¿Alguien se siente seguro?

Adolfo Sánchez Rebolledo
AFernando Escalante Gonzalbo mi artículo del jueves pasado le pareció, al igual que otros publicados en estos días a raíz del secuestro de Diego Fernández de Cevallos, monótono, confuso, estridente y sobre todo estéril” (La Razón, 25 de mayo). Es su opinión, y me parece respetable. Pero insisto en el argumento: la “percepción” sobre la inseguridad (y el primero en hablar de ella como una apreciación errónea es el gobierno) no se explica sólo a partir de las cifras recogidas por las estadísticas, sean éstas oficiales o no. Más bien, el escepticismo o la desconfianza están marcados por una suerte de cambio de calidad en los delitos y no únicamente por la frecuencia con que se realizan. En ese sentido, la crueldad inusitada que los define es una forma de a) ajustar cuentas e intimidar a los adversarios en la disputa inacabable de los cárteles y, b) una manera de acrecentar la sensación de temor colectivo, que en última instancia se sustenta en la conciencia de la impunidad prevaleciente. Por eso, suponer que la “percepción” ciudadana sería “mejor” si la prensa en general dejara de informar sobre estos casos, como algunos han planteado, puede ser una grave salida a una fenómeno preocupante: la sospecha de que en la mal definida “guerra” (así entre comillas) contra la delincuencia organizada el gobierno está perdiendo importantes batallas. Mejor, supongo, sería revisar si dicha estrategia es la indicada para vencer y convencer. Ese sería, pues, el punto de partida para intentar una “nueva narrativa” que dé cuenta respecto de los efectos de la delincuencia organizada sobre la sociedad en su conjunto.

En cuanto al tema de la “ventaja” de la criminalidad al que hice referencia, Escalante reduce el argumento a subrayar la obvia imposibilidad del Estado para prevenir todos los delitos, lo cual es cierto, pero cuando se habla de una guerra y se dan cifras sobre “daños colaterales”, es lógico que la gente se pregunte si se avanza o se retrocede, que se pregunte por su propia situación. Como sea, si no estamos ante una “debacle”, como asegura en su artículo Escalante, ¿por qué persiste la percepción negativa? ¿Es únicamente el fruto de la irresponsabilidad de los medios?

Para el autor de una magnifica investigación sobre el terrorismo, es evidente que en ningún caso el Estado pierde la “ventaja” que por definición le lleva a tales grupos, aun cuando en apariencia se resquebraje el monopolio legítimo de la violencia o la gestión territorial a cuenta de las autoridades políticas formales. Sin embargo, como bien lo sabe el propio Escalante, tampoco el terrorismo aspira a derrumbar al Estado a partir de las acciones violentas aisladas, aunque bajo ciertas circunstancias obtiene gracias a ellas los frutos políticos deseados. Al respecto, por ejemplo, sería interesante revisar el expediente de los conflictos políticos que la acción antiterrorista suscitó en España durante el primer gobierno de Rodríguez Zapatero y los argumentos que las distintas fuerzas pusieron en la mesa para aquilatar mejor el término “ventajas”. Aquí, por ahora y por fortuna, no existe algo semejante a la narcoguerrilla que bajo disfraces diversos actúa en otros países, pero es innegable que las decapitaciones, los secuestros, las granadas en la plaza pública, los fusilamientos masivos, en fin, cumplen su cometido aterrorizador gracias a la terrible carga simbólica que en ellos se concentra. No ponen en riesgo al Estado, es verdad, pero acrecientan la sensación de inseguridad y la desconfianza secular de la opinión pública en la acción de los órganos de seguridad y en lo que sigue: la impartición de justicia, la impunidad con que se atropellan una y otra vez los derechos más elementales. Y eso es un peso muerto sobre el futuro. Creo, por último, que la acción de la delincuencia organizada en el contexto de un país cruzado por la desigualdad y el potencial conflicto social es una gravísima amenaza para el orden institucional y la quizá utópica convivencia democrática. ¿Alguien se siente seguro?
PD. Aunque los trabajadores del SME han depositado sus mayores esperanzas en la resolución de la Suprema Corte, es inevitable cierto cauteloso escepticismo con respecto a cuál podría ser su veredicto final. Parece irreal, por razones que están más allá del derecho, una voltereta histórica, capaz de poner las cosas como estaban. Pero incluso si se convalidara la extinción, habría seguramente otros aspectos rebatibles del decreto que están ahí en virtud de la abusiva interpretación de la ley realizada por las autoridades, como la anulación de la figura del patrón sustituto u otras contempladas ya sea en la normatividad o en el contrato colectivo de trabajo. A estas alturas la Suprema Corte tendría que leer bajo una óptica muy diferente algunas de las razones invocadas con el fin de justificar la liquidación de la empresa, descargando sobre los trabajadores toda la responsabilidad por las deficiencias notorias de la mala administración que, en rigor y cualquiera que sea la hipótesis, es atribución exclusiva de las autoridades competentes.

Molesta, y mucho, la veta politizada del SME que no sólo incluye severas críticas al Presidente por su política laboral y, en especial, a la intervención del secretario del Trabajo en diversos asuntos que les incumben y perjudican en forma directa, sino también y sobre todo por la denuncia de que bajo el manto de darle solución a un problema –el servicio de energía eléctrica en la capital y otras zonas del centro– se esconde el negocio fabuloso de la fibra óptica, sin hablar ya de lo que significa en el imaginario de los grandes capitales trasnacionales la posibilidad real y cercana de copar el mercado, como ocurría antes de 1967, cuando por la vía de la “mexicanización” de las empresas extranjeras existentes se nacionaliza de hecho y de derecho la totalidad de la industria. La Suprema Corte tiene la oportunidad de poner orden en un campo donde la Constitución ha sido burlada para mayor gloria de los dueños del dinero y los burócratas que les sirven.
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