Bolivia: una decisión correcta, nunca impopular
Marcos Roitman Rosenmann
E
n tiempos en que la democracia ha sido arrinconada al ritual del voto y la política reducida a un acto suntuario, escuchar la voz de las organizaciones populares y la sociedad civil se considera un gesto de mal gusto. Hacerlo puede considerarse una debilidad de carácter. Entonces, el problema queda planteado en términos de suma cero. Lo que unos ganan otros necesariamente lo pierden. De esta forma, los consejeros políticos, casi siempre se decantan por no dar el brazo a torcer. Aunque las consecuencias sean peores y se abra un periodo de inestabilidad, conflicto y represión. Ningún gobernante, si se estima, puede decir que se ha equivocado o entonar un mea culpa. Por ende, siempre es aconsejable no variar el sentido de las decisiones. Para justificarse, siempre hay tiempo. Además existe una palabra mágica que todo lo arregla. Sirve igual para un roto que para un descocido. Es llamar el error, una decisión impopular. Bajo este paraguas todo cabe. Lo justo o lo injusto, lo bueno o lo malo ya no están en el campo de condiciones. Han sido borrados del escenario. Lo impopular es el comodín. Por ello ningún gobierno dirá que ha errado en sus políticas. Simplemente argumentará que hay decisiones impopulares.
Los ejemplos, en tiempos de crisis del capitalismo los tenemos a montones. En Europa, son Francia, España, Grecia, Gran Bretaña, Irlanda, Portugal, Bélgica, Alemania o Italia. En ellos, los recortes en las prestaciones sociales, la reforma del sistema de pensiones, el despido libre, las subidas del IVA, los precios y las congelaciones salariales han movilizado a la izquierda, los sindicatos y las organizaciones populares, copando las calles, paralizando los transportes, la enseñanza, la banca, el comercio, la industria automotriz, la metalmecánica, el campo y la gran industria. Huelgas generales, de hambre, plantones, paros parciales y cuantas formas de protesta se conocen han sido utilizadas para dar a entender lo erróneo de las medidas y sus nefastos efectos en el medio y largo plazo. Desempleo, trabajos basura, sobrexplotación, etcétera. Sin embargo, ningún gobierno, responda al calificativo de socialdemócrata, conservador o liberal, se ha dignado a escuchar la voz del pueblo. Son millones de jóvenes, mujeres y hombres de la clase trabajadora los ninguneados. Sus gobiernos han optado por no dialogar. Hoy lo vemos en Túnez y en Argelia. La violencia es la respuesta. Y en América Latina, México, Colombia, Honduras, Panamá son un paradigma. Sus élites políticas prefieren escuchar el canto de sirenas de los banqueros. Al fin y al cabo son ellos quienes les subvencionan sus campañas. No van a modificar ninguna decisión, aunque una mayoría social se lo pida, les dé razones y proponga alternativas. Para ellos sólo existe el mercado. Un dios que exige sacrificios humanos y ofrendas en forma de dinero, mucho, mucho dinero. Su lógica es simple, como apuntamos, el estribillo de la canción está listo para ser utilizado: lo impopular de una medida, no anula su eficacia.
Hoy, un ente abstracto ha sido trastocado en un actor social. En un sustituto de personas de carne y hueso: el mercado. Ya no basta con naturalizarlo, ahora se le dota de vida. El lenguaje utilizado para dar cuenta de su realidad es sintomático. El mercado está deprimido. Sus pulsaciones están débiles, hay que reactivarlo. Presenta síntomas de agotamiento. Es necesario insuflarle capital. Darle pastillas energéticas. Sólo así mostrará su potencial y recobrará su tono. En otros términos, según los expertos, sacerdotes del ritual de la acumulación, aconsejan un sicoanalista para sacarlo de su crisis. Cuando asistimos a este fetichismo, son pocos los gobiernos que se atreven a nadar contracorriente. Saben a ciencia cierta que serán considerados enemigos del progreso. La presión es mucha y siempre es posible caer en la tentación.
Ahora bien, no siempre un alza de precios en las mercancías responde a una visión maniquea del mercado. Elevar la capacidad adquisitiva de los trabajadores, subir sueldos y salarios mínimos es una buena medida. Sobre todo si la inflación en otros insumos lo aconseja. En este sentido, el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) y su presidente Evo Morales, han dado una lección política democrática. Tras las protestas por el alza en el precio de la gasolina y el diesel se levanta un gran malestar social que lleva a un enfrentamiento violento entre partidarios y detractores. Se impone el diálogo. Las reuniones con actores destacados del proceso democrático, muestran una mayoría en contra. Razón suficiente para dejar sin efecto la medida. En boca de su presidente Evo Morales: "Hemos decidido, en esa conducta de mandar obedeciendo al pueblo, abrogar el decreto supremo 748 y los decretos que acompañan a esta medida".
En otras palabras, siempre hay tiempo para rectificar y mostrar el compromiso ético con el proyecto democrático para una vida plena y con dignidad. No cabe otra interpretación de los acontecimientos. Por ello, en este caso, no se puede hablar de crisis, de pérdida de apoyo social o debilidad. Al contrario, ha prevalecido el sentido común y no la obstinación. Un ejemplo que dirigentes de todo el mundo deberían seguir. Pero, a mor de ser pesimista, será difícil. Una mayoría de ellos han renunciado conscientemente a ejercer la democracia política en pro de la dictadura de los mercados.
Fuente
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n tiempos en que la democracia ha sido arrinconada al ritual del voto y la política reducida a un acto suntuario, escuchar la voz de las organizaciones populares y la sociedad civil se considera un gesto de mal gusto. Hacerlo puede considerarse una debilidad de carácter. Entonces, el problema queda planteado en términos de suma cero. Lo que unos ganan otros necesariamente lo pierden. De esta forma, los consejeros políticos, casi siempre se decantan por no dar el brazo a torcer. Aunque las consecuencias sean peores y se abra un periodo de inestabilidad, conflicto y represión. Ningún gobernante, si se estima, puede decir que se ha equivocado o entonar un mea culpa. Por ende, siempre es aconsejable no variar el sentido de las decisiones. Para justificarse, siempre hay tiempo. Además existe una palabra mágica que todo lo arregla. Sirve igual para un roto que para un descocido. Es llamar el error, una decisión impopular. Bajo este paraguas todo cabe. Lo justo o lo injusto, lo bueno o lo malo ya no están en el campo de condiciones. Han sido borrados del escenario. Lo impopular es el comodín. Por ello ningún gobierno dirá que ha errado en sus políticas. Simplemente argumentará que hay decisiones impopulares.
Los ejemplos, en tiempos de crisis del capitalismo los tenemos a montones. En Europa, son Francia, España, Grecia, Gran Bretaña, Irlanda, Portugal, Bélgica, Alemania o Italia. En ellos, los recortes en las prestaciones sociales, la reforma del sistema de pensiones, el despido libre, las subidas del IVA, los precios y las congelaciones salariales han movilizado a la izquierda, los sindicatos y las organizaciones populares, copando las calles, paralizando los transportes, la enseñanza, la banca, el comercio, la industria automotriz, la metalmecánica, el campo y la gran industria. Huelgas generales, de hambre, plantones, paros parciales y cuantas formas de protesta se conocen han sido utilizadas para dar a entender lo erróneo de las medidas y sus nefastos efectos en el medio y largo plazo. Desempleo, trabajos basura, sobrexplotación, etcétera. Sin embargo, ningún gobierno, responda al calificativo de socialdemócrata, conservador o liberal, se ha dignado a escuchar la voz del pueblo. Son millones de jóvenes, mujeres y hombres de la clase trabajadora los ninguneados. Sus gobiernos han optado por no dialogar. Hoy lo vemos en Túnez y en Argelia. La violencia es la respuesta. Y en América Latina, México, Colombia, Honduras, Panamá son un paradigma. Sus élites políticas prefieren escuchar el canto de sirenas de los banqueros. Al fin y al cabo son ellos quienes les subvencionan sus campañas. No van a modificar ninguna decisión, aunque una mayoría social se lo pida, les dé razones y proponga alternativas. Para ellos sólo existe el mercado. Un dios que exige sacrificios humanos y ofrendas en forma de dinero, mucho, mucho dinero. Su lógica es simple, como apuntamos, el estribillo de la canción está listo para ser utilizado: lo impopular de una medida, no anula su eficacia.
Hoy, un ente abstracto ha sido trastocado en un actor social. En un sustituto de personas de carne y hueso: el mercado. Ya no basta con naturalizarlo, ahora se le dota de vida. El lenguaje utilizado para dar cuenta de su realidad es sintomático. El mercado está deprimido. Sus pulsaciones están débiles, hay que reactivarlo. Presenta síntomas de agotamiento. Es necesario insuflarle capital. Darle pastillas energéticas. Sólo así mostrará su potencial y recobrará su tono. En otros términos, según los expertos, sacerdotes del ritual de la acumulación, aconsejan un sicoanalista para sacarlo de su crisis. Cuando asistimos a este fetichismo, son pocos los gobiernos que se atreven a nadar contracorriente. Saben a ciencia cierta que serán considerados enemigos del progreso. La presión es mucha y siempre es posible caer en la tentación.
Ahora bien, no siempre un alza de precios en las mercancías responde a una visión maniquea del mercado. Elevar la capacidad adquisitiva de los trabajadores, subir sueldos y salarios mínimos es una buena medida. Sobre todo si la inflación en otros insumos lo aconseja. En este sentido, el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) y su presidente Evo Morales, han dado una lección política democrática. Tras las protestas por el alza en el precio de la gasolina y el diesel se levanta un gran malestar social que lleva a un enfrentamiento violento entre partidarios y detractores. Se impone el diálogo. Las reuniones con actores destacados del proceso democrático, muestran una mayoría en contra. Razón suficiente para dejar sin efecto la medida. En boca de su presidente Evo Morales: "Hemos decidido, en esa conducta de mandar obedeciendo al pueblo, abrogar el decreto supremo 748 y los decretos que acompañan a esta medida".
En otras palabras, siempre hay tiempo para rectificar y mostrar el compromiso ético con el proyecto democrático para una vida plena y con dignidad. No cabe otra interpretación de los acontecimientos. Por ello, en este caso, no se puede hablar de crisis, de pérdida de apoyo social o debilidad. Al contrario, ha prevalecido el sentido común y no la obstinación. Un ejemplo que dirigentes de todo el mundo deberían seguir. Pero, a mor de ser pesimista, será difícil. Una mayoría de ellos han renunciado conscientemente a ejercer la democracia política en pro de la dictadura de los mercados.
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