Augurios y fracasos
Luis Linares Zapata
Opinión
Periódico La Jornada
6 de Enero de 2010
Definir una deseable imagen futura de país ayuda a precisar las incapacidades que, por ahora al menos, padecen no sólo el modelo vigente, sino el completo sistema de convivencia. Lo primero que se antoja como un punto de atracción para México sería, desde la izquierda y a futuro, alcanzar un grado aceptable de equidad en el reparto de la riqueza y las oportunidades. Este cometido implica, claro está, un sostenido y sostenible crecimiento económico que, al mismo tiempo que crea los bienes y servicios, ponga límites estrictos a la avaricia y vaya corrigiendo las enormes desigualdades que ensombrecen cualquier preámbulo de armonía social.
En un intento por renovar las maltrechas esperanzas de los mexicanos en sus liderazgos ahora que se inicia un año doblemente simbólico, se pueden ensayar algunas consideraciones preliminares. Por lo pronto, fijar un piso asequible donde el salario mínimo pudiera rondar los 10 mil pesos mensuales, como el vigente en la España actual. Dicha aventura de concertación normativa tomaría unos cinco años de aumentos reales continuos. Si se eleva un tanto más la mira, digamos hasta llegar a los 30 mil pesos mensuales que ahora reciben los daneses, requeriría que los mexicanos trabajaran unos 15 años acumulando recursos en la base salarial. Visto de esta manera el trecho temporal que hoy se padece de retraso, en cuanto a la equidad básica, equivaldría, también, al esfuerzo para su nivelación deseable. Aunque, dadas las tensiones y desesperanzas que atosigan por ahora, periodos más cortos que los apuntados serían convenientes.
Para cimentar lo ambicionado habría, en un acercamiento que descanse sobre bases factibles, plantearse varios supuestos y premisas previos, sobre todo en vista de la gravedad de la crisis global y local. Por lo pronto, abandonar el paradigma del mercado como poder totalitario e infalible que pone el acento, casi exclusivo, en la iniciativa de los particulares. Esto permitirá al Estado retomar su papel determinante en un intento por asegurar la convivencia entre todos los agentes sociales. Consolidarlo, también, como el motor de impulso y cumplir con las exigencias colectivas de control y regulación de la actividad productiva. Es decir, darle vigencia a una economía mixta que reconozca la necesidad de contar con órganos de gobierno fuertes, tanto en sus recursos materiales como en la indispensable legitimidad política. Una hacienda vigorosa y eficiente es el requisito indispensable. No hay país rico sin hacienda que pueda asegurar el nivel suficiente de gasto e inversión públicos que el desarrollo acelerado demanda. Habría, entonces, que fijar, a futuro, montos y plazos para un trabajo recaudatorio consistente con las pretensiones explícitas de progreso y bienestar. Partir de las extremas debilidades impositivas de hoy día (10 por ciento del PIB) hasta situarse en un estadio conveniente (30 por ciento) a mediano plazo (cinco a 10 años) y seguir por esa ruta hasta acercarse a 40 por ciento del PIB (en 10 o 15 años) que algunos países ya han logrado rebasar: Dinamarca, por ejemplo, con más de 50 por ciento de su PIB recaudado por la hacienda pública.
En la etapa inicial de la reforma hacendaria que se requiere para el ambicioso objetivo trazado, habría necesidad de aumentar la recaudación a promedios de 1.5 a 2 por ciento anual del PIB respectivo. Sólo así se lograría, en ocho o 10 años, alcanzar 30 por ciento de la meta señalada. De ahí en adelante, es decir, durante los 10 o 15 años restantes, seguir con el mismo empeño para arribar a proporciones mayores (alrededor de 40 por ciento). No se puede (y menos aún se debe) continuar recaudando sólo uno de cada 10 pesos que se mueven en la economía mexicana. España lo hace con uno de cada cuatro de ellos y Dinamarca con uno de cada dos (más de 50 por ciento de su PIB). Para el caso nuestro, y de contar ya (imaginemos) con niveles de gravamen uno a cuatro, se añadirían, al presupuesto actual, (3 billones de pesos) sumas enormes de recursos: otros 4 o 5 billones adicionales. Una apropiación de este orden permitiría, vía la inversión masiva, cumplir con la ambiciosa imagen de un país equilibrado y justo adelantada al inicio del artículo. Aunque, siendo más atrevidos, se podría imaginar que, en lugar de los 3 billones actuales, se contara con otro mucho mayor, similar al que, en proporción, puede financiar la hacienda danesa. Tales niveles de recaudación, además de honorar la deuda y dejar de subvencionar bancos extranjeros vía el IPAB, se invertirían en educación, salud, alimentación, infraestructura y apoyos a sectores productivos estratégicos, en sumas cuatro y 10 veces mayores.
Una imagen idílica si se consideran las capacidades de las elites actuales para hincarle el diente y engrosar la voluntad ante las angustiantes realidades del poder. Un horizonte más que lejano si se le sitúa en el contexto de la legitimidad política, tan sujeta al manoseo de los grupos de presión que sólo proponen la continuidad como salida. Una añoranza que se esfuma entre las incapacidades para contar los votos y hacerlos valer con la transparencia que, por todos lados, se exige y demanda. En fin, fumarolas formuladas ante las penurias actuales que esperan ser redimidas algún día. De lo contrario, este nuevo año no será sino la tediosa continuidad de la decadencia imperante.
Opinión
Periódico La Jornada
6 de Enero de 2010
Definir una deseable imagen futura de país ayuda a precisar las incapacidades que, por ahora al menos, padecen no sólo el modelo vigente, sino el completo sistema de convivencia. Lo primero que se antoja como un punto de atracción para México sería, desde la izquierda y a futuro, alcanzar un grado aceptable de equidad en el reparto de la riqueza y las oportunidades. Este cometido implica, claro está, un sostenido y sostenible crecimiento económico que, al mismo tiempo que crea los bienes y servicios, ponga límites estrictos a la avaricia y vaya corrigiendo las enormes desigualdades que ensombrecen cualquier preámbulo de armonía social.
En un intento por renovar las maltrechas esperanzas de los mexicanos en sus liderazgos ahora que se inicia un año doblemente simbólico, se pueden ensayar algunas consideraciones preliminares. Por lo pronto, fijar un piso asequible donde el salario mínimo pudiera rondar los 10 mil pesos mensuales, como el vigente en la España actual. Dicha aventura de concertación normativa tomaría unos cinco años de aumentos reales continuos. Si se eleva un tanto más la mira, digamos hasta llegar a los 30 mil pesos mensuales que ahora reciben los daneses, requeriría que los mexicanos trabajaran unos 15 años acumulando recursos en la base salarial. Visto de esta manera el trecho temporal que hoy se padece de retraso, en cuanto a la equidad básica, equivaldría, también, al esfuerzo para su nivelación deseable. Aunque, dadas las tensiones y desesperanzas que atosigan por ahora, periodos más cortos que los apuntados serían convenientes.
Para cimentar lo ambicionado habría, en un acercamiento que descanse sobre bases factibles, plantearse varios supuestos y premisas previos, sobre todo en vista de la gravedad de la crisis global y local. Por lo pronto, abandonar el paradigma del mercado como poder totalitario e infalible que pone el acento, casi exclusivo, en la iniciativa de los particulares. Esto permitirá al Estado retomar su papel determinante en un intento por asegurar la convivencia entre todos los agentes sociales. Consolidarlo, también, como el motor de impulso y cumplir con las exigencias colectivas de control y regulación de la actividad productiva. Es decir, darle vigencia a una economía mixta que reconozca la necesidad de contar con órganos de gobierno fuertes, tanto en sus recursos materiales como en la indispensable legitimidad política. Una hacienda vigorosa y eficiente es el requisito indispensable. No hay país rico sin hacienda que pueda asegurar el nivel suficiente de gasto e inversión públicos que el desarrollo acelerado demanda. Habría, entonces, que fijar, a futuro, montos y plazos para un trabajo recaudatorio consistente con las pretensiones explícitas de progreso y bienestar. Partir de las extremas debilidades impositivas de hoy día (10 por ciento del PIB) hasta situarse en un estadio conveniente (30 por ciento) a mediano plazo (cinco a 10 años) y seguir por esa ruta hasta acercarse a 40 por ciento del PIB (en 10 o 15 años) que algunos países ya han logrado rebasar: Dinamarca, por ejemplo, con más de 50 por ciento de su PIB recaudado por la hacienda pública.
En la etapa inicial de la reforma hacendaria que se requiere para el ambicioso objetivo trazado, habría necesidad de aumentar la recaudación a promedios de 1.5 a 2 por ciento anual del PIB respectivo. Sólo así se lograría, en ocho o 10 años, alcanzar 30 por ciento de la meta señalada. De ahí en adelante, es decir, durante los 10 o 15 años restantes, seguir con el mismo empeño para arribar a proporciones mayores (alrededor de 40 por ciento). No se puede (y menos aún se debe) continuar recaudando sólo uno de cada 10 pesos que se mueven en la economía mexicana. España lo hace con uno de cada cuatro de ellos y Dinamarca con uno de cada dos (más de 50 por ciento de su PIB). Para el caso nuestro, y de contar ya (imaginemos) con niveles de gravamen uno a cuatro, se añadirían, al presupuesto actual, (3 billones de pesos) sumas enormes de recursos: otros 4 o 5 billones adicionales. Una apropiación de este orden permitiría, vía la inversión masiva, cumplir con la ambiciosa imagen de un país equilibrado y justo adelantada al inicio del artículo. Aunque, siendo más atrevidos, se podría imaginar que, en lugar de los 3 billones actuales, se contara con otro mucho mayor, similar al que, en proporción, puede financiar la hacienda danesa. Tales niveles de recaudación, además de honorar la deuda y dejar de subvencionar bancos extranjeros vía el IPAB, se invertirían en educación, salud, alimentación, infraestructura y apoyos a sectores productivos estratégicos, en sumas cuatro y 10 veces mayores.
Una imagen idílica si se consideran las capacidades de las elites actuales para hincarle el diente y engrosar la voluntad ante las angustiantes realidades del poder. Un horizonte más que lejano si se le sitúa en el contexto de la legitimidad política, tan sujeta al manoseo de los grupos de presión que sólo proponen la continuidad como salida. Una añoranza que se esfuma entre las incapacidades para contar los votos y hacerlos valer con la transparencia que, por todos lados, se exige y demanda. En fin, fumarolas formuladas ante las penurias actuales que esperan ser redimidas algún día. De lo contrario, este nuevo año no será sino la tediosa continuidad de la decadencia imperante.
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