfeld, un
sector de ambientalistas, líderes sociales, así como académicos de la
Coordinadora de la organización no gubernamental Agua para Todos, Agua
para la Vida, presentaron ante la Cámara de Diputados y el Senado de la
República una iniciativa ciudadana de Ley General de Aguas (ICLGA), como
contraposición a la propuesta oficial. Con esta acción pretendían
visibilizar ante la opinión pública la exigencia de una democratización
del sector, así como la modificación sustancial de los actuales márgenes
tolerados de polución hídrica y de impactos a los ecosistemas. Para
algunos, la propuesta fue polémica porque pretendía, entre otras cosas,
“ciudadanizar” los actuales Consejos de Cuenca (organismos de carácter
consultivo, que aglutinan a los representantes de los usuarios del agua
con reconocimiento legal) como una medida de contrapeso o debilitamiento
a las actuales facultades del titular del Poder Ejecutivo Federal en el
sector, específicamente la gestión de los derechos del agua, las cuales
pasarían a ser parte de las atribuciones de los Consejos Ciudadanos de
Cuenca. En el fondo, esta propuesta recuerda la tensión existente entre
la federación y los estados por el control soberano de los recursos
nacionales: ¿a cuántos gobernadores no les agradaría ejercer la tutela
constitucional sobre las inexistentes aguas estatales? Al mismo tiempo
un grupo de académicos (donde participaban los autores de este artículo)
elaboró una propuesta de ley que se enredó en las maniobras políticas
de la Cámara de Diputados.
La legislatura pasada (2015-2018)
continuó con el esfuerzo de sacar adelante la reforma del agua, esta vez
bajo la dirección del diputado mexiquense José Ignacio Pichardo Lechuga
(estado del presidente Peña Nieto), quien presidía la Comisión de Agua
Potable y Saneamiento, este convocó a una serie de foros y reuniones con
diversos sectores interesados en el tema a fin de lograr el anhelado
consenso. En esas reuniones destacó la participación de los miembros del
Consejo Consultivo del Agua (CCA), la Asociación Nacional de Empresas
de Agua y Saneamiento (ANEAS) y un sector de la academia. Para inicios
de 2018, circulaban extraoficialmente un par de documentos que
sintetizaban, por una parte, una compilación de los foros y reuniones
sobre el tema y, por otra, un borrador analítico de la posible
iniciativa de reforma a la LAN, a este último se le conoció como Ley Pichardo. Este
documento no levantó la controversia esperada, debido fundamentalmente a
que nunca fue del dominio público, pero una revisión cuidadosa revela
una enorme similitud con la iniciativa Korenfeld. Para esa
fecha, las campañas electorales estaban en pleno despegue y la eventual
discusión en comisiones del borrador hubiese representado un costo
político para el candidato oficial a la Presidencia de la República.
Antes de esto, a mediados de 2017 se
hizo pública una tercera propuesta para regular el agua que ya había
sido promovida sin éxito en la Cámara de Diputados y el Senado de la
República. A diferencia de las anteriores, se distinguió por el perfil
académico de sus autores y su énfasis en el agua subterránea. Esta
iniciativa fue formulada por un equipo de trabajo especializado de
varias universidades, con una participación mayoritaria de académicos de
la UNAM, y su finalidad fue atender los vacíos regulatorios de las
aguas del subsuelo en la LAN. La iniciativa se publicó en la UNAM como Ley del Agua Subterránea: una propuesta y
sus autores la entregaron a los diputados que integraban la Comisión de
Agua Potable y Saneamiento en San Lázaro, así como a algunos miembros
del Senado. En este último, tuvo una mejor recepción, a pesar de que
nunca fue sometida a discusión en las respectivas comisiones.
Un argumento central de esta propuesta es que el recurso subterráneo representa el 97 por ciento del agua físicamente accesible y
disponible en las porciones continentales, su alumbramiento artificial
es altamente tecnificado y, generalmente, permanece invisible en el
paisaje urbano. En el caso de la Ciudad de México, los pozos están
ocultos “y protegidos” por una barda de concreto y alambrado de púas,
por fuera, discretamente se indica el número de pozo y el titular de la
asignación, es decir, el Sistema de Aguas de la capital.
El agua subterránea alimenta,
principalmente, las grandes ciudades del país, desde que se le alumbra
circula directamente entre las redes de distribución de agua potable,
las cuales a su vez están conectadas a los hogares, las empresas e,
incluso, a las grandes industrias. Se estima que más del 70 por ciento
del agua empleada en el sector agrícola es de origen subterráneo.
La propuesta atacaba las debilidades del
vigente método científico empleado para la evaluación del agua
subterránea, situación que se traduce en la falta de un ordenamiento
integrado de pozos y concesiones, así como en el monitoreo estricto de
la calidad del agua obtenida. El tema del agua subterránea carece de
“prestigio”, y su tratamiento es en gran medida desconocido para la
opinión pública y hasta para los políticos, y erróneamente suele
considerársele como un asunto estrictamente técnico, sin entender que
políticamente de ella dependen diversas viabilidades.
La propuesta reveló que el manejo del
agua subterránea en México es un asunto político que está sometido a la
voluntad presidencial: la atribución para su manejo técnico le fue
conferida a la Conagua y al Instituto Mexicano del Agua (IMTA),
dependencias que por ley deben evaluar, investigar y gestionar esta agua
con el respaldo político del presidente en turno. También amplió el
cisma entre distintas visiones: la del sector de hidrogeólogos, quienes
argumentan sobre la necesidad de cambiar el paradigma de evaluación para
pasar a uno científico y sistémico de esta agua; y la de aquellos que
desde una visión ingenieril pugnan por conservar criterios obsoletos a
partir de su dominio técnico desde las instancias señaladas, ya que
cuentan como aliado político desde el sector privado a profesionales de
las empresas dedicadas a la perforación y la construcción de pozos para
el alumbramiento del agua subterránea.
Esta discrepancia resume el
enfrentamiento entre los ingenieros (quienes, desde el sector público,
defienden la aplicación del Balance Hídrico: cuánta agua entra a un
sistema no definido y cuánta sale) y los hidrogeólogos (quienes señalan
la necesidad de complementar la gestión del agua con nuevos indicadores
que permitan más efectividad que se traduzca en políticas de
conservación y protección del agua subterránea).
En octubre de 2017, la Asociación
Geohidrológica Mexicana convocó a su congreso anual en la ciudad de
Puebla, espacio en el que se promovió la visión oficial para la gestión
del agua subterránea. Aleccionador fue el conjunto de actividades
pre-congreso, en los que se impartieron talleres y cursos relacionados
con la técnica de la fracturación hidráulica (fracking). En
octubre 31, la Conagua, a través de un comunicado oficial, informó que
por instrucciones del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, el
director de la dependencia, Roberto de la Parra, creaba el Cotema
(Comité Técnico de Manejo de Aguas Subterráneas) como órgano consultivo
integrado por académicos, investigadores, especialistas y funcionarios
de los tres niveles de gobierno. Fue evidente que el mencionado congreso
fue el corolario que sirvió para buscar el respaldo político
presidencial y evitar el avance en el Poder Legislativo de una propuesta
que estaría atentando en contra de los intereses y los negocios creados
en la perforación para el agua subterránea.
Éste no es un asunto menor. Cada vez que
el presidente autoriza una concesión o asignación de aprovechamiento de
agua subterránea a través de la Conagua, se abre la oportunidad de
negocio para los perforistas, quienes se dedican a alumbrar el recurso.
Los autores de la propuesta de Ley de Agua Subterránea están excluidos
del Cotema, con lo cual se cancela una visión alternativa para el manejo
del agua.
La concesión política final: decretos presidenciales del agua
Días después de la derrota electoral priísta, el 6 de julio de 2018 fue marcado por la controversia, y la falta de expertise
imperante en los medios de comunicación, sobre los problemas que atañen
al agua. Diez decretos presidenciales fueron publicados en el DOF,
en los que se dice reconocer y determinar (sin planteamiento científico
sólido) un volumen específico de agua para el sostenimiento del
ambiente y los ecosistemas, mejor conocido como caudal ecológico,
así como la determinación de zonas de reserva de agua para el mismo fin
en alrededor de 300 cuencas. Al siguiente día, académicos y
ambientalistas expresaron públicamente su desacuerdo con dicha medida,
destacando dos problemas centrales: las implicaciones que se desprendían
del levantamiento de los decretos de veda para establecer volúmenes de
agua disponible tanto para el ambiente como para los usos público-urbano
y doméstico; mientras alertaban sobre la falta de infraestructura
crítica para el monitoreo efectivo del caudal ecológico o de las zonas
de reserva de agua en cada una de las cuencas beneficiadas.
La Conagua determinó que de acuerdo con
la actualización de la disponibilidad media anual en las cuencas, así
como con la extinción de volúmenes amparados en títulos de concesión o
asignación no vigentes, en más del 50 por ciento de las cuencas existía
el agua suficiente para liberarla al ambiente y a los usos consuntivos
mencionados. En ambos casos, aunque existían declaratorias de veda
emitidas por anteriores mandatarios en algunas cuencas, se consideró su
suspensión provisional a fin de contar con los caudales suficientes para
cumplir con el fin privatizador mencionado, hecho que levantó sospechas
en el sector de académicos y ambientalistas inconformes. Estos últimos
sostenían que con los decretos “se entregaría el agua para el fracking y se terminaría privatizándola”.
Otras cuestiones aún más preocupantes
consistieron en que la determinación del volumen de los caudales
decretados para el ambiente y las zonas de reserva, en ciertos casos,
fueron cifras insignificantes. Un ejemplo es Chiapas, donde se determinó
un caudal ecológico de alrededor del 0.31 por ciento del volumen total
del agua utilizable. Si el caudal ecológico y las zonas de reserva
fueron conceptos creados para que la naturaleza recupere su salud
ecosistémica (sostenimiento y reproducción de humedales, sistemas
biológicos riparios y preservación de manantiales), las cantidades
decretadas, empíricamente, no ofrecen garantía alguna para que la
naturaleza recupere el equilibrio deseado.
El 24 de agosto de 2018, en la
Universidad Autónoma de Querétaro se celebró una reunión nacional con
especialistas de diversas universidades para crear la Red de Apoyo para
la Operación de Reservas de Agua en México o Red MORA. Las conclusiones
de esa reunión académica son críticas e ilustrativas porque plantean
interrogantes desafiantes: ¿con qué capacidades humanas y de
infraestructura cuenta la Conagua para vigilar los caudales ecológicos y
que las zonas de reserva cumplan con su objetivo?, ¿con qué
indicadores, metodología e instrumentos se medirá la respuesta ambiental
del caudal ecológico en las cuencas beneficiadas con la disposición?
Los decretos signados por el presidente
Peña Nieto en Los Pinos en compañía de organizaciones no gubernamentales
como el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por su sigla en inglés)
fueron festejados con bombo y platillo, en un ambiente en el
que el presidente –que soslayó la crisis presupuestaria a la que se
había llevado a la Conagua y que se mantiene hasta la fecha– se
presentaba como el más ambientalista de los mandatarios que este país ha
tenido, pues nunca se había determinado un caudal ecológico de los
alcances geográficos mencionados.
Aunque esos decretos fueron los más
polémicos del sexenio, otros pasaron inadvertidos tanto para la academia
como para los ambientalistas y, desde luego, una enorme parte de la
opinión pública. Por ejemplo, al inicio del sexenio, Peña Nieto recibió
un país con 320 acuíferos (unidades administrativas de gestión del agua
subterránea) previamente vedados, el 5 de abril de 2018 emitió un
decreto histórico para vedar otros 332 acuíferos, con ello terminó de
establecer una veda en todo el territorio mexicano, es decir sobre los
653 acuíferos administrativos existentes. Ningún otro mandatario había
decretado una veda de alcances geográficos tan extensos, que equivale al
50 por ciento de la superficie del territorio nacional. El único
precedente habían sido el de los 89 acuíferos que había vedado en su
momento el presidente Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958).
Esa veda no evitó que continuaran
llegando inversiones extranjeras a México. Un estudio realizado en el
Instituto de Geografía de la UNAM (2017) ubicó en un mapa las
inversiones extranjeras en materia automotriz en el país al amparo del
Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que reveló que más del
75 por ciento de los clústeres industriales que llegaron desde 2000
hasta 2017 se establecieron sobre polígonos vedados, lo que sugiere que
las empresas se conectaron a la red del agua vía los sistemas
municipales de abastecimiento de agua (uso público-urbano), tal y como
se pretende hacer en la actualidad con la compañía cervecera
estadunidense Constellations Brands en Mexicali.
¿Para qué sirven las vedas? Desde 1973
la justificación que aparece en los decretos presidenciales es para “la
conservación de los mantos acuíferos”, pero lo contradictorio es que los
organismos que manejan el agua potable, públicos o privados, son
alimentados por pozos que extraen el agua del subsuelo. Una idea inicial
es que las vedas sirven para declarar de utilidad pública el agua y en
consecuencia, el presidente en turno, tenga un control político del
flujo del agua al poseer su dominio exclusivo y decidir a quién sí y a
quién no se la otorga, lo que implica un manejo autoritario del agua.
Paradójicamente, el presidente “más
ambientalista” de la historia de este país –a pesar de las restricciones
que impuso en abril de 2013– decidió continuar dotando de agua a los
usuarios, para ello emitió tres decretos publicados en el DOF
(7 de abril de 2014; 17 de mayo de 2016, y 23 de marzo de 2018), en los
que estableció facilidades administrativas para renovar o expedir nuevos
títulos de concesión y asignación en todo el país, cuyos títulos
hubieren vencido el 1 de enero de 2009 o en su caso el 1 de enero de
2004. Estas disposiciones, sobre todo los decretos de abril de 2014 y de
mayo de 2016, se aplicaron tanto para aguas superficiales como
subterráneas, mientras que el de 2018 fue exclusivamente para las
subterráneas. Una revisión detallada del decreto evidencia la
permisividad y laxitud con que el presidente dotó de agua a quien así lo
solicitara, debido a que se dispuso que aquellos usuarios que hubieren
entrado en pleito judicial con la Conagua sin que aún hubiese acabado
podían recurrir a un desistimiento simple, y así poder acceder al
proceso de renovación del título de concesión respectivo. Esto nos
conduce a afirmar que éste fue el decretazo del sexenio, porque dotó de agua subterránea a quien así lo exigiera.
En síntesis, los decretos son
disposiciones que simulan la administración del agua en México, porque
una cosa es establecer en el papel el volumen otorgado para su
aprovechamiento, y otra cosa es que la autoridad cumpla con el monitoreo
del caudal extraído y aprovechado en tiempo récord, a fin de vigilar
que no se rebase lo autorizado y de ser el caso, estar en la condición
de establecer las sanciones correspondientes. Por ejemplo, en Guanajuato
existen más de 20 mil pozos y en la Conagua sólo hay personal para
inspeccionar unos 300 al año en todo el país. Tampoco, se monitorea que
el uso del agua autorizado sea correctamente aplicado por el usuario;
así, parece también existir una desconexión total entre la vigilancia y
la adecuada disposición final del agua residual, a menos que sean fallas
previstas y toleradas para asegurar el favor político, o sea, continuar
con el sistema de ineficiencia planeada.
De esta manera, con el conjunto de
decretos mencionados se consolidó la reforma política del agua, que si
bien no se logró por la vía legislativa, con los decretos signados, Peña
Nieto cumplió con los requerimientos de agua de los inversionistas
privados, las empresas y los usuarios al otorgar las concesiones
exigidas. A finales de su sexenio las concesiones de agua pasaron de 6
mil 640 en 2012 a 8 mil 473; es decir, 1 mil 839 concesiones en 6 años:
36.22 por ciento de las entregadas hasta 2012.
¿Hacía dónde se dirige la 4T en materia de agua?
El World Resources Institute (WRI) indica que México ocupa el lugar 24 de 169 en su National Waters Stress Rankings (2019), nuestro país se encuentra en un nivel de High Baseline Water Stress,
definido como la extracción de más del 40 por ciento de la denominada
disponibilidad anual, mientras que algunas zonas del país especialmente
en el Norte están en el nivel más alto de estrés, donde la irrigación
para la agricultura, industrias y municipalidades extraen más del 80 por
ciento del promedio anual de la disponibilidad de agua calculada. El
estrés de agua, según el WRI, presenta serios peligros para la vida
humana y la estabilidad de los negocios. Más allá de lo cuestionable de
la metodología empleada para la determinación de los indicadores de los
niveles de estrés hídrico, lo cierto es que su difusión se convierte en
un elemento de presión para la sociedad y las autoridades.
En el sexenio anterior, a la luz de las
políticas neoliberales, todo aquello que hubiese sido etiquetado como
“estratégico” era sinónimo de oportunidad de mercado, de negocio y, por
supuesto, objeto de reforma política de carácter desregulatorio y
privatizador. Sin embargo, como se mencionó al inicio, el tema del agua
no parece ser estratégico para el presidente López Obrador, cuyo Plan
Nacional de Desarrollo subsume el agua a la lógica de otros proyectos, o
bien, es posible que al mandatario le parezca que es un asunto
estrictamente técnico y fuera del ámbito de la corrupción claramente
observada en otros sectores, como el petrolero.
Al Poder Legislativo el tema le fue
legado: la reforma legislativa del agua no fue consumada, y al
presidente de la Comisión de Agua Potable y Saneamiento, diputado
Feliciano Flores, le dejaron la tarea de sacar en 2 años la reforma
pendiente, porque como es del dominio público, el tercer año se le
considera como el de “parálisis legislativa”, a menos que ahora sea
distinto. En esos 2 años (y ya se fue uno) debe convencer a su bancada
sobre la importancia de formular una nueva ley para abrir los espacios
de debate legislativo que la lleven a su voto en el pleno. Esa Comisión
ha convocado a la celebración de 33 foros regionales del agua en el
país, en donde los diputados escuchan la opinión de los usuarios del
agua y de las partes interesadas. A menos que la comisión esté avanzando
en la redacción de la nueva ley y pensando en una gran política del
agua, es posible que el calendario político-electoral derrote los
tiempos legislativos una vez más. Por lo pronto, habiéndose agotado el
primer periodo de sesiones, se vislumbra complicada la reforma a la Ley
de Aguas Nacionales, por lo que será un tema pendiente que, en su caso,
tendría que retomar el Senado de la República, de donde salió muy
temprano una propuesta para evitar la privatización del agua, que al
estar colmada de problemas constitucionales fue congelada.
El Poder Ejecutivo apenas ofreció una
señal de lo que parece ser guiará la política del agua en este sexenio
con el decreto publicado el 1 de julio. En concordancia con la política
social de “primero los pobres”, el decreto establece la renovación y
expedición de títulos de concesión sobre aguas nacionales dando
preferencia a los pueblos originarios, comunidades afromexicanas, y
comunidades de alta y muy alta marginación. No obstante, son muchos los
desafíos que se enfrentan para que esta disposición presidencial sea una
realidad, entre ellos la falta de infraestructura crítica para el
abastecimiento de agua en las localidades rurales que presentan altos
índices de pobreza.
Una revisión a la disposición
presidencial muestra que los usos doméstico y público-urbano únicamente
estarán contemplados para la expedición de nuevos títulos o renovación
de aquellos vencidos el 1 de enero pasado. Asimismo, el volumen de agua
asignado a los usuarios no podrá rebasar los 100 litros de agua por
día/habitante, según las sugerencias de la Organización Mundial de la
Salud respecto al cumplimiento del derecho humano al agua y saneamiento.
En el caso de las comunidades rurales que se abastecerán de agua
subterránea, el gobierno concederá el título respectivo para uso
doméstico, pero el titular deberá obtener, adicionalmente, los permisos
necesarios para llevar a cabo las obras que permitan el alumbramiento
del recurso, así como para sus descargas residuales fuera de los
sistemas municipales de alcantarillado. En ambos casos, las comunidades
marginadas tienen enormes carencias: el costo de una perforación o
construcción de un pozo es bastante oneroso, por lo que el gasto lo
deberían asumir las propias autoridades locales, mientras que en el caso
del alcantarillado, es evidente que un porcentaje mayoritario carece de
dicha infraestructura.
Esta problemática se amplía, ya que el
decreto establece que se le otorgarán nuevos títulos de asignación a las
comunidades que no cuenten con éste, aquí surgen varias interrogantes
resultado de lo establecido constitucionalmente: ¿quién costeará la
construcción y mantenimiento posterior de las redes de distribución del
agua en dichas localidades?, ¿cuál será la participación de otros
niveles de gobierno como los municipios y los estados en dicho proceso?
Considerando la insuficiencia presupuestal que caracteriza a los
municipios más pobres de México, ¿cómo enfrentarán las disposiciones del
decreto?, ¿licitarán la construcción, mantenimiento y provisión del
agua al sector privado, privatizando el agua?
Si la actual administración federal
persigue con este decreto cumplir con el derecho humano al agua y
saneamiento en aquellas comunidades históricamente marginadas por el
propio Estado, debe ir más allá de la entrega de un documento
administrativo que ampare volúmenes de aprovechamiento de agua a los
usuarios. Con el fin de atacar las disposiciones reglamentarias, se debe
de garantizar que el Estado tendrá una participación rectora,
coordinada y eficaz para la construcción de la infraestructura necesaria
que provea el líquido, a fin de evitar provocaciones y tensiones con
los usuarios que serán afectados. En este contexto debe revertirse la
disminución en las condiciones operativas de la Conagua como factor
inhibidor en el cumplimiento del decreto.
También hace falta reformular
radicalmente el concepto del papel del agua, se tiene que pensar a
través de la condición del agua en una gran política que cubra el
desarrollo económico y, dentro de éste, la industria, agricultura y el
desarrollo urbano, de tal forma que sea sustentable, sostenible, justo y
equitativo. Eso es lo que debe contener la Ley General de Aguas, que
debe formularse para sostener el modelo de desarrollo y no convertirse
en una camisa de fuerza que defienda intereses creados o cree nuevos intereses facciosos.
La política de austeridad anunciada se
incrementará en 2020, por lo que ni el gobierno ni la Conagua podrán
enfrentar medidas correctivas que son de gran envergadura y con gran
impacto sistémico, pero además podrá agravar la crisis presupuestaria de
la Comisión heredada del neoliberalismo, que la dejó con serias
limitaciones de recursos humanos y de infraestructura para definir y
vigilar los caudales ecológicos y las zonas de reserva. Tal vez, si bien
nos va, tendremos actividades de mantenimiento pero no correctivas ni
preventivas para evitar mayor deterioro. Aquí el riesgo que se corre es
la posibilidad que desgasten sus energías tratando de sobrevivir y no
atiendan la necesidad de reelaborar indicadores, metodología e
instrumentos para medir la respuesta ambiental del caudal ecológico en
las cuencas.
Es posible que la 4T se encuentre, aún
en contra de su voluntad y de los cambios que se requieren en materia de
agua, manteniendo las condiciones que han propiciado malos manejos y
apropiaciones injustas del agua y con esto el agravamiento de las
condiciones hídricas en el país.
Gonzalo Hatch Kuri/Samuel Schmidt/José Joel Carrillo-Rivera
*Gonzalo Hatch Kuri es geógrafo y
profesor-investigador del Colegio de Geografía de la UNAM
(ghatch@comunidad.unam.mx); Samuel Schmidt es politólogo y visiting scholar
en la Universidad de Texas, en Austin (shmil50@hotmail.com), y José
Joel Carrillo Rivera es ingeniero geólogo e investigador titular del
Instituto de Geografía de la UNAM (joeljcr@igg.unam.mx)
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