A petición de parte, Washington intervino para apuntalar al gobierno calderonista
Pedro Miguel / I
Periódico La Jornada
Lunes 21 de marzo de 2011, p. 16
Desde antes de constituirse en gobierno, los protagonistas de la actual administración federal buscaron en la embajada de Estados Unidos –entonces encabezada por Tony Garza– un apoyo que les resultaba indispensable, dada la debilidad política en que se hallaban; por así decirlo, se encomendaron a la mano protectora de Washington, y la superpotencia vecina no escatimó la respuesta afirmativa.
Desde el segundo semestre de 2006, el Departamento de Estado, el Pentágono, la DEA, el Departamento de Seguridad Interior Aduanas y Protección Fronteriza, y quién sabe cuántas dependencias más, pusieron manos a la obra para apuntalar a un Ejecutivo tambaleante y falto de legitimidad que, ya fuera por convicción, por la fuerza de las circunstancias o por ambas razones subrogó a las autoridades estadunidenses facultades de gobierno y potestades soberanas: subordinación e injerencia son, en la relación del gobierno calderonista con las administraciones de George W. Bush y de Barack Obama, términos de la misma ecuación.
Es en ese contexto que se debe juzgar la constante intromisión de los representantes de Estados Unidos en el manejo político, la estrategia económica y el maltrecho paradigma de seguridad pública y combate a la delincuencia al que se ciñó, en el marco de la Iniciativa Mérida, el gobierno de Felipe Calderón.
Desde ese punto de vista, nada de extraño tiene que la legación diplomática del país vecino alabara o descalificara acciones, actitudes y errores del socio subordinado; que buscara aplicar correcciones en los puntos que, a su juicio, no armonizaban con los intereses estadunidenses, o que pretendiera impulsar medidas y procesos favorables a Washington. No es extraño, tampoco, que en los contactos bilaterales se fueran desarrollando tensiones crecientes, y características de una relación que deja de lado aspectos básicos de los marcos normativos legales.
Aun así, la relación era llevadera, entre otras razones porque se desarrollaba, mayormente, a espaldas de la opinión pública mexicana y no generaba, en esa medida, costo político alguno.
En noviembre del año pasado, nadie –ni en Los Pinos ni en la representación diplomática de Reforma 305– sospechaba que podría hacerse público un detallado registro de la actuación secreta del gobierno anfitrión y de los diplomáticos estadunidenses asignados a nuestro país. Para el gobierno calderonista resultaba incluso tolerable que, de cuando en cuando, el embajador Carlos Pascual criticara en público el desempeño oficial en materia de seguridad y narcotráfico, como lo hizo el 25 de noviembre del año pasado, cuando hizo notar con sutileza que las autoridades federales mexicanas no eran capaces de aplicar las leyes a los presuntos narcotraficantes capturados (La Jornada, 25/11/2010, p. 5).
Las cosas cambiaron en forma brusca unos días después, cuando cinco diarios de distintos países –The New York Times, The Guardian, Le Monde, Der Spiegel y El País– empezaron a divulgar información contenida en un paquete de 251 mil 187 despachos enviados en forma discreta, confidencial o secreta, por los embajadores de Estados Unidos en buena parte de los países que conforman la comunidad internacional, y que les fue proporcionado por el sitio internético Wikileaks.
Desde ese domingo se supo que unos cuantos miles de los cables del paquete habían sido elaborados por diplomáticos de Estados Unidos en México, y la relación bilateral entró en fase de desastre a partir del 2 de diciembre, cuando se dio a conocer un cable enviado por Pascual a sus superiores en enero de ese mismo año, en el que calificaba a las fuerzas armadas mexicanas de “torpes, descoordinadas, anticuadas, burocráticas, parroquiales y con aversión al riesgo”, lamentaba la “descoordinación” imperante entre las corporaciones de la fuerza pública, consignaba la “poca estrategia” de Calderón para crear empleos y enumeraba algunas de sus “vulnerabilidades políticas”.
Un día después se divulgaba otro documento en el que el embajador informaba (el documento fue redactado en enero de 2009) que “la estrategia de seguridad (de Calderón) carece de un aparato efectivo de inteligencia para producir información de alta calidad y operaciones específicas”. Horas más tarde circuló públicamente la apreciación de Pascual (fechada en julio de 2009) de que la imposibilidad de desarrollar un aparato de inteligencia eficaz para combatir el narcotráfico se debía a la pugna por el poder entre el entonces procurador, Eduardo Medina Mora, y el aún secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna.
Durante el resto de diciembre de 2010 y enero de este año, nuevos cables del acervo de Wikileaks documentaron otros asuntos y episodios poco presentables, incluido el hecho de que Calderón admitía en privado (concretamente: ante José María Aznar) graves errores estratégicos que se negaba a reconocer en público, o su petición de ayuda a la superpotencia para la “pacificación” de Ciudad Juárez.
Fuera de México, los poderes políticos y corporativos de Washington lanzaron una ofensiva discursiva, jurídica, económica e informática contra el sitio y contra su fundador, Julian Assange –quien fue encarcelado en Londres y luego puesto en libertad condicional–, y miles de simpatizantes anónimos del portal y del personaje contratacaron a las empresas que se negaron a procesar las donaciones para Wikileaks.
El 11 de diciembre el presidente Barack Obama se comunicó telefónicamente con Calderón para refrendar la cooperación entre ambos gobiernos, los cuales señalaron, en comunicados casi idénticos, que “las acciones deplorables de Wikileaks no deberían distraer a los países de nuestra cooperación”.
En la última semana de enero la secretaria de Estado, Hillary Clinton, visitó nuestro país para limar asperezas y distribuir estrellas en la frente: “vamos bien” en la lucha contra la delincuencia organizada, obsequió, a pesar de que unos días antes, en su propio país, advertía que la violencia en México representaba una amenaza para Estados Unidos. En el discurso, al menos, la relación bilateral acentuó su tono más bien bipolar.
Faltaba otro capítulo. En algún momento, SunShine Press, razón social responsable de Wikileaks, decidió variar su estrategia, y a mediados de diciembre buscó un contacto con La Jornada para inquirir si este diario estaría dispuesto a difundir la información contenida en los dos mil 995 despachos diplomáticos estadunidenses originados en México. Recibió de inmediato una respuesta afirmativa.
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Periódico La Jornada
Lunes 21 de marzo de 2011, p. 16
Desde antes de constituirse en gobierno, los protagonistas de la actual administración federal buscaron en la embajada de Estados Unidos –entonces encabezada por Tony Garza– un apoyo que les resultaba indispensable, dada la debilidad política en que se hallaban; por así decirlo, se encomendaron a la mano protectora de Washington, y la superpotencia vecina no escatimó la respuesta afirmativa.
Desde el segundo semestre de 2006, el Departamento de Estado, el Pentágono, la DEA, el Departamento de Seguridad Interior Aduanas y Protección Fronteriza, y quién sabe cuántas dependencias más, pusieron manos a la obra para apuntalar a un Ejecutivo tambaleante y falto de legitimidad que, ya fuera por convicción, por la fuerza de las circunstancias o por ambas razones subrogó a las autoridades estadunidenses facultades de gobierno y potestades soberanas: subordinación e injerencia son, en la relación del gobierno calderonista con las administraciones de George W. Bush y de Barack Obama, términos de la misma ecuación.
Es en ese contexto que se debe juzgar la constante intromisión de los representantes de Estados Unidos en el manejo político, la estrategia económica y el maltrecho paradigma de seguridad pública y combate a la delincuencia al que se ciñó, en el marco de la Iniciativa Mérida, el gobierno de Felipe Calderón.
Desde ese punto de vista, nada de extraño tiene que la legación diplomática del país vecino alabara o descalificara acciones, actitudes y errores del socio subordinado; que buscara aplicar correcciones en los puntos que, a su juicio, no armonizaban con los intereses estadunidenses, o que pretendiera impulsar medidas y procesos favorables a Washington. No es extraño, tampoco, que en los contactos bilaterales se fueran desarrollando tensiones crecientes, y características de una relación que deja de lado aspectos básicos de los marcos normativos legales.
Aun así, la relación era llevadera, entre otras razones porque se desarrollaba, mayormente, a espaldas de la opinión pública mexicana y no generaba, en esa medida, costo político alguno.
En noviembre del año pasado, nadie –ni en Los Pinos ni en la representación diplomática de Reforma 305– sospechaba que podría hacerse público un detallado registro de la actuación secreta del gobierno anfitrión y de los diplomáticos estadunidenses asignados a nuestro país. Para el gobierno calderonista resultaba incluso tolerable que, de cuando en cuando, el embajador Carlos Pascual criticara en público el desempeño oficial en materia de seguridad y narcotráfico, como lo hizo el 25 de noviembre del año pasado, cuando hizo notar con sutileza que las autoridades federales mexicanas no eran capaces de aplicar las leyes a los presuntos narcotraficantes capturados (La Jornada, 25/11/2010, p. 5).
Las cosas cambiaron en forma brusca unos días después, cuando cinco diarios de distintos países –The New York Times, The Guardian, Le Monde, Der Spiegel y El País– empezaron a divulgar información contenida en un paquete de 251 mil 187 despachos enviados en forma discreta, confidencial o secreta, por los embajadores de Estados Unidos en buena parte de los países que conforman la comunidad internacional, y que les fue proporcionado por el sitio internético Wikileaks.
Desde ese domingo se supo que unos cuantos miles de los cables del paquete habían sido elaborados por diplomáticos de Estados Unidos en México, y la relación bilateral entró en fase de desastre a partir del 2 de diciembre, cuando se dio a conocer un cable enviado por Pascual a sus superiores en enero de ese mismo año, en el que calificaba a las fuerzas armadas mexicanas de “torpes, descoordinadas, anticuadas, burocráticas, parroquiales y con aversión al riesgo”, lamentaba la “descoordinación” imperante entre las corporaciones de la fuerza pública, consignaba la “poca estrategia” de Calderón para crear empleos y enumeraba algunas de sus “vulnerabilidades políticas”.
Un día después se divulgaba otro documento en el que el embajador informaba (el documento fue redactado en enero de 2009) que “la estrategia de seguridad (de Calderón) carece de un aparato efectivo de inteligencia para producir información de alta calidad y operaciones específicas”. Horas más tarde circuló públicamente la apreciación de Pascual (fechada en julio de 2009) de que la imposibilidad de desarrollar un aparato de inteligencia eficaz para combatir el narcotráfico se debía a la pugna por el poder entre el entonces procurador, Eduardo Medina Mora, y el aún secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna.
Durante el resto de diciembre de 2010 y enero de este año, nuevos cables del acervo de Wikileaks documentaron otros asuntos y episodios poco presentables, incluido el hecho de que Calderón admitía en privado (concretamente: ante José María Aznar) graves errores estratégicos que se negaba a reconocer en público, o su petición de ayuda a la superpotencia para la “pacificación” de Ciudad Juárez.
Fuera de México, los poderes políticos y corporativos de Washington lanzaron una ofensiva discursiva, jurídica, económica e informática contra el sitio y contra su fundador, Julian Assange –quien fue encarcelado en Londres y luego puesto en libertad condicional–, y miles de simpatizantes anónimos del portal y del personaje contratacaron a las empresas que se negaron a procesar las donaciones para Wikileaks.
El 11 de diciembre el presidente Barack Obama se comunicó telefónicamente con Calderón para refrendar la cooperación entre ambos gobiernos, los cuales señalaron, en comunicados casi idénticos, que “las acciones deplorables de Wikileaks no deberían distraer a los países de nuestra cooperación”.
En la última semana de enero la secretaria de Estado, Hillary Clinton, visitó nuestro país para limar asperezas y distribuir estrellas en la frente: “vamos bien” en la lucha contra la delincuencia organizada, obsequió, a pesar de que unos días antes, en su propio país, advertía que la violencia en México representaba una amenaza para Estados Unidos. En el discurso, al menos, la relación bilateral acentuó su tono más bien bipolar.
Faltaba otro capítulo. En algún momento, SunShine Press, razón social responsable de Wikileaks, decidió variar su estrategia, y a mediados de diciembre buscó un contacto con La Jornada para inquirir si este diario estaría dispuesto a difundir la información contenida en los dos mil 995 despachos diplomáticos estadunidenses originados en México. Recibió de inmediato una respuesta afirmativa.
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