La Constitución no tiene quién la defienda
José Samuel Porras Rugerio
Una notable victoria conseguida por los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas en su lucha contra la extinción de Luz y Fuerza del Centro, quizá poco apreciada, pero de importancia fundamental para la vida política de los mexicanos, ha sido la demostración real e inequívoca de que nuestra Constitución Política dejó de ser paradigma y marco referencial de la acción política y jurídica del Estado mexicano. La resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que avaló la supuesta constitucionalidad del decreto que extinguió la paraestatal, acredita fehacientemente que todos, sí, dije bien, todos los medios de control de la constitucionalidad en este país, están agotados. El análisis de los hechos que dieron lugar a la toma violenta de las instalaciones de la empresa por la policía federal, cuya consecuencia, fue arrojar de su empleo a 44 mil trabajadores, desde las perspectivas política y jurídica lo demuestran palmariamente.
Hemos dicho en estas páginas que no debe verse a la Corte como un poder judicial autónomo ni mucho menos independiente, sino como uno que, junto con el Legislativo y el Ejecutivo, ejerce el “Supremo Poder de la Federación”. Estos tres poderes ejercen, mediante un esquema de división del trabajo –término utilizado por Hans Kelsen en su Teoría pura del derecho– las funciones políticas básicas de un Estado. Precisamente por formar parte del Estado, no puede hablarse de autonomía o independencia del poder que representa la Corte por la simple y sencilla razón de que en la organización estatal existe un jefe de Estado, llamado además por la propia Constitución “El Supremo Poder Ejecutivo de la Unión” (artículo 80).
Baste recordar, en este sentido la reforma constitucional de diciembre de 1994, al inicio de la gestión de Ernesto Zedillo, que disuelve la Suprema Corte de Justicia de la Nación y la recrea con una composición distinta en cuanto al número de ministros y en sus atribuciones y facultades para desempeñarse como tribunal constitucional. Es decir, el Poder Ejecutivo que extingue y crea al Judicial. Tampoco hay que perder de vista que los ministros de la Corte son nombrados a propuesta de aquel, conforme al artículo 96.
La Ley Reglamentaria del artículo 105 Constitucional establece las garantías constitucionales para hacer efectiva la protección de la Ley Suprema: a) acción de inconstitucionalidad y b) controversia constitucional; en adición al juicio de amparo –regulado por su ley específica– como los mecanismos procesales para la restauración del orden constitucional en cuanto orden coherente, rector de la legislación secundaria (control abstracto), preservación de la estructura del Estado (control concreto) y manutención de la relación Estado–individuo (amparo).
Pues bien, el caso de los electricistas tiene su origen en la emisión del decreto con el que, Felipe Calderón, titular del Ejecutivo, invocando como fundamento el artículo 89, fracción I, de la Constitución, extingue al organismo descentralizado. Este decreto, junto con el inmediato uso de la fuerza pública, representa el origen del conflicto. La consecuencia material fue impedir el desempeño de sus labores a los trabajadores.
Por elemental orden lógico de jerarquía de las normas, al impugnarse el decreto, lo que debe estudiarse primero es su constitucionalidad y luego, su legalidad; o sea, primero lo concerniente a su origen y después lo relativo a sus consecuencias, según el principio de que lo accesorio sigue la suerte de lo principal. La Constitución vigente prevé dos tipos de decretos: a) el decreto administrativo y b) el decreto ley; uno que corresponde dictarlo sólo al Ejecutivo, conforme a su facultad reglamentaria establecida en la fracción I del artículo 89, sin mayor trámite que su firma, refrendo y publicación; y otro, que inicia el Ejecutivo pero requiere la intervención del Legislativo y que debe seguir el procedimiento establecido en los artículos 71 y 72.
El problema esencial de constitucionalidad del decreto radicaba, por tanto, en determinar, primero, cuál de los dos poderes –Ejecutivo o Legislativo– tiene facultades expresamente señaladas en la Constitución para legislar en materia de energía eléctrica; y, después, como consecuencia lógica natural, se colige la naturaleza o tipo de decreto que debe emitirse, en este caso, para extinguir la paraestatal. La respuesta está en el artículo 73, fracción X, que establece: El Congreso tiene facultad: X. Para legislar en toda la República sobre… energía eléctrica y nuclear. En esta expresión, legislar debe entenderse como el medio para interpretar, modificar o extinguir leyes o decretos. Al respecto, el inciso f) del artículo 72 dispone: “En la interpretación, reforma o derogación de las leyes o decretos, se observarán los mismos trámites establecidos para su formación”. De tal manera que si para la creación del organismo, necesariamente por exigencia de esta disposición constitucional, se tuvo que emitir un decreto–ley; para la extinción se debió emitir otro de la misma naturaleza y siguiendo el mismo procedimiento.
Si la facultad para legislar en esta materia es del Congreso, por exclusión constitucional, no la tiene el Ejecutivo. Ello explica que, intencionalmente, se haya desviado la discusión pública hacia el contenido del artículo 16 de la Ley de Entidades Paraestatales que, como ley secundaria, establece los requisitos y trámites previos que deben satisfacerse, por el Ejecutivo, para justificar ante el Congreso, sólo la iniciativa del decreto que hubiere correspondido. Es decir, si la Constitución no le da al Presidente una facultad como esta, una elemental lógica jurídica indica, que menos se la puede dar una ley secundaria.
El atropello a la Constitución que comete Felipe Calderón estriba así en que teniendo prohibición, actuando de facto, por no estar facultado para legislar con relación a la energía eléctrica, emitió un simple decreto administrativo con el cual, respaldado con el uso de la fuerza pública, viola la Constitución y priva, arbitraria y autoritariamente, de sus derechos laborales a los trabajadores.
Esta actuación del titular del Ejecutivo se relaciona y corresponde directamente con el papel que asume la Corte al ir juzgando el caso. El primer intento por demostrar la inconstitucionalidad del decreto fue la controversia constitucional que planteó la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, misma que fue desechada aduciendo la Corte, la falta de interés legítimo porque –dijo el Ministro Cossío– el decreto no afectaba las atribuciones constitucionales de dicha Asamblea. ¿La ALDF trataba acaso de defender al Sindicato o a los trabajadores individualmente determinados? Claro que no. Una controversia constitucional tiene por objeto la defensa de la Constitución, no la de particulares. ¿La defensa de la Constitución se hace de oficio o sólo a petición de parte? ¿Quién, entonces, tiene interés legítimo para emprender la defensa de la Constitución?
Correspondía al Congreso general como órgano del Estado que debió, conforme a sus facultades constitucionales, intervenir en la aprobación del citado decreto, promover la controversia constitucional. Sin embargo, el 25 de noviembre pasado nos enterábamos de que las bancadas de los partidos PRI, PAN, Panal y Verde, decidían la no interposición de dicha garantía constitucional. El Congreso decidió, por acuerdos de conveniencia política partidaria, abdicar a sus facultades para defender la integridad de la Constitución.
Ahora, cuando la Corte resuelve el amparo interpuesto por los trabajadores y decide avalar como constitucional un decreto que evidentemente no lo es, podemos concluir que su relación con el titular del Ejecutivo en su condición de jefe de Estado, es de real dependencia. La subordinación llega a la abyección de los Ministros en tanto da la impresión de que sus nociones de Derecho Constitucional y Administrativo parecen no serles suficientes para investigar facultades constitucionales ni distinguir entre decreto ley y decreto administrativo. Quizá, moralmente, queden obligados a recursar la licenciatura en derecho.
Los diputados y senadores del Congreso de la Unión se han revelado como desleales al juramento que hicieron para guardar la Constitución, cómplices en su violación, inútiles en cuanto a la representación que ostentan en la vida pública del país, no sólo porque el Ejecutivo pasó por encima de ellos, sino porque pudiendo intentar desfacer el entuerto, deciden no hacerlo.
Que el presidente, sin facultades, se tome atribuciones arbitrarias que no le corresponden, no es una decisión jurídica, sino demostración de poder y violencia tan ilegítima como innecesaria; que el Congreso decida no interponer la controversia a que la ley le obligaba, no es tampoco una decisión jurídica sino una demostración de complicidad política; y que la Corte avale la ruptura de todo el orden constitucional y emita una resolución pusilánime casi al mismo tiempo en que están al borde de la muerte los trabajadores que protestan su lentitud y la arbitrariedad gubernamental, menos podría calificarse como conducta jurídica pero sí como deleznable sumisión.
Poco tiempo antes de que la Corte emitiera su fallo, presenciamos que la infraestructura de fibra óptica (fibra negra) que era propiedad de Luz y Fuerza del Centro, ha sido vendida a las grandes empresas de televisión y telefonía. Con ello podemos concluir que el control político del Estado mexicano es el instrumento necesario para privilegiar los intereses económicos de las grandes corporaciones empresariales a costa de los bienes de la Nación; no sólo por encima de los de los trabajadores; sino, sobre todo, pasando sobre la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
El Estado mexicano ha burlado el principio de supremacía de la Constitución con perjuicio específico de los trabajadores electricistas, pero también del pacto político fundamental que une a los mexicanos. Dejamos que se instalara en el poder un gobierno que no elegimos y este es el resultado: el ejercicio despótico y arbitrario del poder del Estado para beneficio de las grandes empresas y del sacrificio sin esperanza de los trabajadores. Los signos inequívocos de la dictadura terminaron por afianzarse en nuestro país.
Fuente
Una notable victoria conseguida por los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas en su lucha contra la extinción de Luz y Fuerza del Centro, quizá poco apreciada, pero de importancia fundamental para la vida política de los mexicanos, ha sido la demostración real e inequívoca de que nuestra Constitución Política dejó de ser paradigma y marco referencial de la acción política y jurídica del Estado mexicano. La resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que avaló la supuesta constitucionalidad del decreto que extinguió la paraestatal, acredita fehacientemente que todos, sí, dije bien, todos los medios de control de la constitucionalidad en este país, están agotados. El análisis de los hechos que dieron lugar a la toma violenta de las instalaciones de la empresa por la policía federal, cuya consecuencia, fue arrojar de su empleo a 44 mil trabajadores, desde las perspectivas política y jurídica lo demuestran palmariamente.
Hemos dicho en estas páginas que no debe verse a la Corte como un poder judicial autónomo ni mucho menos independiente, sino como uno que, junto con el Legislativo y el Ejecutivo, ejerce el “Supremo Poder de la Federación”. Estos tres poderes ejercen, mediante un esquema de división del trabajo –término utilizado por Hans Kelsen en su Teoría pura del derecho– las funciones políticas básicas de un Estado. Precisamente por formar parte del Estado, no puede hablarse de autonomía o independencia del poder que representa la Corte por la simple y sencilla razón de que en la organización estatal existe un jefe de Estado, llamado además por la propia Constitución “El Supremo Poder Ejecutivo de la Unión” (artículo 80).
Baste recordar, en este sentido la reforma constitucional de diciembre de 1994, al inicio de la gestión de Ernesto Zedillo, que disuelve la Suprema Corte de Justicia de la Nación y la recrea con una composición distinta en cuanto al número de ministros y en sus atribuciones y facultades para desempeñarse como tribunal constitucional. Es decir, el Poder Ejecutivo que extingue y crea al Judicial. Tampoco hay que perder de vista que los ministros de la Corte son nombrados a propuesta de aquel, conforme al artículo 96.
La Ley Reglamentaria del artículo 105 Constitucional establece las garantías constitucionales para hacer efectiva la protección de la Ley Suprema: a) acción de inconstitucionalidad y b) controversia constitucional; en adición al juicio de amparo –regulado por su ley específica– como los mecanismos procesales para la restauración del orden constitucional en cuanto orden coherente, rector de la legislación secundaria (control abstracto), preservación de la estructura del Estado (control concreto) y manutención de la relación Estado–individuo (amparo).
Pues bien, el caso de los electricistas tiene su origen en la emisión del decreto con el que, Felipe Calderón, titular del Ejecutivo, invocando como fundamento el artículo 89, fracción I, de la Constitución, extingue al organismo descentralizado. Este decreto, junto con el inmediato uso de la fuerza pública, representa el origen del conflicto. La consecuencia material fue impedir el desempeño de sus labores a los trabajadores.
Por elemental orden lógico de jerarquía de las normas, al impugnarse el decreto, lo que debe estudiarse primero es su constitucionalidad y luego, su legalidad; o sea, primero lo concerniente a su origen y después lo relativo a sus consecuencias, según el principio de que lo accesorio sigue la suerte de lo principal. La Constitución vigente prevé dos tipos de decretos: a) el decreto administrativo y b) el decreto ley; uno que corresponde dictarlo sólo al Ejecutivo, conforme a su facultad reglamentaria establecida en la fracción I del artículo 89, sin mayor trámite que su firma, refrendo y publicación; y otro, que inicia el Ejecutivo pero requiere la intervención del Legislativo y que debe seguir el procedimiento establecido en los artículos 71 y 72.
El problema esencial de constitucionalidad del decreto radicaba, por tanto, en determinar, primero, cuál de los dos poderes –Ejecutivo o Legislativo– tiene facultades expresamente señaladas en la Constitución para legislar en materia de energía eléctrica; y, después, como consecuencia lógica natural, se colige la naturaleza o tipo de decreto que debe emitirse, en este caso, para extinguir la paraestatal. La respuesta está en el artículo 73, fracción X, que establece: El Congreso tiene facultad: X. Para legislar en toda la República sobre… energía eléctrica y nuclear. En esta expresión, legislar debe entenderse como el medio para interpretar, modificar o extinguir leyes o decretos. Al respecto, el inciso f) del artículo 72 dispone: “En la interpretación, reforma o derogación de las leyes o decretos, se observarán los mismos trámites establecidos para su formación”. De tal manera que si para la creación del organismo, necesariamente por exigencia de esta disposición constitucional, se tuvo que emitir un decreto–ley; para la extinción se debió emitir otro de la misma naturaleza y siguiendo el mismo procedimiento.
Si la facultad para legislar en esta materia es del Congreso, por exclusión constitucional, no la tiene el Ejecutivo. Ello explica que, intencionalmente, se haya desviado la discusión pública hacia el contenido del artículo 16 de la Ley de Entidades Paraestatales que, como ley secundaria, establece los requisitos y trámites previos que deben satisfacerse, por el Ejecutivo, para justificar ante el Congreso, sólo la iniciativa del decreto que hubiere correspondido. Es decir, si la Constitución no le da al Presidente una facultad como esta, una elemental lógica jurídica indica, que menos se la puede dar una ley secundaria.
El atropello a la Constitución que comete Felipe Calderón estriba así en que teniendo prohibición, actuando de facto, por no estar facultado para legislar con relación a la energía eléctrica, emitió un simple decreto administrativo con el cual, respaldado con el uso de la fuerza pública, viola la Constitución y priva, arbitraria y autoritariamente, de sus derechos laborales a los trabajadores.
Esta actuación del titular del Ejecutivo se relaciona y corresponde directamente con el papel que asume la Corte al ir juzgando el caso. El primer intento por demostrar la inconstitucionalidad del decreto fue la controversia constitucional que planteó la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, misma que fue desechada aduciendo la Corte, la falta de interés legítimo porque –dijo el Ministro Cossío– el decreto no afectaba las atribuciones constitucionales de dicha Asamblea. ¿La ALDF trataba acaso de defender al Sindicato o a los trabajadores individualmente determinados? Claro que no. Una controversia constitucional tiene por objeto la defensa de la Constitución, no la de particulares. ¿La defensa de la Constitución se hace de oficio o sólo a petición de parte? ¿Quién, entonces, tiene interés legítimo para emprender la defensa de la Constitución?
Correspondía al Congreso general como órgano del Estado que debió, conforme a sus facultades constitucionales, intervenir en la aprobación del citado decreto, promover la controversia constitucional. Sin embargo, el 25 de noviembre pasado nos enterábamos de que las bancadas de los partidos PRI, PAN, Panal y Verde, decidían la no interposición de dicha garantía constitucional. El Congreso decidió, por acuerdos de conveniencia política partidaria, abdicar a sus facultades para defender la integridad de la Constitución.
Ahora, cuando la Corte resuelve el amparo interpuesto por los trabajadores y decide avalar como constitucional un decreto que evidentemente no lo es, podemos concluir que su relación con el titular del Ejecutivo en su condición de jefe de Estado, es de real dependencia. La subordinación llega a la abyección de los Ministros en tanto da la impresión de que sus nociones de Derecho Constitucional y Administrativo parecen no serles suficientes para investigar facultades constitucionales ni distinguir entre decreto ley y decreto administrativo. Quizá, moralmente, queden obligados a recursar la licenciatura en derecho.
Los diputados y senadores del Congreso de la Unión se han revelado como desleales al juramento que hicieron para guardar la Constitución, cómplices en su violación, inútiles en cuanto a la representación que ostentan en la vida pública del país, no sólo porque el Ejecutivo pasó por encima de ellos, sino porque pudiendo intentar desfacer el entuerto, deciden no hacerlo.
Que el presidente, sin facultades, se tome atribuciones arbitrarias que no le corresponden, no es una decisión jurídica, sino demostración de poder y violencia tan ilegítima como innecesaria; que el Congreso decida no interponer la controversia a que la ley le obligaba, no es tampoco una decisión jurídica sino una demostración de complicidad política; y que la Corte avale la ruptura de todo el orden constitucional y emita una resolución pusilánime casi al mismo tiempo en que están al borde de la muerte los trabajadores que protestan su lentitud y la arbitrariedad gubernamental, menos podría calificarse como conducta jurídica pero sí como deleznable sumisión.
Poco tiempo antes de que la Corte emitiera su fallo, presenciamos que la infraestructura de fibra óptica (fibra negra) que era propiedad de Luz y Fuerza del Centro, ha sido vendida a las grandes empresas de televisión y telefonía. Con ello podemos concluir que el control político del Estado mexicano es el instrumento necesario para privilegiar los intereses económicos de las grandes corporaciones empresariales a costa de los bienes de la Nación; no sólo por encima de los de los trabajadores; sino, sobre todo, pasando sobre la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
El Estado mexicano ha burlado el principio de supremacía de la Constitución con perjuicio específico de los trabajadores electricistas, pero también del pacto político fundamental que une a los mexicanos. Dejamos que se instalara en el poder un gobierno que no elegimos y este es el resultado: el ejercicio despótico y arbitrario del poder del Estado para beneficio de las grandes empresas y del sacrificio sin esperanza de los trabajadores. Los signos inequívocos de la dictadura terminaron por afianzarse en nuestro país.
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