Medios: la uniformidad como norma
Editorial
Periódico La Jornada
A
yer, en el Museo Nacional de Antropología, los principales consorcios mediáticos del país, acompañados por opinadores, cúpulas empresariales y algunos organismos no gubernamentales, se pusieron de acuerdo para uniformar su línea editorial en el tratamiento noticioso de la violencia y la criminalidad que sacuden al país.
En un documento que empieza por reconocer que está a prueba la capacidad del Estado para combatir a la delincuencia y que la libertad de expresión se encuentra bajo amenaza, los firmantes expresaron su preocupación por la posibilidad de que "los hechos pueden tener como fin primordial convertirnos en instrumentos involuntarios de la propaganda del crimen organizado", dieron por hecho que el "terrorismo" es un fenómeno corriente en el país y acordaron, entre otras cosas, "evitar el lenguaje y la terminología empleados por los delincuentes", "abstenernos de usar inadecuadamente términos jurídicos que compliquen la comprensión de los procesos judiciales contra la delincuencia organizada", "impedir que los delincuentes o presuntos delincuentes se conviertan en víctimas o héroes públicos" y a "omitir o desechar información que provenga de los grupos criminales con propósitos propagandísticos". Convinieron, asimismo, en presentar la informacion "en su contexto correcto y en su justa medida", "atribuir responsabilidades explícitamente", "no prejuzgar culpables" y "no interferir en el combate a la delincuencia"; específicamente, “no debemos difundir información que ponga en riesgo la viabilidad de las acciones y los operativos contra la delincuencia organizada o que comprometan la vida de quienes la combaten o la de sus familias”.
Ciertamente, la tarea de informar requiere de responsabilidad, sentido social y conciencia de las posibles implicaciones y consecuencias de lo que se difunde. En este sentido, pero más allá de esa consideración elemental e irrenunciable del oficio, cabe preguntarse por las razones que llevan a semejante ensayo por uniformar los criterios editoriales de la mayor parte de los medios del país y a buscar una suerte de verdad única en torno a una circunstancia nacional llena de ambigüedades, zonas grises, hechos que resultan incomprensibles con base en las versiones oficiales y una legalidad vulnerada por las organizaciones delictivas, pero también por las dependencias públicas.
En esta perspectiva, no puede omitirse el hecho de que algunas de las empresas que encabezan el acuerdo referido han pasado en forma contumaz por encima de las leyes –como ocurrió con la "recuperación" del Canal 40 por un grupo armado al servicio de Tv Azteca o con la difusión de propaganda electoral oficialista, e ilegal, en las campañas de 2006– y han desvirtuado la lógica institucional mediante presiones, chantajes e incursiones ilegítimas en el quehacer legislativo.
Por lo demás, el mero propósito de "condenar y rechazar la violencia motivada por la delincuencia organizada" conlleva la pretensión de prejuzgar, en detrimento de la información apegada a los hechos y del principio jurídico de presunción de inocencia; tomado como mandamiento, "evitar el lenguaje y la terminología empleados por los delincuentes" constituye un absurdo idiomático; el postulado de "impedir que los delincuentes o presuntos delincuentes se conviertan en víctimas" abre el margen para el linchamiento mediático de inocentes; la idea de "presentar siempre esta información en su contexto correcto y en su justa medida" encierra una ominosa pretensión de arrogarse el derecho a decidir sobre lo que es justo y correcto; la propuesta de "asignar a cada quien la responsabilidad que tenga sobre los hechos de violencia" ignora que muchas veces el trabajo noticioso no tiene, por sí mismo, capacidad –ni facultad– para atribuir responsabilidades; sin ánimo de "justificar las acciones y los argumentos del crimen organizado y el terrorismo", tal intento de prohibición abre la posibilidad de censurar el ejercicio de análisis y reflexión que debe acompañar a las noticias; la idea grotesca de "establecer criterios para determinar en qué posición se debe ubicar la información vinculada a la delincuencia organizada" constituye una renuncia inadmisible a la independencia editorial de cada medio, si no es que un intento totalitario por uncir al conjunto del quehacer periodístico a directrices cuya autoría se deja en el misterio.
Se soslaya, pues, el deber de la autorregulación y se pretende la imposición, en su lugar, de un modelo de uniformidad sectorial que, significativamente, evoca las ideas expresadas hace unos días por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, sobre lo que en su criterio debería ser la forma adecuada de hacer un periódico.
Si algo requiere la sociedad en la exasperante y dolorosa circunstancia actual es de información responsable y autorregulada, sí, pero también diversa, crítica y analítica. Flaco favor le harán unos medios alineados por decisión propia en torno a una verdad única y uncidos de manera voluntaria a los triunfalismos, omisiones y extravíos del discurso oficial.
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Periódico La Jornada
A
yer, en el Museo Nacional de Antropología, los principales consorcios mediáticos del país, acompañados por opinadores, cúpulas empresariales y algunos organismos no gubernamentales, se pusieron de acuerdo para uniformar su línea editorial en el tratamiento noticioso de la violencia y la criminalidad que sacuden al país.
En un documento que empieza por reconocer que está a prueba la capacidad del Estado para combatir a la delincuencia y que la libertad de expresión se encuentra bajo amenaza, los firmantes expresaron su preocupación por la posibilidad de que "los hechos pueden tener como fin primordial convertirnos en instrumentos involuntarios de la propaganda del crimen organizado", dieron por hecho que el "terrorismo" es un fenómeno corriente en el país y acordaron, entre otras cosas, "evitar el lenguaje y la terminología empleados por los delincuentes", "abstenernos de usar inadecuadamente términos jurídicos que compliquen la comprensión de los procesos judiciales contra la delincuencia organizada", "impedir que los delincuentes o presuntos delincuentes se conviertan en víctimas o héroes públicos" y a "omitir o desechar información que provenga de los grupos criminales con propósitos propagandísticos". Convinieron, asimismo, en presentar la informacion "en su contexto correcto y en su justa medida", "atribuir responsabilidades explícitamente", "no prejuzgar culpables" y "no interferir en el combate a la delincuencia"; específicamente, “no debemos difundir información que ponga en riesgo la viabilidad de las acciones y los operativos contra la delincuencia organizada o que comprometan la vida de quienes la combaten o la de sus familias”.
Ciertamente, la tarea de informar requiere de responsabilidad, sentido social y conciencia de las posibles implicaciones y consecuencias de lo que se difunde. En este sentido, pero más allá de esa consideración elemental e irrenunciable del oficio, cabe preguntarse por las razones que llevan a semejante ensayo por uniformar los criterios editoriales de la mayor parte de los medios del país y a buscar una suerte de verdad única en torno a una circunstancia nacional llena de ambigüedades, zonas grises, hechos que resultan incomprensibles con base en las versiones oficiales y una legalidad vulnerada por las organizaciones delictivas, pero también por las dependencias públicas.
En esta perspectiva, no puede omitirse el hecho de que algunas de las empresas que encabezan el acuerdo referido han pasado en forma contumaz por encima de las leyes –como ocurrió con la "recuperación" del Canal 40 por un grupo armado al servicio de Tv Azteca o con la difusión de propaganda electoral oficialista, e ilegal, en las campañas de 2006– y han desvirtuado la lógica institucional mediante presiones, chantajes e incursiones ilegítimas en el quehacer legislativo.
Por lo demás, el mero propósito de "condenar y rechazar la violencia motivada por la delincuencia organizada" conlleva la pretensión de prejuzgar, en detrimento de la información apegada a los hechos y del principio jurídico de presunción de inocencia; tomado como mandamiento, "evitar el lenguaje y la terminología empleados por los delincuentes" constituye un absurdo idiomático; el postulado de "impedir que los delincuentes o presuntos delincuentes se conviertan en víctimas" abre el margen para el linchamiento mediático de inocentes; la idea de "presentar siempre esta información en su contexto correcto y en su justa medida" encierra una ominosa pretensión de arrogarse el derecho a decidir sobre lo que es justo y correcto; la propuesta de "asignar a cada quien la responsabilidad que tenga sobre los hechos de violencia" ignora que muchas veces el trabajo noticioso no tiene, por sí mismo, capacidad –ni facultad– para atribuir responsabilidades; sin ánimo de "justificar las acciones y los argumentos del crimen organizado y el terrorismo", tal intento de prohibición abre la posibilidad de censurar el ejercicio de análisis y reflexión que debe acompañar a las noticias; la idea grotesca de "establecer criterios para determinar en qué posición se debe ubicar la información vinculada a la delincuencia organizada" constituye una renuncia inadmisible a la independencia editorial de cada medio, si no es que un intento totalitario por uncir al conjunto del quehacer periodístico a directrices cuya autoría se deja en el misterio.
Se soslaya, pues, el deber de la autorregulación y se pretende la imposición, en su lugar, de un modelo de uniformidad sectorial que, significativamente, evoca las ideas expresadas hace unos días por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, sobre lo que en su criterio debería ser la forma adecuada de hacer un periódico.
Si algo requiere la sociedad en la exasperante y dolorosa circunstancia actual es de información responsable y autorregulada, sí, pero también diversa, crítica y analítica. Flaco favor le harán unos medios alineados por decisión propia en torno a una verdad única y uncidos de manera voluntaria a los triunfalismos, omisiones y extravíos del discurso oficial.
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