Crisis ambiental global provocada por el ser humano

El creciente impacto de las actividades humanas sobre la atmósfera, los océanos y las masas terrestres han derivado en la actual crisis medioambiental que enfrenta el planeta. Esas actividades, que ya superan en magnitud a algunas de las grandes fuerzas naturales, han producido un estado sin precedentes en la dinámica y el funcionamiento del Sistema Tierra


El 10 de septiembre de 1886, en su extraordinario reportaje sobre el terremoto que había asolado la ciudad de Charleston, en Estados Unidos, José Martí se refirió en los siguientes términos a ese evento natural y sus catastróficas consecuencias:
“Estas desdichas que arrancan de las entrañas de la tierra, hay que verlas desde lo alto de los cielos.
“De allí los terremotos con todo su espantable arreo de dolores humanos, no son más que el ajuste del suelo visible sobre sus entrañas encogidas, indispensable para el equilibrio de la creación: ¡con toda la majestad de sus pesares, con todo el empuje de olas de su juicio, con todo ese universo de alas que le golpea de adentro el cráneo, no es el hombre más que una de esas burbujas resplandecientes que danzan a tumbos ciegos en un rayo de sol!: ¡pobre guerrero del aire, recamado de oro, siempre lanzado a tierra por un enemigo que no ve, siempre levantándose aturdido del golpe, pronto a la nueva pelea, sin que sus manos le basten nunca a apartar los torrentes de la propia sangre que le cubren los ojos!
“¡Pero siente que sube, como la burbuja por el rayo de sol!: ¡pero siente en su seno todos los goces y luces, y todas las tempestades y padecimientos, de la naturaleza que ayuda a levantar!”[1]
Martí nos ofrece aquí un punto de partida indispensable para colaborar con el resto de nuestra especie en la tarea de subir como la burbuja por el rayo de sol, y ayudar a levantarnos a una relación armónica con una naturaleza que de momento parece enloquecida por los abusos a que la sometemos. Para hacerlo, debemos recurrir a todas las capacidades de nuestro conocer y nuestro razonar.
Así, por ejemplo, podemos empezar por reconocer que las ciencias naturales están sin duda en la capacidad de demostrar, más allá de toda duda, que esa crisis ambiental existe, y aun de prever sus tendencias generales de evolución futura. Sin embargo, como nos lo advirtiera años atrás el historiador norteamericano Donald Worster, las ciencias naturales no pueden explicar por sí mismas por qué existe esa crisis, y cómo hemos venido a desembocar en ella.[2]
Esa tarea corresponde a una nueva manera de comprender el vínculo entre sociedad y naturaleza, que nos permita trascender la estructura fundamental de organización del conocer creada a mediados del siglo XIX, con su (aparentemente) nítida distinción entre las ciencias naturales, las sociales y las humanidades.
El punto de partida en la comprensión de ese vínculo procede, sin duda, de la primera gran ruptura en el consenso positivista del XIX, aportada por la filosofía de la praxis. Esa ruptura, producto de una constante actividad política, cultural y científica cuyos orígenes se remontan a la década de 1840, se expresa con singular claridad en 1876, en la crítica que hace Federico Engels a las formas más ingenuas y acríticas de exaltación del dominio de la especie humana -el hombre, en el lenguaje de la época- sobre el mundo natural. “Así, a cada paso” decía Engels:
“[…] los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas adecuadamente.” [3]
Y, desde el vínculo así planteado se tornaba de súbito sencillo el complejo problema de conocer –y comprender– esa relación en su desarrollo:
“En la naturaleza nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este movimiento y de ésta interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con claridad las cosas más simples.” [4]
Esa interdependencia universal de los fenómenos del mundo natural –incluyendo los generados por nuestra especie– subyace hoy en el debate sobre el Antropoceno, entendido como una etapa en la historia de nuestro planeta definida por el creciente impacto de las actividades humanas sobre la atmósfera, los océanos y las masas terrestres, y en las formas en que esos subsistemas del Sistema Tierra interactúan entre sí.
Hoy, por ejemplo, dichas actividades se aproximan o superan ya en magnitud a algunas de las grandes fuerzas naturales; operan a un ritmo muy superior al de las tasas de variabilidad natural y han producido ya un estado sin precedentes en la dinámica y el funcionamiento del Sistema Tierra, debido a su amplitud, magnitud, ritmo y simultaneidad.[5]
El concepto de Antropoceno –formalmente expresado como tal por el químico de la atmósfera Paul Crutzen y el biólogo marino Eugene Stöermer en el año 2000– [6], por supuesto, no es enteramente nuevo. Por el contrario, una de las virtudes derivadas de su formulación ha sido la de estimular la exploración de sus múltiples antecedentes en la cultura de la naturaleza forjada por el capitalismo en su desarrollo.
En esa exploración, ha destacado el aporte del biogeoquímico ruso-ucraniano Vladimir Vernadsky (1863-1945), quien a partir de la década de 1920 –en el marco del mismo proceso de florecimiento científico y cultural que dio de sí a Charles Darwin, Karl Marx, Marie Curie, Sigmund Freud y Albert Einstein, por mencionar algunos casos destacados– elaboró los conceptos de biosfera y noosfera.
Para Vernadsky, la biósfera estaba constituida por el segmento de la esfera terrestre en la que la materia viviente crea las condiciones para la existencia de la vida, a partir de la transformación de la energía solar en energía química por las comunidades vegetales. La vida así se constituye en una fuerza geológica que ha venido operando sobre el planeta desde hace al menos 3 mil 500 millones de años, incidiendo en la formación y las transformaciones de la atmósfera, las aguas y las masas terrestres.
La noosfera, por su parte, constituye “un fenómeno geológico nuevo en nuestro planeta”, en curso desde hace entre 1.5 millones y 200 mil años, a lo largo del cual “el hombre deviene una fuerza geológica a gran escala. Puede y debe reconstruir la esfera de su vida mediante su trabajo y pensamiento, reconstruirla de forma radical en comparación con el pasado.” [7]
Hoy es posible señalar algunas limitaciones al planteamiento de Vernadsky, desde su carácter lineal hasta su visión productivista de la noosfera, y su carencia de una perspectiva histórica capaz de dar cuenta de la complejidad de la evolución y el desarrollo de la especie humana. El concepto de Antropoceno, por su parte, asume y desarrolla con gran riqueza el de biósfera y lo traduce en el de Sistema Tierra, con un claro fundamento en la historia natural del planeta.
Sin embargo, no hace lo mismo con el concepto de noosfera, pues carece de una perspectiva histórica integrada que solo podría ofrecerle la historia ambiental, que se ocupa de las interacciones entre los sistemas sociales y naturales a lo largo del tiempo, y de las consecuencias de esas interacciones para ambos.[8]
Estas limitaciones no tienen solución en el marco de las estructuras de organización del conocimiento creadas por el liberalismo en su etapa ascendente, tan ricamente descritas por Immanuel Wallerstein.[9] El problema, en cambio, adquiere un cariz enteramente distinto desde la filosofía de la praxis, desde la cual dicen sus fundadores que:
“Conocemos sólo una ciencia, la ciencia de la historia. Se puede enfocar la historia desde dos ángulos, se puede dividirla en historia de la naturaleza e historia de los hombres. Sin embargo, las dos son inseparable: mientras existan los hombres, la historia de la naturaleza y la historia de los hombres se condicionan mutuamente.” [10]
En esa perspectiva, se hace evidente que toda ciencia es natural, en la medida en que su objeto de estudio existe dentro de la naturaleza, sea el ciclo biogeoquímico del carbono, sea la cultura de la naturaleza creada por una u otra civilización. Del mismo modo, toda ciencia es a fin de cuentas social, en cuanto su necesidad, sus fundamentos y sus métodos son creaciones sociales. Y esto, a su vez, permite entender mucho mejor el hecho de que las ciencias no estudian “cosas” ni hechos aislados, sino objetos que resultan de relaciones entre estructuras y procesos interdependientes entre sí.
En lo que hace al antropoceno, ese enfoque integrado tiene, además, un elemento vinculante: el trabajo, como rasgo natural característico de la especie humana. Así, por ejemplo, observa Federico Engels que el trabajo
“[…] es la fuente de toda riqueza […] a la par que la naturaleza, proveedora de los materiales que él convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más que eso. Es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre.”[11]
Desde esta perspectiva, podemos entender que el ambiente es el resultado de las intervenciones humanas en la naturaleza, mediante procesos de trabajo socialmente organizados. La organización de esos procesos, naturalmente, responde a los intereses dominantes en cada formación social. En este sentido, lo que cabe resaltar aquí es que el Antropoceno –sea que se remita su origen a la Revolución Industrial hacia mediados del siglo XVIII, o a la llamada Gran Aceleración en el desarrollo de las fuerzas productivas, la extracción de recursos naturales y la transferencia de los desechos así generados al entorno natural, de la década de 1950 en adelante– expresa las consecuencias de una modalidad social de organización del trabajo a escala planetaria destinada a generar un crecimiento económico sostenido para una acumulación infinita de capital.
Esas consecuencias incluyen, ya, alteraciones en el funcionamiento del Sistema Tierra en lo que respecta a los ciclos biogeoquímicos, el ciclo hidrológico y el clima, creando una situación que ya plantea la necesidad de que nuestra especie encare la tarea de gestionar ese Sistema de manera distinta. La humanidad, dice el Resumen Ejecutivo del informe Global Change and the Earth System, está gestionando de hecho el planeta, pero lo hace:
“[…]de una manera inconexa y azarosa, orientada en última instancia por necesidades y deseos individuales y grupales. Como resultado de las innumerables actividades que alteran y transforman el ambiente global, el Sistema Tierra está siendo llevado más allá de su terreno natural de funcionamiento.
“En estas circunstancias, agrega, los desafíos que plantea alcanzar un desarrollo sostenible carecen de precedentes, y demandan “una gestión adaptativa” entendida como “un proceso creativo de aprendizaje a partir de lo que se hace, y de quehacer a partir de lo aprendido.”[12]
Vista la situación desde la filosofía de la praxis, resulta evidente que, si deseamos un ambiente distinto, tendremos que crear una sociedad diferente, que recupere el control sobre su propia actividad productiva poniéndola finalmente al servicio del desarrollo humano. Esto demandará, entre otras cosas,  formas innovadoras de organización de la actividad científica a escala planetaria  para identificar esa diferencia, y las maneras de llevarla a la práctica. Tal es, con toda evidencia, el gran desafío que el Antropoceno plantea a la ciencia de la historia en nuestro tiempo.
En esta tarea, la historia de la cultura de la naturaleza tendrá sin duda un papel destacado. Ella nos remite una y otra vez al deseo -presente en todas las sociedades de nuestro tiempo- de recuperar aquello que Donald Worster llamó alguna vez “la naturaleza que hemos perdido”, tanto en lo que se refiere a la restauración de los ecosistemas que hemos devastado como a nuestra relación espiritual con el milagro siempre renovado de la vida que crea las condiciones para la vida. Debemos, en otros tiempos, recuperar nuestra capacidad para orientar el desarrollo de la noosfera como lo entendiera Vladimir Vernadsky en 1943, desde la terrible devastación provocada por la agresión de la Alemania nazi contra su tierra natal:
Estamos entrando en la noosfera.  Este nuevo proceso geológico fundamental se está desarrollando a un ritmo impetuoso […] pero el hecho importante es que nuestros ideales democráticos estén sintonizados con los procesos geológicos fundamentales, con las leyes de la Naturaleza y con la noosfera.  De ese modo, podremos encarar el futuro con confianza.  Está en nuestras manos.  No podemos dejarlo escapar.[13]

Notas

[1] “El terremoto de Charleston”. La Nación, Buenos Aires, 14 y 15 de octubre de 1886. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. XI, 66.
[ 2] “The Two Cultures Revisited: Environmental History and the Environmental Sciences”. Environment and History 2 (1996), 3 – 14. The White Horse Press, Cambridge, UK.
[3] Engels, Federico: El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, 1876. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/1876trab.htm
[4] Engels, Federico: El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, 1876. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/1876trab.htm. Hay quien ha llamado a esta interdependencia universal de los fenómenos de la naturaleza la “cuarta ley de la dialéctica”: se trata de un propuesta del mayor interés para nuestro tiempo, que hasta ahora no ha recibido un debate adecuado.
[5] W. Steffen et al. Global Change and the Earth System. A planet under pressure. International Geosphere and Biosphere Program. Executive Summary, ww.igbp.kva.se, p. 18.
[6] Paul J. Crutzen y Eugene F. Stöermer: “El ‘Antropoceno’”. Global Change Newsletter, 41. May 2000.
[7] La biosfera y la noosfera, 1943. http://larouchepub.com/other/2005/site_packages/vernadsky/3207bios_and_noos.html, traducción de Guillermo Castro H. Vernadsky planteó la hipótesis del origen de la noosfera a partir del control del fuego por la especie humana, a la que atribuyó unos 70 mil años de antigüedad. Hoy, otras hipótesis remontan ese origen a 1.5 millones de años.
[8] En años recientes, el destacado historiador ambiental norteamericano John McNeill se ha vinculado de manera más estrecha a la construcción del concepto de Antropoceno. El tema ya subyacía a uno de sus libros más conocidos – Algo Nuevo Bajo el Sol. Historia medioambiental del siglo XX. Alianza ensayo, 2003 -, y es abordado de manera directa ahora en McNeill, John y Engelke, Peter: The Great Acceleration. An environmental history of the Antropocene since 1945. The Belknap Press of Harvard University Press. Cambridge, Massachusets; London, England, 2014.
[9] En particular, Abrir las Ciencias Sociales. Informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales. Siglo XXI Editores / Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México. (1996) 2003.
[10] Carlos Marx, Federico Engels: La Ideología Alemana, 1846. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1846/ideoalemana/index.htm
[11] Federico Engels, El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, 1876. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/1876trab.htm. El texto de Engels reproduce, de manera más sencilla, lo planteado por Marx un año antes sobre el tema, en el primer párrafo de su Crítica al Programa de Gotha, que detalla con gran riqueza el papel del trabajo – como capacidad natural del ser humano – en la relación de nuestra especie con su entorno natural. Antes, el tema había sido abordado por Marx también en sus Grundrisse (1857 – 1858) y en el primer tomo de El Capital (1867), en el acápite 1 (“El proceso de trabajo”) del Capítulo V: “Proceso de trabajo y proceso de valorización.”
[12] W. Steffen et al. Global Change and the Earth System. A planet under pressure. International Geosphere and Biosphere Program. Executive Summary, ww.igbp.kva.se, p. 38.
[13] La biosfera y la noosfera, 1943. http://larouchepub.com/other/2005/site_packages/vernadsky/3207bios_and_noos.html, traducción de Guillermo Castro H.
Guillermo Castro H*/Prensa Latina
*Investigador, ambientalista y ensayista panameño
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: AMBIENTAL] 

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