El amparo a los presos de Atenco

Adolfo Gilly

Llevan ya cuatro años encarcelados en el penal de Molino de las Flores nueve presos de San Salvador Atenco. Cuatro años, así nomás porque sí. El mayor de ellos, Inés Rodolfo Cuéllar Rivera, tiene 42 años. Es el único de esos nueve que pertenecía al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra cuando en aquel inicio de mayo de 2006 cayeron sobre la indefensa población de Atenco las fuerzas represivas de los gobiernos federal y del estado de México y golpearon, vejaron, violaron y mataron. Pero Inés Rodolfo no estaba en la calle: lo sacaron de su casa, a él y a su mujer, y allí también fueron los destrozos y los golpes.

Los otros ocho tienen entre 23 y 32 años de edad. Son pobladores de Atenco o de los pueblos vecinos: artesanos, albañiles, trabajadores. No pertenecían a ninguna organización. Allá estaban porque allá vivían, como todos los atenquenses y sus vecinos. Se los llevaron entre los cientos de golpeados y apresados. Les tocó la mala suerte de que a ellos los dejaran en la cárcel, en virtud de un proceso plagado de fallas procesales y falsos testimonios copiados unos de otros, sustentado en una acusación: “secuestro equiparado”.

Esta figura penal significa que la retención por unos momentos de funcionarios municipales que querían impedir con prepotencia que los floristas vendieran, como siempre, sus flores en el mercado del lugar –retención con la cual, además, ninguno de estos presos tuvo nada que ver– se equipara a un secuestro, como el de Diego Fernández de Cevallos, por ejemplo, para no mencionar otros hechos siniestros de la marea criminal que azota a México y, desde el Presidente abajo, tiene a sus autoridades en la atonía y el desconcierto.

Tan se equipara, que los jueces de sentencia condenaron a los nueve presos de Molino de las Flores a 31 años y 11 meses de cárcel cada uno. Les fue mejor que a los otros tres apresados entonces, Ignacio del Valle, Felipe Álvarez y Héctor Galindo, recluidos en la cárcel de alta seguridad del Altiplano. A Ignacio le echaron una condena de 112 años seis meses de cárcel, a Felipe y Héctor tan sólo 67 años seis meses a cada uno. Por qué, además, están en esa cárcel y no con los otros nueve, nadie aún lo ha explicado bien a bien.

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Como cualquier jurista o cualquier persona sensata puede saber, utilizar el Código Penal de este modo significa vaciar de significado toda la legislación penal, si con tanto arbitrio ésta puede usarse según los casos y los dictados del poder; y a todo el edificio de procedimientos legales de la justicia, pensado para asegurar la aplicación equilibrada de aquella legislación.

El proceso fue atraído por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en febrero pasado, en calidad de amparo directo. De la Suprema Corte depende ahora en este caso, como en el pasado en tantos otros, que sea restablecida la validez de la legislación penal; y que ésta no sea utilizada, como sucede tantas veces, como instrumento de la política, de la corrupción o del dinero.

En el clima de incertidumbre y miedo que vivimos todos en México; en este territorio sin ley donde estamos entre el fuego cruzado de narcos, militares, paramilitares y simples asaltantes solitarios, restablecer el imperio de la justicia en este caso que se ha vuelto ejemplar no sería poca cosa. No hará que se detenga la guerra; no hará aparecer al día siguiente a los desaparecidos de Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Chiapas, Sonora, Chihuahua, Tamaulipas y para qué seguir la lista; no podrá contener el proceso de delicuescencia de los poderes federales y estatales y de sus agencias del Ministerio Público; no hará temblar a Enrique Peña Nieto, que en Atenco ya se salió con la suya y tiene hoy otros casos truculentos por los cuales responder.
Haría simplemente algo muy sencillo: encender una luz de sensatez y equilibrio en alguno de los poderes del Estado; hacer comenzar a pensar que hay alguna puerta a la cual se puede tocar en demanda de justicia; hacer saber a los jueces, a los agentes del Ministerio Público, a los litigantes, a los desamparados, que allá en algunos casos alguien vela y quiere resolver en justicia.

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Todo esto que digo, lo sé, suena a ilusión azul o a inocencia jurídica ante la real y verdadera Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero no. Estoy diciendo que por algún lado es preciso dar pasos, aún pequeños, para detener la guerra interior de un aparato estatal descontrolado que creía que podía encarcelar, secuestrar, golpear, matar, sin que esa onda se le revirtiera y entrara como marea negra en la resolución de sus propios conflictos.

Si no entienden que el reciente secuestro entre ellos de uno de ellos es una tragedia de todos –incluidos los que abominan de la víctima–, es porque han perdido la noción elemental de que se ha llegado al punto en que, si no hay una norma de justicia al alcance de todos, la justicia no existe para nadie. Entonces es la violencia desnuda la que decide desde el menor conflicto entre escolares o entre vecinos, hasta el mayor entre quienes ejercen el poder político o detentan el económico.

Estuvimos el pasado 20 de mayo en el penal de Molino de las Flores, junto con Julieta Egurrola y Daniel Giménez Cacho, visitando a los presos de Atenco. En otra nota referiré nuestras conversaciones con ellos, sus esperanzas y sus opiniones; y nuestra entrevista a la salida con el director del penal y con el subdirector de Readaptación Social del gobierno del estado de México, licenciado Miguel Ángel Estrada Valdez, que a pedido nuestro tuvieron la atención de esperarnos las dos horas que duró la visita a los presos. Será bueno referir cómo éstos viven el encierro; y también nuestras solicitudes a los dos funcionarios.

Pero antes otra urgencia se impone: decir, insistir, repetir que, es cierto, el amparo y la libertad para los 12 presos de San Salvador Atenco no podrá reparar los cuatro años de su vida que les robaron en el encierro a ellos y a sus familias; pero podrá hacer cesar la flagrante injusticia de que son víctimas y dar validez ejemplar a esa figura única del sistema jurídico mexicano: el juicio de amparo.

Sería un mensaje de distensión y sensatez y, sobre todo, un acto de justicia. ¿Será?
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