La izquierda del capitalismo
Marcos Roitman Rosenmann
No cabe duda, la obligación de adjetivar las conductas de los partidos socialdemócratas y progresistas como pertenecientes a la izquierda trae consigo ejercicios teórico-ideológicos propios de un malabarismo intelectual. Es común hablar de la existencia de una izquierda institucional”, sobre todo cuando nos referimos a organizaciones políticas cuyas bases doctrinales no cuestionan el capitalismo, factor suficiente para negarles el calificativo de izquierdas. No debemos olvidar que la socialdemocracia y los llamados reformistas no compartían las premisas del capitalismo. La estrategia cuestionada era la forma de enfrentarlo, la transición al socialismo. El dilema se expresaba dualmente: reforma o revolución. Ahora, el problema es otro. Quienes se autodefinen pertenecientes a la “izquierda institucional” comparten y aceptan las reglas del juego de la economía de mercado. El hacerlo trae consigo consecuencias inmediatas. Su decisión conlleva avalar el proceso de concentración y centralización del capital como mecanismo para la creación de riqueza. Por consiguiente, dentro de sus programas desaparece la crítica de fondo a las relaciones sociales de explotación sobre las cuales, el capitalismo, construye y ejerce el poder político. Los militantes de esta nueva izquierda institucional, parecen sentirse cómodos navegando en las aguas del capital. Eso sí, para justificar el abandono de la lucha anticapitalista, la izquierda institucional y la socialdemocracia utilizan argumentos maniqueos y pedestres. Su lógica consiste en negar la lucha de clases y la división social del trabajo basada en la propiedad privada de los medios de producción. De su lenguaje han desaparecido, por arte de magia, los capitalistas y con ello la dualidad explotados-explotadores. Asumen, sin cuestionar, una visión del mundo donde el imperialismo y los intereses depredadores de las trasnacionales se esfuman en pro de la ideología de la globalización. Sin explicación coherente enfatizan el sentido armónico de la globalización, promoviendo una gestión de la crisis con rostro humano. Según ellos, todos somos responsables y debemos compartir costos. Así sugieren un pacto estratégico entre trabajadores y empresarios, considerándolos parte de un mismo equipo con las mismas metas. De esta manera, nadie quedaría excluido de los beneficios de un trabajo solidario. Ni ganadores ni perdedores. Si actuamos con tino, nadie se verá perjudicado. Es el dilema del prisionero extrapolado ante las relaciones sociales de explotación. Si se coopera se consiguen los objetivos, todos obtienen beneficios. Los trabajadores mantienen su empleo, aunque sea en peores condiciones, y los empresarios, ya nunca más capitalistas, verán aumentar sus ganancias y con ello invertirán, incrementándose el producto interno bruto. Un verdadero pacto de caballeros. Puestos en esta lógica, el quid del capitalismo cambia de eje, no se encontraría en las relaciones de explotación. Su sitio se ubicaría, a partir de ahora, en la fuerza autorregulada de la economía de mercado para satisfacer las necesidades de los consumidores.
Para la nueva “izquierda institucional” y la socialdemocracia, el capitalismo debe redefinirse como un sistema político destinado a generalizar los beneficios de la economía de mercado. Con ello, lo importante es consumir, no importa qué, cómo y cuándo. Se trata de garantizar el acceso al mercado y formar parte de un ejército de consumidores diferenciados por la calidad y la cantidad de los productos que adquiere. Unos comerán angulas, caviar, beberán champagne, conducirán Lambordinis, Mercedes Benz , irán de vacaciones en yates y viajarán en primera clase; otros, en cambio, deberán conformarse con sucedáneos, imaginarse unas vacaciones virtuales, utilizar el transporte público, consumir gaseosas o tomar agua no contaminada, en el mejor de los casos. Pero tampoco se olvidan de los menos agraciados, quienes sobreviven con menos de un dólar al día o simplemente no tienen ni eso. Para este sector social les aplican el criterio de políticas para pobres. Podrán comer, tendrán un trabajo precario, y se verán avocados a la miseria, la exclusión y la marginalidad. Pero siempre tendrán una opción de salir adelante, en sí son capital humano y ese es su máximo activo. El mercado está siempre atento para recibirlos con las manos abiertas.
En otro orden de cosas, la “izquierda institucional” traslada el debate de la ciudadanía plena y la centralidad de la política a la esfera de la eficiencia y la racionalidad económica para lograr un mejor funcionamiento del mercado. No tienen empacho en señalar que están actuando en beneficio de todos y en favor del progreso de la humanidad. Muy a su pesar, sólo les queda constatar la pérdida de los derechos laborales, sindicales y políticos en beneficio de la comunidad del mercado. Cómplices del secuestro de la democracia, se manifiestan en pro de los tratados de libre mercado, las trasnacionales y los grandes capitalistas. Asimilados a los postulados del capitalismo se han transformados en sus cancerberos. Adoptan la función del policía bueno. Mientras critican las maneras políticas de la derecha neoliberal y conservadora, ellos encarnan, dicen, el bien común y la moral pública. Pero ambos son la cara y cruz de una misma moneda y comparten un mismo objeto, doblegar la voluntad de las clases populares. Para ellos no hay alternativa al sistema, es mejor someterse y vivir de acuerdo a las leyes del mercado. Luchar contra el capitalismo es un suicidio, porque éste siempre gana.
No hay por donde equivocarse, gracias a la izquierda institucional y la socialdemocracia, el capitalismo se reinventa y queda absuelto de ser un orden de violencia, deshumanizante, asentado en la desigualdad, la explotación y la injusticia social. Por consiguiente, es mejor llamar las cosas por su nombre y quitarle la máscara a esta nueva izquierda y sus aliados socialdemócratas. Es más apropiado llamarla izquierda del capitalismo, concepto apegado a sus prácticas y claudicaciones estratégicas de lucha anticapitalista. Por este motivo, démosle la bienvenida, poniendo al descubierto sus espurios intereses que consisten en mantener inalteradas las estructuras de explotación inherentes al modo de producción capitalista.
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No cabe duda, la obligación de adjetivar las conductas de los partidos socialdemócratas y progresistas como pertenecientes a la izquierda trae consigo ejercicios teórico-ideológicos propios de un malabarismo intelectual. Es común hablar de la existencia de una izquierda institucional”, sobre todo cuando nos referimos a organizaciones políticas cuyas bases doctrinales no cuestionan el capitalismo, factor suficiente para negarles el calificativo de izquierdas. No debemos olvidar que la socialdemocracia y los llamados reformistas no compartían las premisas del capitalismo. La estrategia cuestionada era la forma de enfrentarlo, la transición al socialismo. El dilema se expresaba dualmente: reforma o revolución. Ahora, el problema es otro. Quienes se autodefinen pertenecientes a la “izquierda institucional” comparten y aceptan las reglas del juego de la economía de mercado. El hacerlo trae consigo consecuencias inmediatas. Su decisión conlleva avalar el proceso de concentración y centralización del capital como mecanismo para la creación de riqueza. Por consiguiente, dentro de sus programas desaparece la crítica de fondo a las relaciones sociales de explotación sobre las cuales, el capitalismo, construye y ejerce el poder político. Los militantes de esta nueva izquierda institucional, parecen sentirse cómodos navegando en las aguas del capital. Eso sí, para justificar el abandono de la lucha anticapitalista, la izquierda institucional y la socialdemocracia utilizan argumentos maniqueos y pedestres. Su lógica consiste en negar la lucha de clases y la división social del trabajo basada en la propiedad privada de los medios de producción. De su lenguaje han desaparecido, por arte de magia, los capitalistas y con ello la dualidad explotados-explotadores. Asumen, sin cuestionar, una visión del mundo donde el imperialismo y los intereses depredadores de las trasnacionales se esfuman en pro de la ideología de la globalización. Sin explicación coherente enfatizan el sentido armónico de la globalización, promoviendo una gestión de la crisis con rostro humano. Según ellos, todos somos responsables y debemos compartir costos. Así sugieren un pacto estratégico entre trabajadores y empresarios, considerándolos parte de un mismo equipo con las mismas metas. De esta manera, nadie quedaría excluido de los beneficios de un trabajo solidario. Ni ganadores ni perdedores. Si actuamos con tino, nadie se verá perjudicado. Es el dilema del prisionero extrapolado ante las relaciones sociales de explotación. Si se coopera se consiguen los objetivos, todos obtienen beneficios. Los trabajadores mantienen su empleo, aunque sea en peores condiciones, y los empresarios, ya nunca más capitalistas, verán aumentar sus ganancias y con ello invertirán, incrementándose el producto interno bruto. Un verdadero pacto de caballeros. Puestos en esta lógica, el quid del capitalismo cambia de eje, no se encontraría en las relaciones de explotación. Su sitio se ubicaría, a partir de ahora, en la fuerza autorregulada de la economía de mercado para satisfacer las necesidades de los consumidores.
Para la nueva “izquierda institucional” y la socialdemocracia, el capitalismo debe redefinirse como un sistema político destinado a generalizar los beneficios de la economía de mercado. Con ello, lo importante es consumir, no importa qué, cómo y cuándo. Se trata de garantizar el acceso al mercado y formar parte de un ejército de consumidores diferenciados por la calidad y la cantidad de los productos que adquiere. Unos comerán angulas, caviar, beberán champagne, conducirán Lambordinis, Mercedes Benz , irán de vacaciones en yates y viajarán en primera clase; otros, en cambio, deberán conformarse con sucedáneos, imaginarse unas vacaciones virtuales, utilizar el transporte público, consumir gaseosas o tomar agua no contaminada, en el mejor de los casos. Pero tampoco se olvidan de los menos agraciados, quienes sobreviven con menos de un dólar al día o simplemente no tienen ni eso. Para este sector social les aplican el criterio de políticas para pobres. Podrán comer, tendrán un trabajo precario, y se verán avocados a la miseria, la exclusión y la marginalidad. Pero siempre tendrán una opción de salir adelante, en sí son capital humano y ese es su máximo activo. El mercado está siempre atento para recibirlos con las manos abiertas.
En otro orden de cosas, la “izquierda institucional” traslada el debate de la ciudadanía plena y la centralidad de la política a la esfera de la eficiencia y la racionalidad económica para lograr un mejor funcionamiento del mercado. No tienen empacho en señalar que están actuando en beneficio de todos y en favor del progreso de la humanidad. Muy a su pesar, sólo les queda constatar la pérdida de los derechos laborales, sindicales y políticos en beneficio de la comunidad del mercado. Cómplices del secuestro de la democracia, se manifiestan en pro de los tratados de libre mercado, las trasnacionales y los grandes capitalistas. Asimilados a los postulados del capitalismo se han transformados en sus cancerberos. Adoptan la función del policía bueno. Mientras critican las maneras políticas de la derecha neoliberal y conservadora, ellos encarnan, dicen, el bien común y la moral pública. Pero ambos son la cara y cruz de una misma moneda y comparten un mismo objeto, doblegar la voluntad de las clases populares. Para ellos no hay alternativa al sistema, es mejor someterse y vivir de acuerdo a las leyes del mercado. Luchar contra el capitalismo es un suicidio, porque éste siempre gana.
No hay por donde equivocarse, gracias a la izquierda institucional y la socialdemocracia, el capitalismo se reinventa y queda absuelto de ser un orden de violencia, deshumanizante, asentado en la desigualdad, la explotación y la injusticia social. Por consiguiente, es mejor llamar las cosas por su nombre y quitarle la máscara a esta nueva izquierda y sus aliados socialdemócratas. Es más apropiado llamarla izquierda del capitalismo, concepto apegado a sus prácticas y claudicaciones estratégicas de lucha anticapitalista. Por este motivo, démosle la bienvenida, poniendo al descubierto sus espurios intereses que consisten en mantener inalteradas las estructuras de explotación inherentes al modo de producción capitalista.
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